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Filmografía David Fincher: Solo Pierde el que no Pelea

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David Fincher hace del margen una estética, una manera ver el mundo. Su cine muestra que el american dream es una pesadilla de la que nadie quiere despertar. Filmografía de un conspirador obsesivo.

Análisis de las películas de David Fincher

Toda la obra de David Fincher es estudio de la maldad, y se presenta como un reflejo de su creador: articulada, pulida y compleja. Aunque su filmografía es variada, parece obsesionado por obtener una radiografía de la sociedad a partir de sus elementos más marginales. Sus mejores películas están hechas de nihilismo y violencia outsider. Sus narraciones tienen su sello característico, una marca de estilo que se relaciona con la labor de un director meticuloso que concibe la puesta en escena como un aspecto fundamental, como el núcleo de lo cinematográfico.

Desarrolladas como una crítica abierta a la sociedad, sus historias se tejen con las obsesiones y miedos de sus protagonistas, que no son héroes arquetípicos sino personas fragmentadas, víctimas de los procesos de un sistema que los ha empujado a la alienación total. Sus personajes son actores involuntarios que forman parte de un engranaje aplastante. Incluso sus antagonistas más lúgubres son sólo un reflejo de la perversión social. 

La cualidad más inmediata y obvia de su obra es la oscuridad y monotonía de los colores, que tienden a ser apagados, reducidos a una gama estrecha de grises y marrones; los tonos fríos van desde el pesimismo y la desesperación abrumadores de Se7en (Los 7 Pecados Capitales, 1995), hasta el nihilismo cáustico y brutal de Fight Club (El Club de la Pelea, 1999). 

Las ciudades que recrea son asfixiantes, en ellas no hay salida para las historias personales, sólo una búsqueda frenética para evitar el dolor, que resultará en vano, ya que el tejido social está enfermo y corrupto desde su base y el individuo es demasiado pequeño para escapar de una totalidad negativa gigantesca.

Sus protagonistas son creadores que, a través de diferentes caminos, intentan construir algo mejor, algo que acabará destruyéndolos. Esta situación tan característica tiene una estrecha relación con los elementos del conflicto propio de la tragedia, donde los hombres que rompen la ley -ya sea moral o divina-, se convierten en marginados, en personajes en el extremo de la condición humana, tan al extremo que parecen haber comprendido algo que se le escapa al resto de la humanidad. 

En esta lucha contra los factores externos siempre hay un componente interno en tanto elemento trágico. El personaje suele dirigirse por su propia decisión hacia la destrucción, por lo que es necesario una lucha contra sí mismo. Por este motivo, es en la marginalidad donde Fincher brilla: tragedias de los antihéroes modernos. 

Sus personajes luchan contra el mundo que los doblega con sus normativas. Por lo tanto, el conflicto que plantea el director es al mismo tiempo una lucha interna y externa: tanto los factores psicológicos como el contexto son elementos que empujan el límite de sus creaciones.

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David Fincher

David Fincher en la década del ’90

Durante los años 80’s, el sistema global -bajo los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Tatcher– fue parte de un proceso de cambio estructural que se caracterizó por el desarrollo vertiginoso del libre mercado y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, dando como resultado un fenómeno económico que abrió, durante los últimos años del siglo XX, una brecha creciente entre los estratos sociales. 

Los 90’s fueron escenario de una realidad histórica dictada por muchas contradicciones a nivel colectivo. El desarrollo de los medios de comunicación fue acompañado por una tendencia exacerbada del exhibicionismo. La brecha entre clases se hizo extensiva a la comunidad de artistas: por una parte encontramos a quienes no aceptaron las nuevas condiciones y criticaron el emergente sistema de valores, vomitando violencia sobre sus cimientos.

El artista que, como personaje en sí mismo y con su propia individualidad para preservar, bajo ninguna circunstancia pudo aceptar con pasividad lo que el sistema ofrecía. Al mismo tiempo se afianzaba otra clase de creador: el que aceptó el compromiso de su identidad estética, modelada por el uso comercial de la época, que le aseguró visibilidad, éxito y consideración por parte de los medios. Llamados a formar parte de la generación MTV, fueron voceros de esta concepción del arte como producto de consumo masivo.

La situación de quienes querían chocar contra el sistema era diferente: la única herramienta para oponerse fue gritar con violencia sus posiciones, en un contexto en que lo popular prefería escuchar voces que le hablaban de mundos felices y sentimientos infantiles para relajarse. 

La contraparte crítica se afianzó en las dos formas que tienen más influencia sobre la juventud: la música y el cine. La música actuó como portavoz generacional e influyó en la narrativa cinematográfica: el rock de los 90‘s, heredero de la ideología punk y caracterizado por una fuerte agresión alternando con momentos de intensa melancolía, encontró terreno fértil en una juventud desconcertada y enojada, de la cual el propio David Fincher se convirtió en representante con Se7en

Entonces, a pesar de la crisis dominante en casi todos los sectores de la vida, esta convivencia con una realidad histórica decadente logró sacar nuevos estímulos para una nueva creatividad, original y unida en sus mensajes, centrada en la violencia y el conflicto con las que las nuevas generaciones lograron identificarse. 

El cine de esta época -en la que surge Fincher-, tiene como denominador común un regreso a temas serios: obras dominadas por grandes conflictos internos y una fuerte connotación social desde un punto de vista negativo. 

Obras de directores como Oliver Stone, Danny Boyle, Quentin Tarantino y David Fincher, permiten al espectador capturar una estética de la agresión y al mismo tiempo recibir la crítica a este sistema de valores, utilizando el cine ya no como entretenimiento y espectáculo, sino como herramienta y arma para crear estados de tensión, mientras el espectador observa cómo estos personajes representan tipos sociales sin vía de escape ni salvación, nacidos de la sociedad enferma y privados de su futuro, que, sin embargo, nunca se detendrán en su intento de construir una existencia paralela.

El cine de los 90’s, a pesar de sus diferentes pliegues, llega a unirse para contrarrestar la decadencia de valores y personalidad artística. Fincher tiene un papel dominante. Es un autor que de ninguna manera puede encerrarse en categorías preestablecidas: abarca varios géneros cinematográficos, proyecta sus acusaciones en distintos frentes y con rasgos estilísticos propios. 

Aclamado por la crítica y reconocido como uno de los mejores directores que trabajan en la actualidad, es conocido por su incansable búsqueda de la perfección. Si bien muchos directores aceptan su estatus de celebridad como parte de su identidad, Fincher no quiere estar asociado con una imagen o tema en particular.

Se aferra a la creencia de que sus películas deben comunicar todo: no cree que deba promocionar su trabajo, ni explicarlo. Le preocupa que sus palabras desmitifique su producción. Para directores como Spike Lee, Kevin Smith o Zack Snyder, el cine es una odisea de autodescubrimiento y autopromoción.

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David Fincher: todas sus películas

“LA GENTE DICE: “HAY UN MILLÓN DE FORMAS DE FILMAR UNA ESCENA”, PERO YO NO LO CREO. CREO QUE HAY DOS, TAL VEZ. Y UNA ESTÁ MAL”.

David Fincher

Los inicios de David Fincher como director

David Fincher nació el 28 de agosto de 1962 en Denver, Colorado, pero creció en Marin County (California). Su padre, Jack Fincher, periodista de la revista Life, cimentó su pasión por el cine llevándolo a ver las películas de éxito de los 60’s y 70’s, como West Side Story (Amor sin Barreras), 2001: A Space Odyssey (2001: Una Odisea del Espacio) y Jaws (Tiburón)

Pero Fincher recuerda que “fue Butch Cassidy la que me convenció de ser director. Vi el documental sobre la realización en la televisión y fue un shock: hasta entonces creía que hacer una película duraba tanto como se rodaba o poco más, por los movimientos de un lugar a otro … Para el noveno cumpleaños pedí una pistola con aire comprimido o una pequeña cámara para película de 8 mm. La diferencia del precio era enorme, 13 dólares contra 170, pero mis padres, que eran pacifistas, optaron por la cámara”

Después de su graduación, a la edad de 18 años, fue contratado como asistente de producción por John Korty para su compañía cinematográfica Korty Films. 

Fincher es un director que no sólo comprende la gramática del cine, sino que quiere tener un papel protagónico en cada detalle de la producción de un proyecto. No es casualidad que comenzara a hacer carrera en otras áreas del cine y llegara a dirigir años más tarde. 

En 1983 fue contratado por Industrial Light & Magic, de George Lucas, donde trabajó como camarógrafo y asistente de fotografía en películas de gran éxito: Star Wars: Return of the Jedi (La Guerra de las Galaxias: El Retorno del Jedi, 1983), The Neverending Story (La Historia Sin Fin, 1984) e Indiana Jones and the Temple of Doom (Indiana Jones y el Templo de la Perdición, 1984). 

Después de estas tres películas, dejó la productora para dirigir comerciales para importantes marcas comerciales como Nike, Coca-Cola, Budweiser, Heineken, Converse y Chanel. En este punto, la forma de compromiso que mueve su cine es interesante, dado que sus largometrajes se caracterizan sobre todo por una feroz lucha contra el consumismo.

Fincher lo explica en estos términos: “Todavía hago comerciales, pero nunca por dinero. Los hago para experimentar con técnicas nuevas o nuevos colaboradores. Me preguntan: ¿cómo puede alguien con tus ideas trabajar para publicidad?”.

El comercial no sería más que una forma de experimentar sobre el uso de nuevas técnicas, efectos especiales, con el agregado de tener una narración concentrada en pocos minutos, a veces incluso segundos. La experiencia de Fincher con estos cortos lo hace muy consciente del potencial de cada plano, en el que necesita mostrar sensibilidad en un sentido diferente. 

Además de los comerciales comenzó a dirigir videos musicales para bandas pequeñas y músicos famosos de nivel internacional como Sting, Madonna, Michael Jackson, The Rolling Stones y Nine Inch Nails, de Trent Reznor, con quien formará una auténtica alianza para la banda sonora de sus futuras películas. En el periodo de 1985/2013 rodó 39 videoclips. 

Fincher logró convertir su trabajo fuera del cine no en una fría representación de algo, sino en ideas interesantes, especialmente desde el punto de vista del uso de efectos especiales de vanguardia, con una narración esencial puntuada por el ritmo musical, la verdadera piedra angular de todo su obra. 

Precisamente, para satisfacer esta necesidad de dirigir videoclips y comerciales con total libertad (concepto bien presente para toda la generación de New Hollywood), Fincher fundó, junto con otros directores, Propaganda Films en 1984. 

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Alien 3, dirigida por David Fincher

Filmografía David Fincher: Alien 3 (1992)

En 1992 llegó el debut como director de la tercera entrega de la franquicia de ciencia ficción Alien. Para David Fincher fue una experiencia insatisfactoria: “Mucha gente odiaba Alien 3, pero nadie la odiaba más que yo”. Afirmación contundente pero justificada, debido a una producción asfixiante, en la que una multitud de guionistas, directores, productores se turnaron para poner en marcha el proyecto”

La película recibió muchas críticas negativas y fue acusada de no tener el mismo tono que los episodios anteriores dirigidos por Ridley Scott y James Cameron. Pero, a pesar de los reproches y el recorte de más de media hora de su versión, la película presenta temas omnipresentes de su cine. 

En toda la franquicia -que también puede leerse como una crítica al capitalismo-, la enajenación y la familia son cuestiones más importantes que la vida. La película de Fincher se centra en este problema, planteando una generación de hombres abandonados y alienados del sistema que ayudaron a construir.

El puesto de avanzada de Alien 3 es una extensión del paisaje urbano en descomposición que Fincher, abandonando el clásico género de terror, se centra en cuestiones sociales y el drama interior que vive la protagonista, Ellen Ripley (Sigourney Weaver). Fue un punto de inflexión dramático de la saga. Fue nominada al Oscar por efectos especiales. Y fue un fracaso total.

Sumando la gestación del proyecto, que saltó de una mano a la otra, como la decepcionante venta de entradas en comparación con las cifras astronómicas recogidas por los dos capítulos anteriores, la película fue una experiencia negativa que lo ayudaría a crear dentro de sí mismo una continua desconfianza hacia los blockbusters, al mismo tiempo que lo llevará a exigir autonomía sobre los temas de su cine en cualquier proyecto que lidere en el futuro.

Espejos del Pasado: Orson Welles, Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick en la obra de David Fincher

La comparación con Stanley Kubrick está a menudo presente en la crítica de la obra de Fincher, al que podemos sumar otros dos autores: Orson Welles y Alfred Hitchcock. Los tres fueron pioneros del cine enfocado en violencia y la obsesión, que tendrá distintas implicaciones en función de la visión de cada uno. 

Welles, de formación clásica, pone en escena un entorno opresivo, donde la arrogancia y el abuso dominan al individuo impregnado de traumas internos y que difícilmente encuentra una salida. Una sociedad-espejo del personaje, donde todos son títeres de pasiones que llevan a la muerte y a la soledad, o de instituciones que lo aplastan dentro de sus juegos de poder, a veces incluso sin una razón válida, usándolos para una utilidad pública y enferma. 

Hitchcock opta por temática en la que el miedo, la obsesión y la culpa son los conceptos que actúan a través de los personajes, que son capaces de acciones sombrías y a veces sangrientas. Son individuos desviados, con fuertes psicopatías. Una representación detallada de la sociedad en la que no se profundiza sino desde la subjetividad del individuo, totalmente dominado por sentimientos de represión y de culpa, que llevan a su alejamiento de acciones positivas y que lo conducen al crimen y a la locura.

El comienzo de los 70’s fue la época dorada del cine de autor en Hollywood. Kubrick estuvo a la vanguardia del movimiento, con películas que transmiten toda la angustia vivida por sus protagonistas, que en un principio pueden parecer personajes clásicos de historias oscuras, pero a medida que la narración avanza nos encontramos con su deformación por la locura, víctimas involuntarias de algo más grande que ellos mismos.

Los propios temas de David Fincher de finales del siglo XX sobre alienación y descontento, así como el diseño visual de sus películas, descienden de manera marcada de su predecesor. La noción tan Kubrick del hombre solo en el universo, esos antihéroes sin una forma de redención individual posible, es un tema que Fincher reformulará en sus películas.

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David Fincher

David Fincher logra hacerse paso en el cine actual porque, además de ser heredero de estas formas escénicas, se inicia como director en un contexto histórico -el de los 90’s-, en el que las connotaciones subversivas aseguran un gran éxito de taquilla. Por lo tanto, su compromiso con la idea de conmocionar se convertirá en una inclinación común. “Se tiene una responsabilidad por cómo haces sentir al público, y lo que yo quiero es hacerles sentir incómodos”.

Su filmografía se distingue por una alta espectacularización de imágenes, influenciadas sobre todo por la velocidad y el uso del CGI, y marcada por el ritmo musical como guía para la acción. Su identidad innegable de autor surge de un estilo muy buscado, en momentos marcado por un experimentalismo exasperado. Después de todo, su puesta en escena es típica de Hollywood, y se esconde detrás de una sintaxis clásica hasta el punto de que se puede hablar de un autor desaparecido. 

Esta intención de hacerse invisible tiene razones internas y sociales. También atestigua estilísticamente su ideología de la crisis: Fincher inserta un espacio desestabilizador, mostrando en primer plano el juego de la narración que da vida al orden, capaz de crear inquietud y perturbación. El autor desaparece, no en el sentido de un director que se anula en favor del código cinematográfico al que se adhiere, sino porque decide dejar que la imagen revele su profundo significado y al mismo tiempo, revela la vacuidad de los formas sociales que contiene. 

Fincher satura su propia puesta en escena con contenidos inquietantes, reelaborando los modelos narrativos, brindando un cine innovador y sofisticado. Sin embargo, si queremos buscar su firma, podríamos verla en la minuciosidad impecable y experimental de los créditos iniciales de todas sus películas y en la inclusión ocasional dentro de la narrativa de secuencias que imitan la estructura de los videoclips, respondiendo a un intento de puro virtuosismo. 

Todo ello consigue dar vida en sus proyectos a un espectáculo variado que apunta al asombro y la completa identificación del espectador, aprisionado en los mecanismos crudos y angustiosos de sus películas.

¿Qué caracteriza el cine de David Fincher?

Sus películas se construyen con materiales dramáticos y asfixiantes, convertidos en fábulas carentes de sentimentalismos de cualquier tipo. Sus cintas revuelven el carácter trágico del destino humano, aseverando que toda victoria moral supone una derrota material. 

La auténtica entraña artística de esta producción cinematográfica es que no se limita a un único sentido y no tiene necesariamente una conclusión definitiva, y mucho menos feliz. Posee un contundente trasfondo simbólico que les otorga un aura de complejidad, de profundidad, incluso de belleza. Su preocupación fundamental reside en el valor ideal de los actos y gestos humanos.

Es evidente que no podemos olvidar de pronto su visión pesimista de la vida. A pesar del turbio fatalismo que destilan sus ficciones, siempre hay personajes que nos enseñan que la esperanza aún es posible por remota que sea. Una película de David Fincher es, en su aspecto más superficial, una historia de acción llena de dramatismo cruel, situada en escenarios urbanos teñidos de un agrio salvajismo. 

La vulgaridad no forma parte de su cine: su estilo sobrio -capaz de mostrar con frialdad el acto más atroz, el personaje más despreciable, el espacio más aterrador-, está lleno de imágenes perturbadoras, plagadas de ambiguos apuntes visuales que le permiten reflexionar sobre el sentido de la propia ficción y sobre la retorcida psicología de sus antihéroes. 

Ahí están los flashbacks que sintetizan los atormentados recuerdos de Nicholas Van Orton (Michel Douglas) en The Game (El Juego, 1997), que Fincher usa para teorizar acerca de su fragmentación mental y espiritual, o el encadenado de planos que muestra las actividades laborales de Jack en Fight Club (El Club de la Pelea, 1999), el cual, lejos de entorpecer el ritmo de la cinta, aumentan su poder de sugestión.

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Brad Pitt y Morgan Freeman, Se7en (1995)

Filmografía David Fincher: Se7en (1995)

Pero, ¿cuál es el alma de la obra de David Fincher? Durante la secuencia final de Se7en, el Mal parece hallarse sometido, dominado en medio del campo, expuesto por la brillante luz del sol, aislado del oscuro escenario urbano que le daba cobijo. Sin embargo, es en ese instante cuando el Mal despliega toda su capacidad destructiva. La pugna entre la luz y las tinieblas en el cine de David Fincher es, en realidad, la pugna entre lo real y lo falso, entre la vida verdadera y los simulacros. 

Por un lado, la frágil consistencia moral de las personas, su hueca entereza intelectual; por otro lado el Mal, instintos apenas controlados en una sociedad bárbara y oscura que ofrece tentaciones y amenazas, atravesada por una inquietante multitud de símbolos benéficos y perversos, repulsivos y bellos, serenos o tortuosos. 

La textura cinematográfica de Se7en se muestra al mismo tiempo como una geografía abstracta y como una tragedia humana, construida con tal profusión de detalles que lleva la participación emocional del espectador hasta el límite.

No es sólo la precisión dramática de la puesta en escena, ni la atmosférica recreación de un entorno físico y anímico deprimente y amenazador, sino la visualización de los más nihilistas pensamientos, de las emociones más angustiantes, de la más esperanzada búsqueda de la virtud.

Se7en es, sin lugar a dudas, una escalofriante historia de horror, aunque el terror que destilan sus imágenes nada tiene que ver con los tópicos del género. Carece de las excusas y coartadas míticas, sobrenaturales o psicológicas de uso frecuente. El terror provocado por la película tiene unas raíces teológicas y filosóficas del tipo existencial. Cuenta con la violencia, la soledad y paranoia que envuelve y domina a la sociedad urbana moderna: un espacio donde el materialismo ha ganado la partida al espíritu, donde la amoralidad y el egoísmo predominan sin que esto parezca preocupar a nadie.

Tal vez por costumbre, por apatía o por sumisión a unas normas no escritas que todo el mundo parece aceptar. Capta el furioso proceso de degradación de lo humano: el tormento de vivir en un mundo carente de emociones, de ideas, de ilusiones. Sin embargo, la exposición del alma moderna es contemplada a través de los ojos del más inhumano de los personajes: el asesino en serie John Doe (en una extraordinaria composición de Kevin Spacey). 

La mirada del psicópata actúa como guía en este martirio transitorio. Su anonimato roza lo atroz, facilitando una total impunidad para cometer sus crímenes. Pero además le sirve para erigirse en una especie de conciencia colectiva que lo exime de cualquier responsabilidad o culpa. John Doe, corroído y corrompido por el asco que siente hacia la sociedad, se anula como individuo para llevar a cabo ‘el mandato divino’ que le ha sido asignado. 

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Créditos iniciales de Se7en (1995)

“Lo importante no soy yo, sino lo que hago, mi obra…”. Observando una estricta ética mal enraizada en el más intolerante puritanismo, John Doe mata para purificar el mundo. Paciente y meticuloso, sin perder jamás el control, actúa convencido de que está haciendo lo correcto. Ironías del destino, quizá no sea un loco, como afirma con desprecio el detective Mills (Brad Pitt), sino un ser humano desesperado que pide ayuda desde el umbral que separa la locura de la razón.

“Sólo una sociedad tan hipócrita como la nuestra es capaz de considerar inocentes a las personas que maté”, exclama Doe, consciente de la retorcida paradoja que encierra sus palabras, mientras su mirada no puede esconder un gesto de amargura. Una estremecedora ambigüedad preside sus actos, cuyos ecos se perciben en la personalidad del detective Somerset (Morgan Freeman), desencantado policía a punto de jubilarse, harto de toda la vileza que contempla cada día. 

Su astucia para interpretar las turbias implicaciones morales de los asesinatos, su precisa y estudiada ejecución se asienta en la íntima comprensión de Doe.

No en vano varios rasgos personales los acercan: Somerset también es paciente y meticuloso en su trabajo, al cual lleva entregado demasiado tiempo. Se guía por un recto y escéptico código ético a la hora de ejercerlo, pero, a diferencia del asesino, Somerset no aborrece a la patética Humanidad que se convulsiona a su alrededor: sólo la compadece, sin dejarse arrastrar por sus emociones. 

Por el contrario, su eventual compañero Mills, incapaz de dominar sus tempestuosos impulsos, se verá superado por los acontecimientos. Ignorante de lo que está ocurriendo, Mills se convierte en una pieza fundamental en el rompecabezas de sangre y muerte propuesto por Doe.

Se7en debe gran parte de su excelencia al guion de Andrew Walker. Su equilibrada construcción narrativa exterioriza con fuerza el nihilismo que la historia vomita por todos sus poros -su enfermiza fascinación por el mal como fuerza catártica-, gracias a relaciones humanas creíbles, situaciones intensas y diálogos dramáticos. 

Nada es dejado al azar. Incluso un personaje tan descolgado de la acción principal como la esposa de Mills, Tracy (Gwyneth Paltrow), tiene una función muy clara dentro del relato: destaca el frágil idealismo del detective, empeñado en salvar al mundo cuando es incapaz de apoyar a su mujer, que se siente desamparada en el hostil medio urbano en que habita; además refuerza la angustia existencial de Somerset y proporciona al film un final tan inesperado como brutal.

David Fincher es un visionario de la ambivalencia que descansa en todas las cosas de este mundo. Aunque el predominio de imágenes negativas, tenebrosas, decanta este dualismo por el lado oscuro de la naturaleza humana, su sensibilidad para dar textura cinematográfica al horror, para crear atmósferas insanas, es extraordinaria. 

Un sofocante y decadente ambiente que ensucia los decorados donde se encuentran las víctimas: la basura y los alimentos almacenados se mezclan y amontonan entre cucarachas y comida putrefacta; las paredes manchadas de rojo en el cubículo de la prostituta destripada.

La apagada y grisácea luminosidad que baña los exteriores, siempre lluviosos, o ciertos interiores como la comisaría y la sala de autopsias; la colección de polaroids que recogen la lenta agonía de Víctor, víctima de la pereza, o el arnés de cuero provisto con el pene-cuchillo utilizado para el crimen de la lujuria.

Los expresivos primeros planos de rostros que son máscaras de maldad o explosiones de dolor, como el rostro desencajado de Mills al comprobar que él es una presa más de la locura homicida de John Doe.

El terror no aparece sólo en la suma de apuntes conceptuales o metafóricos que hilvanan la puesta en escena, sino que se filtra a través de la precisión casi musical de su ritmo.

Quizá por ello el acompasado sonido de un metrónomo acompaña a la escena que abre el film; se percibe en la triste vibración poética de su narrativa que se afianza en la composición de cada plano, donde el espacio, la luz y el color configuran una obra que descubre sentimientos transformados en sentido, al margen de la propia trama argumental. Fincher convierte el estilo en una declaración de principios.

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Brad Pitt, Edward Norton, Fight Club (1999).

Filmografía David Fincher: El Club de la Pelea (1999)

Como quedó demostrado en Se7en y en The Game, el estilo es la creación de un universo expresivo propio. El dinámico estilo de David Fincher se asienta en una perfecta combinación de detalles visuales capaces de provocar esa chispa sin la cual una película está muerta. Detalles que establecen la interacción entre las diversas tramas y líneas temáticas; que marcan los distintos giros que el autor introduce en el relato para provocar éste o aquel efecto directo o indirecto sobre la audiencia. 

El universo cinematográfico de Fincher está repleto de realidades imaginadas, zonas de sombra, horror, sueños manchados por una realidad repulsiva; por una búsqueda de lo que se sabe perdido de antemano, voces de lugares próximos al infierno, la muerte.

Emociones evocadas gracias a un estudiado juego de luces; mediante un decorado o un objeto captado de manera distraída. Una poética que muestra su desencanto de un modo inmediato y desgarrador. Fight Club es lirismo nihilista, de negros contornos románticos, que nace de la novela de Chuck Palahniuk de 1996.

La amplia geografía urbana de Estados Unidos se ve perturbada por una tenebrosa actividad humana. Cada noche de cada fin de semana, hombres de las más variadas clases y condiciones sociales se concentran en lugares solitarios -sucios sótanos o estacionamientos-, para pelear entre ellos. No hay motivo alguno para el combate: sin odios ni rencores.

Nada de camisas ni zapatos; dos hombres por pelea; un combate cada vez; cuando uno de los contendientes se rinde, la pelea se acaba… Pero, sobre todo, una sola regla: nadie debe hablar del club de la pelea. 

Pero bajo la apariencia de un sórdido thriller se esconde algo más. Nacido en Portland, Oregón, en 1964, Palahniuk escribió mortificado por la rabia hacia una sociedad alienante que niega cualquier oportunidad de realización personal bajo los dictados del consumismo, de la ilusión mediática, del aislamiento emocional, de la paranoia colectiva. 

“Somos los hijos medianos de la historia, educados por la televisión para creer que un día seremos millonarios, estrellas del cine y estrellas del rock. Pero no es así. Y acabamos de darnos cuenta”, afirmó el escritor. La violencia es la primitiva catarsis que alienta en los individuos el espejismo de una total confianza en sí mismos.

La adaptación de Fincher es una película apasionante y extraña al mismo tiempo, que propone una visión cínica y sórdida sobre el mundo que nos rodea. El director supera los planteos de la novela, pese a seguir con bastante fidelidad su desarrollo argumental. Palahniuk hace creer al anónimo antihéroe que su alma ha ido a parar al cielo, donde discute con Dios sobre el sentido de la humanidad: “No somos especiales. Tampoco somos escoria o basura. Simplemente somos. Somos y ya está, y lo que pasa, simplemente pasa”, exclama el Narrador. 

En realidad está postrado en la cama de un hospital recuperándose de sus heridas y su desquiciada psique se niega a integrarse al mundo real, aterrorizado por las fuerzas que ha liberado.

“De vez en cuando alguien me trae la bandeja con el almuerzo y las medicinas, y lleva un ojo morado o la frente hinchada con puntos de sutura, me dice: ‘Lo echamos de menos, señor Durden’…”. De este modo, Palahniuk domina el espíritu anárquico de la novela, transformando a su curioso protagonista en un demente, sin posibilidad de redención, devorado por sus ansias de libertad.

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Brad Pitt y Edward Norton, Fight Club (1999)
Filmografía David Fincher: Solo Pierde el que no Pelea

Por su parte, David Fincher convierte al Narrador (Edward Norton), una vez liberado de su tenebroso doble Tyler Durden (Brad Pitt), en un lúcido y aterrador profeta del apocalipsis. Mientras agoniza cogido a la mano de su adorada Marla (Helena Bonham-Carter), otra ‘outsider’, contempla cómo los arrogantes rascacielos de la ciudad se desploman envueltos en llamas, destrozados por las bombas que colocó, en una imagen tan hermosa como atroz, impregnada de una embriagadora y malsana sensación de paz.

Imagen que, coherentemente, se distorsionará, temblorosa, no sin antes dejar ver de manera fugaz la foto de un pene, como esos penes erectos que Tyler inserta en medio de películas de dibujos animados de Walt Disney.

Fincher destruye la impresión de seguridad del espectador enfrentándolo a aquello que no conoce: su propio yo en rebeldía con la sociedad. Pero lo hace trazando un perfil discontinuo e irónico de la narración, en parte provocativo y salvaje, en parte metódico y casi experimental. Esta duplicidad, lejos de ser contrastada, se revela como una compacta intencionalidad.

La inquietud en la pasión y en el intelecto constituyen la disconformidad con las actuales condiciones de vida moral y material. La primera hace palpables los signos de esa angustia; la segunda busca las salidas adecuadas para toda la energía liberadora, aquí presente en la violencia, locura y la muerte. 

Desde los créditos de apertura, la película ya nos advierte sobre esto: un larguísimo viaje desde los terminales nerviosos de un organismo humano hasta el punto de mira de la pistola, muestra al Narrador encañonado por su alter ego Tyler Durden, -aunque nosotros aún no lo sabemos-, iniciándose así ese peculiar ritual exorcista que es la cinta, destinado a liberar las pulsiones oscuras del protagonista. 

Viaje equiparable al que Fincher, con fina ironía, realiza desde el fondo de una papelera llena de desperdicios para mostrar el escenario en donde inicia la ficción: la deprimente oficina en la cual se gana la vida el Narrador. 

Fincher, como artista de las angustias existenciales, no reduce su labor a un astuto juego de simetrías, de maliciosos comentarios dentro del plano. Logra combinar los factores objetivos de la narración: qué pasa, a quién le pasa y por qué le pasa, con los diferentes elementos subjetivos de la puesta en escena. 

El solitario Narrador se halla sentado en inodoro mirando una revista: todo parece indicar que va a masturbarse, pero, en realidad, lo que observa con placer es un catálogo de muebles. La voz en off del Narrador nos habla sobre los peligros del consumismo exacerbado a la vez que una elegante panorámica muestra como su departamento se va decorando de muebles junto a los cuales aparecen la referencia del objeto, su descripción comercial y su precio, igual que en las páginas del catálogo.

Lo más sorprendente es la libertad que exhibe Fincher al correr riesgos, entre los cuales figuran no inscribir su película a ningún género más o menos codificado, abatir la lógica de la narrativa convencional sin ser tramposo y creer en una forma cinematográfica abierta, donde todo es válido y nada concluyente. 

Aquel momento en que el Narrador se sale del relato para explicarnos quién es Tyler Durden, al tiempo que éste desarrolla sus diversas actividades laborales y subversivas.

El Narrador, pese hallarse en el espacio fílmico de la acción, se asemeja a un locutor televisivo, ajeno a lo que describe; y aunque Tyler Durden pervierta cine infantil insertando fotogramas pornográficos cuando ejerce de proyeccionista, u orine en la sopa del refinado restaurante donde sirve mesas, no le impide rectificar las apreciaciones del Narrador, si bien no forma parte de su mundo físico, de su espacio vital.

La rítmica esquizofrenia que preside la secuencia, y toda la película en general, carece de trucos. El Narrador y Tyler Durden, el Jekyll de las frustraciones y el Hyde de la desenfrenada y peligrosa utopía, son las fuerzas sobre las que David Fincher construye la entidad del relato.

El pequeño y aséptico apartamento del Narrador contrasta con el amplio y ruinoso caserón de Durden; ambos se hablan, comen, se pelean o discuten siempre a solas, jamás en presencia de alguien; cuando uno de ellos actúa delante de otros personajes, el otro es mudo testigo de lo que acontece; Marla coge con Tyler Durden pero intenta mantener algo parecido a una relación sentimental con el Narrador.

Incluso son opuestos en apariencia: Durden es atractivo, cool y arrogante, mientras que el Narrador es feo, depresivo y viste con corrección corporativa. Incluso Fincher llega a repetir los mismos planos pero con diferente personaje: alternativamente, el Narrador y Tyler observan desde la misma ventana cómo cada uno de ellos increpa a los miembro del llamado Proyecto Mannheim, suerte de secta terrorista montada por Durden.

Fight Club concilia en sus imágenes lo cotidiano y lo mítico, lo misterioso y lo ridículo, lo terrorífico y lo íntimo. Su exaltada incorrección política puede llegar a molestar, e incluso a ser incomprendida. La crítica más reaccionaria y los voceros del sistema la acusaron de fascista, sin pensar que la película refleja un inquietante estado de cosas. 

En sus imágenes se encuentran decenas de sugerencias e insinuaciones reflexivas, acopladas a un fino sentido de lo siniestro. El relato acentúa la lucha interior del protagonista, el carácter onírico de su vivencia, donde la seca contundencia de los gestos, de las miradas, adquieren la imprecisión de las pesadillas.

Uno de los aspectos más interesantes reside en su forma de destruir la narrativa convencional mediante su giro argumental del final, gracias al cual descubrimos que el Narrador y Tyler son la misma persona, las dos caras de un mismo sujeto que ha creado su propio alter ego capaz de llevar a cabo aquello que su yo consciente es incapaz de realizar. 

La idea, desde luego, no es nueva, pero lo atractivo reside en la forma como Fincher construye su puesta en escena, de manera que ese dato, crucial para el entendimiento lineal del relato, está en todo momento a la vista del espectador que sepa leer entre líneas -o entre planos-. 

Lo cierto es que a partir de Se7en, cada una de las obras de David Fincher se ha convertido de algún modo en un acontecimiento. Fight Club se convirtió en una película de culto. Si Fincher ya se había ganado el favor del público y la atención de ciertos sectores críticos, con este film pasó a ser alguien a tener en cuenta, incluso en los círculos más exigentes de la industria.

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David Fincher y Jodie Foster, La Habitación del Pánico

El nombre Fincher designa una manera de hacer cine dentro de la industria hollywoodense: aquella que permite tener cierto control formal sobre una película, siempre y cuando a cambio haya también algunas contraprestaciones: no enredar la preproducción y aceptar ciertas sugerencias, entre ellas, que jamás caiga en el aburrimiento si cabe disfrazarlo de dinamismo. 

Hasta cierto punto, tiene en sus manos un cheque en blanco antes de empezar sus films, y muchos actores taquilleros se pelean por trabajar en sus proyectos. De hecho, nunca ha renunciado a contar con una estrella para ninguna de sus obras. Sigourney Weaver, Morgan Freeman, Brad Pitt, Gwyneth Paltrow, Sean Penn, Michael Douglas, Edward Norton, Jodie Foster, Daniel Craig, Ben Affleck y Gary Oldman han protagonizado sus historias. 

Por eso busca riesgos entrecomillados, es decir, riesgos que no lo sean tanto gracias al respaldo de un gran estudio, una o varios actores de primera línea que aseguren ingresos mínimos y, de ser posible, un buen guionista, sin olvidarse de los mejores técnicos del mercado. Cuando la industria cinematográfica norteamericana quiere apostar fuerte, e incluso arriesgar, lo hace siempre sobre seguro. 

La Habitación del Pánico (2002)

Panic Room (La Habitación del Pánico, 2002) es una continuación lógica del discurso de Fincher sobre la sociedad moderna, hipotecada por el consumismo para paliar así su inercia emocional. 

Meg (Jodie Foster en una interpretación magnífica), no es tan diferente de los de Fight Club o The Game: a su manera, ella vive asimismo una desintegración de su universo. Tras la separación de su marido, tres ladrones entran en su lujosa casa nueva en plena noche, obligándolas a ella y a su hija a esconderse en la habitación diseñada por el anterior propietario para protegerse de posibles asaltos. Equipada con monitores de vídeo, puertas de acero y alimentos por si el asedio durase mucho tiempo, la habitación contrarresta con su firmeza la debilidad de sus ocupantes. 

Como ya le sucedía a Edward Norton en Fight Club, cuando descubría bajo la apariencia perfecta de su apartamento el rostro de la inanidad o a Michael Douglas cuando descubría en The Game lo rápido que desaparece aquello que se cree más real, a Meg su habitación no le sirve de nada para paliar su claustrofobia o para ayudar a su hija Sara (Kristen Stewart) mientras va entrando en coma por no tener su medicamento a mano.

La historia se beneficia de la astucia de David Fincher para convertir un espacio cerrado en una caja de sorpresas. Como él mismo dijo: “La experiencia de rodar Panic Room fue como jugar con un cubo de Rubik”. Porque aunque haya sombras moviéndose detrás de las puertas, lo importante para el director era establecer un continuo juego de dispersión y convergencia, ubicando a los pocos personajes de la historia en distintos puntos de la casa, haciéndolos coincidir en determinados casos, siguiendo siempre los patrones del mejor cine de suspenso, sin renunciar a cierto grado de autoría.

David Fincher propone un juego que desvela las miserias existenciales de los seres humanos en una sociedad como la actual, presuntamente preparada para proteger a sus ciudadanos de las amenazas exteriores, sin darse cuenta de que mientras luchan contra el miedo externo -ése que representan quienes viven fuera del orden social-, se revelan otros miedos más atávicos, aún peores. De poco sirven los muros más sólidos si detrás de ellos se esconden los seres humanos más frágiles y vulnerables, seres de poca resistencia física y menos resistencia emocional. 

Lo que viene a poner de relieve una película como Panic Room es la relación directa que hay entre los métodos sociales de encierro y aislamiento en cárceles-casas y su consecuencia directa: la materialización de dichas amenazas. Una casa opulenta no puede evitar ser blanco de los ladrones; y una habitación del pánico sólo encuentra su coherencia al ser útil. La conciencia del peligro es ya de por sí un peligro, o al menos una parte importante. Y la sociedad moderna, con sus sistemas de seguridad, es un museo del miedo.

Meg acaba viéndose en la misma tesitura, aunque en su caso sea porque si no reacciona pronto su hija morirá. Es una mujer recién divorciada tras una ruptura traumática; y allí donde creía haber establecido unas reglas -es decir, en su hogar-, se encuentra con su opuesto: un territorio ajeno, tan amenazador como la ciudad de Se7en o la agencia de juegos de The Game

Potenciada por la oscuridad de los planos y la insistencia en el silencio -cuyo mejor contrapunto es la música de Howard Shore-, el clima de la cinta atraviesa varias fases, que van del miedo inicial a los intrusos al miedo posterior de Meg a causa de su claustrofobia, terminando en el miedo instintivo de una madre cuya hija está a punto de morir si no arriesga su vida enseguida y sale de la habitación del pánico para enfrentarse afuera a un miedo más real, pero en definitiva menos insoportable: un miedo contra el que al menos se tiene la posibilidad de defenderse. 

El mal, como dejaba claro Se7en, sólo es capaz de vencer al individuo cuando lo obliga a utilizar sus mismas armas, al equiparar las fuerzas que hay en un enfrentamiento, volviéndose verdugos y víctimas a la vez, una mezcla uniforme en la que nadie gana.

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Zodiac (2007)

Zodiac (2007)

Dentro de la crónica negra de los Estados Unidos, el Asesino del Zodíaco ocupa un lugar privilegiado, como el misterioso psycho killer que jamás fue identificado o detenido por la policía. Con motivo del estreno de Se7en, David Fincher declaró: “No sé hasta qué punto las películas deberían entretener. Siempre me ha interesado que el cine incomode”. 

Tal vez semejante interés, palpable en films como The Game, Fight Club o Panic Room, sea el reflejo de una sombría visión del mundo, forjada ya en la infancia. En cierto modo lo fue, pero no porque Fincher fuera un niño desdichado, sino a causa de un suceso que lo alarmó de manera imprecisa y oscura. 

Tuvo lugar en la localidad de San Anselmo, en el agradable barrio residencial donde el pequeño David, según sus declaraciones, creció feliz. “Solamente hubo algo que rompió esa imagen idílica. Cuando tenía siete años, la presencia del Asesino del Zodíaco se notaba en todas partes, y durante seis u ocho meses, muestro pequeño autobús amarillo para ir a la escuela era seguido de cerca por una patrulla de la California Highway Patrol…”

Si aún nos queda alguna duda acerca del carácter obsesivo del cine de Fincher, alimentado por sombras y demonios -en ocasiones no del todo claros ni para él mismo-, no podemos ignorar que Se7en habla sobre cómo los seres humanos se han vuelto insensibles a su paulatino embrutecimiento ético, en medio de un océano de sangre y crueldad, de vanidad y corrupción; ni negar que The Game es un corrosivo retrato de una sociedad en la que el triunfo económico/social importa por encima de todo.

 ¿Quién no se ha sentido alguna vez extraño con relación al mundo que le rodea, a la vez que ha deseado romper con todo, tal y como le sucede al protagonista de Fight Club? Y, en este progresivo ‘descenso a los infiernos’, ¿qué puede provocarnos mayor desesperación que ver nuestro propio hogar, símbolo de seguridad y de confort, convertido en una prisión de la que es imposible huir, mientras un grupo de desconocidos intentan robarnos, como sucede en Panic Room

Zodiac es una especie de obra de arte total, donde la pugna entre la luz y las tinieblas es, en realidad, un despiadado ensayo alrededor de la frágil consistencia moral del hombre que se somete a los temblores de una sociedad bárbara y oscura, desbordante de amenazas. El film parece un documental y no una película de ficción: éste es uno de sus principales méritos y, a la vez, uno de sus principales defectos. Está basada en los textos del que fuera caricaturista del San Francisco Chronicle, Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal), quien vivió muy de cerca el caso de Zodíaco.

Las complicaciones de la investigación están reflejadas a la perfección en la narrativa, incluidas las performance del psicópata, que no están espectacularizadas, a pesar de que Fincher es capaz de mostrar con especial talento el acto más despreciable o el espacio más inquietante, atrapando a la audiencia en la hipnótica sucesión de imágenes perturbadoras.

Ambientado en los 70’s, el film recuerda en su desarrollo a All President’s Men (Todos los Hombres del Presidente, 1976), de Alan Pakula, que recorre la investigación de los dos periodistas del Washington Post que descubrieron el Watergate. David Fincher, en oposición a los aberrantes asesinatos de ‘Zodíaco’, refleja la cotidianidad de las investigaciones -la periodística y la policial-, en la que todo lo que se dice tiene interés, lógica, y está desprovisto de trivialidades. Apoyándose constantemente, eso sí, en acciones físicas o planos dotados de un sentido que supera a las mismas palabras.

Es una película más sobre procesos que sobre personajes, en la que los caracteres se desarrollan al ritmo de los procedimientos. 

Fincher no hace distinción entre tema y forma. Únicamente hay dos momentos en los que el realizador recurre a elementos estéticos más seductores, más modernos, los cuales comentan la ficción alejándose de la supuesta y falsa neutralidad documental.

La escena en que Graysmith sigue con la mirada a los detectives -que están de visita en el periódico- y el contenido de las cartas del Zodíaco, sus pictogramas y símbolos, aparecen fantasmáticamente al paso de los policías en las paredes, en cada recoveco de la redacción, como si fueran los muebles del catálogo en Fight Club: un instante que hace hincapié en la progresiva neurosis obsesiva del caricaturista por averiguar quién es el asesino. 

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Zodiac (2007)

El otro elemento estético utilizado por Fincher es la acelerada construcción a plano fijo -digna de un spot publicitario- de uno de los más populares edificios de San Francisco, el Transamerica Pyramid, erigido entre 1969 y 1972. De una manera monótona, expresa el veloz paso del tiempo, capaz de cobijar el triunfal alzamiento de un rascacielos, falso símbolo de la prosperidad y seguridad, y una fracasada acción policial incapaz de atrapar a un asesino, la perfecta antítesis de lo que encarna el edificio.

Zodiac opera a cuatro niveles narrativos (crímenes / investigación / cotidianidad / obsesión), pero hay un quinto nivel que se presta a lecturas mucho más coyunturales: el miedo que provoca el psicópata aviva la paranoia por la seguridad de una sociedad estadounidense hipersensible a cualquier violencia que atente contra el sistema, pero indiferente a lo que ese sistema genera y que, al mismo tiempo, es escéptica ante las medidas adoptadas por las autoridades para proteger sus vidas. 

La escena en que Graysmith prefiere llevar él mismo a su hijo al colegio, en su coche, antes que dejar que suba al autobús escolar -que evoca la experiencia infantil de David Fincher-, resulta paradigmática. 

Al igual que el momento en que, camino al colegio, intenta sintonizar una emisora de radio que no hable del Zodíaco. Los medios de comunicación -insinúa la película-, son los que alimentan y venden esa paranoia. Mientras los helicópteros sobrevuelan la ciudad de San Francisco, la gente permanece encerrada en sus casas atemorizada por un asesino que mata por placer, aleatoriamente, sin objetivos definidos ni móviles sexuales. 

No hay referencias explícitas a la guerra de Vietnam, al controvertido discurso de Nixon (3 de noviembre de 1969) pidiendo el apoyo de la nación a las tropas que luchan en el sudoeste asiático, a las manifestaciones antibélicas, a la contracultura, a los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos, ni a referencias a la naciente crisis urbana, con un espectacular repunte de la inseguridad ciudadana. Pero quizá no haga falta: todo ello está ahí, en la atmósfera, tejida por múltiples matices. 

Zodiac carece de final hollywoodiense ya que concluye fiel a la realidad, sin despejar las incógnitas. Eso acaba por redondear una excelente película, llena de sutilezas formales, cuyas imágenes incorporan numerosas acotaciones, reflexiones sobre el arte de contar una historia, sobre su texto y su contexto. No fue un éxito de taquilla ni de crítica, pues su recorrido artístico no se fundamenta en lo evidente, sino en lo subterráneo. Y ahí radica su magia, su fascinación. 

Basándose en la historia real de un asesino en serie que publicaba pistas sobre sus crímenes en forma de criptogramas enviados a los periódicos, Fincher nos interroga sobre la posibilidad/imposibilidad de contar una historia hoy en día. El director venía debatiendo sobre la posibilidad de ‘aprehender’ lo real en sus anteriores películas, que giraban, de una manera u otra, sobre el desconcierto ante la realidad, sobre las apariencias, sobre la mentira de lo real y la verdad que se esconde bajo esa mentira.

The Game y Fight Club son dos ejemplos representativos sobre los problemas que plantea nuestra relación con nuestras creencias. En esas películas, los protagonistas se enfrentaban a una ficción que tomaban como real, y que debían desenmascarar.

En Zodiac, Fincher retoma esa idea llevándola al límite de lo indescifrable: la realidad no es sólo algo mentiroso, sino que además está tremendamente codificada, oculta bajo los criptogramas de un asesino psicópata, escondida bajo cientos de pistas falsas, de pistas verdaderas pero imposibles de demostrar, tras una sobredosis de información que hace imposible orientarse y recomponer y ordenar el relato de lo sucedido.

Con Zodiac, David Fincher ya no se contenta con preguntarnos si lo que vemos es o no un decorado, sino que plantea la duda de si es posible o no contar a los demás eso que estamos viendo. Así, el verdadero reto del protagonista -un dibujante de tiras cómicas que se obsesiona con ese asesino en serie al que nadie consigue atrapar-, no es tanto destapar la verdad, verdad que por otro lado está prácticamente a la vista de todos, sino demostrarla.

Es decir: ser capaz de contarla, de recomponerla, de darle un orden de causa-efecto que demuestre que el asesino es quien él piensa que es. De construir un relato con ella. Reto que finalmente se revela imposible, y que es el mismo que se le plantea a un director a la hora de rodar una película: ordenar la realidad para contarla. Y descubrir en el camino que quizás ya no es posible. 

Zodiac es la historia de varias fracasos: el de los protagonistas, enfrascados en una obsesión que amenaza con consumirlos, y el de la ficción, incapaz de imponer sus normas a lo real; por más que queramos, la realidad no se ajusta a las imposiciones de la causa-efecto del relato clásico.

Por eso, si hay quien considera Fight Club como un manifiesto anti-globalización, Zodiac tendría que ser considerada como una bomba contra todo lo que encarna Hollywood, entendido como sistema normalizado de contar historias. Bomba construida con los materiales del propio Hollywood y siguiendo sus inofensivas recetas para hacer películas/blockbusters. 

Valiéndose de las herramientas que la narración convencional pone a su disposición, Fincher pretende romper el canon, introduciendo lo que más daño puede hacer: la duda, el debate. La peligrosa posibilidad de que no se pueden contar más historias, sino tan sólo fragmentos inconexos, imposibles de armar entre sí. Para todos aquellos amantes de Fincher y sus propuestas visuales, Zodiac puede decepcionar, porque los movimientos de cámara imposibles y los relatos mareantes han dado paso a una austeridad cinematográfica engañosa y casi clásica, quizás más acorde con la oscuridad renovadora de su propuesta.

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El Curioso Caso de Benjamin Button (2008)

El Curioso Caso de Benjamin Button (2008)

El cine, a pesar de las apariencias, guarda escasos vínculos con la realidad, pero esa es sólo una parte de la historia. La otra es que, pese a su nítida tendencia a lo fantástico, a lo surreal, a lo subjetivo, expresa una curiosa verdad, que únicamente puede enunciarse de manera furtiva, disfrazada de lo que no es. 

En general, las personas no están contentos con su suerte y casi todos desearían llevar una vida diferente a la suya. Para atenuar ese apetito nacieron las ficciones, que adquieren en la pantalla una fuerte impresión de realidad que nada tiene que ver con la realidad exterior indescifrable, con la cosa en sí de Kant: el cine nace de un deseo no satisfecho, de una inconformidad constante.

Para algunos imita a la vida, encapsulándola en una trama de imágenes que ponen al alcance del espectador asuntos más o menos melodramáticos, como la voluble relación del individuo con la historia, los sinsabores del amor, y una visión de la vida como un tragicómico viaje iniciático hacia un trascendente conocimiento superior. 

De ahí esas claras referencias al drama humano que esconden sucesos históricos como la Primera y Segunda Guerra Mundial, la conquista del espacio o la llegada del huracán Katrina. O el romance inconstante, abrupto, entre Benjamin (Brad Pitt) y Daisy (Cate Blanchett); el progresivo ensombrecimiento del carácter de Benjamin. 

Quizá haya quien vea en The Curious Case of Benjamin Button (El Curioso Caso de Benjamin Button, 2008) una perversión del simpático cuento de F. Scott Fitzgerald en el que se inspira, publicado en 1922: una amable fantasía de 40 páginas sobre un varón recién nacido, pero que “arrebujado en una gruesa manta blanca, y parcialmente encajonado en una de las cunas, aguardaba sentado un viejo de unos setenta años”, y cuyo desarrollo hacia la edad adulta es, en realidad, un rejuvenecido y delirante tránsito hacia la infancia.

Una situación que permite al autor de The Great Gatsby (El Gran Gatsby, 1925) efectuar una sátira sobre las convenciones sociales de la época, en torno a la satinada mezquindad de las relaciones humanas, familiares y conyugales. La película de Fincher va más allá: a través de un argumento que apenas guarda relación con el texto de Fitzgerald -exceptuando la premisa básica-, el cineasta estadounidense nos habla del tiempo que nos devora y atraviesa, capaz de concedernos el don de la esperanza o la repetición del hastío. 

Benjamin Button es una fábula fantástica, surreal, subjetiva, que nos habla de la vida como experiencia única y extravagante, salpicada de caprichosas arbitrariedades que oscilan entre lo sublime y lo atroz, entre lo trágico y lo cómico. Una experiencia dominada por la omnipresencia de la muerte, el fatal indicador de de cuán frágil es el universo de las personas, cuán volátiles son sus sueños y emociones. Al igual que los cuentos de hadas, nos invita a reflexionar, a través de las aventuras de su héroe marginal, acerca de cómo es un mundo donde el destino segrega una ironía superior. 

David Fincher no ha olvidado su visión pesimista de la vida ni sus intuiciones acerca del carácter trágico del destino humano. Aspira a ser un instrumento de observación, el camino para revisar el modo en que se constituye la memoria, entre olvidos y clichés. La película es una turbadora vivencia conjugada en pasado, contada por gente que ha muerto -como es el caso de Benjamin a través de su diario personal-, o que están agonizando -como le sucede una Daisy ya anciana, postrada en la cama de un hospital acompañada de su hija Caroline (Julia Ormond)-. 

Turbadora vivencia, aderezada por otras historias absolutamente cómicas e imaginarias, trágicas y oníricas, que perfilan una narración tenebrosa:

Tenemos el relato del reloj construido por monsieur Gateau (Elias Koteas) para la estación de Nueva Orleáns, quien tras recibir la noticia de la muerte de su hijo en las trincheras de Francia, concluye su obra haciendo que marque las horas en sentido contrario, con la esperanza que el tiempo vuelva sobre sus pasos y todos aquellos que han fallecido en la guerra regresen sanos y salvos a sus casas -una idea de tal fuerza poética y política, pues lo que propone Fincher en ese fragmento es la resurrección de las víctimas de la Historia, su posibilidad de redención-; o el viejo del asilo que relata una y otra vez cómo resistió siete veces al impacto de un rayo. 

Fincher recurre a la poética del cine mudo para plasmar estos instantes dominados por el sueño y la tristeza, el absurdo y la caricatura que no ocultan su trasfondo trágico. Una atmósfera onírica a través de los comienzos del cine: el relato de Gateau y su reloj, con las imágenes en sepia, con todos los defectos de una película muda -manchas, rayas, problemas de arrastre, oscilaciones de luz-, quebradas por esa imagen fascinante de su hijo en el campo de batalla, el cual empieza a repetir sus movimientos hacia atrás, retrocediendo en el tiempo; o la manera que tiene Benjamin de recrear en su mente las historias del viejo del rayo, por medio de un sketch cómico.

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El Curioso Caso de Benjamin Button (2008)

El joven/viejo Benjamin, en los primeros años de su vida, descubre “toda la insignificancia de la vida” tomando el sol junto a los habitantes del asilo, algunos de ellos ya moribundos. Así, no es extraño que averigüe que, más allá de las paredes de su deprimente hogar, hay todo un mundo lleno de emociones y aventuras gracias a su amistad con un pigmeo, Ngunda Oti (Rampai Mo-hadi), un extravagante aventurero quien, entre otras peripecias, fue exhibido en un zoo junto a los monos como parte de un freakshow.

Que descubra los placeres del trabajo (en un destartalado remolcador), el sexo y el whisky (en un burdel), por medio del capitán Mike Clark (Jared Harris), artista frustrado que detesta ser marino; o que sea la sra. Hartan (Marion Zinser), una anciana solitaria y encantadora, quien le revelará cómo la muerte juzga el grado de unión y el tipo de relación que vivimos con nuestros semejantes, con el mundo:

“Todos estamos destinados a ver morir a quienes amamos”. Una amiga a la que Benjamin verá morir sentada en su sillón de lectura, con los ojos entreabiertos mirando el vacío. Por supuesto, seres todos ellos marginados, desdichados como el propio Benjamin, en ocasiones abrumado por lo complejo de sus enseñanzas, por lo sencillo de sus placeres, por lo profundo de su dolor.

Benjamin Button descubre que la sabiduría de la vida consiste en la eliminación de lo no esencial. En reducir los problemas a unos pocos solamente: el goce del hogar, de la naturaleza, del amor. La vida está compuesta de insignificancias; el año, de instantes. Por lo tanto no debe subestimarse nada, por pequeño que parezca. 

Consciente de ello, Benjamin -un hombre joven que atesora la sabiduría de un anciano precisamente porque efectúa su trayecto vital a la inversa-, por encima de lógicos romanticismos juveniles, desea amar y ser amado por Daisy, como síntesis de una vida plena hecha de pequeños y grandes matices. Aunque Daisy es un personaje inmaterial en un principio, una especie de mariposa que revolotea indiferente, su pasión por la danza delimita perfectamente la sensación de una vida que para ella es solo juego, diversión.

Su egoísmo es tan genuino y natural que no tiene nada de extraño que, al principio, rechace el amor sincero e intenso de Benjamin. Su mente está diseñada para el frívolo coqueteo, para los encuentros eróticos puntuales, para fantasías sentimentales más o menos convencionales, por lo que Benjamin quiere de ella está fuera de su alcance. Sólo cuando un accidente arruina su prestigiosa carrera como bailarina, es cuando se da cuenta de la autenticidad de lo que le ofrece Benjamin.

Pero la historia de amor que presenta la película esconde su lado trágico: Benjamin y Daisy son dos vidas que caminan en sentidos opuestos. Él es cada vez más joven, ella envejece. Daisy pasará de ser su amiga, su compañera, su amante, a ser una especie de madre. Benjamin es un enamorado que percibe en simultaneidad la posesión-desposesión que conlleva su romanticismo, reflejo de la dialéctica de polos opuestos que se alimentan y destruyen entre sí: vida-muerte, belleza-decrepitud, placer-dolor. El amor y la muerte están hermanados y luchan con una furia agresiva y creadora a la vez.

Hay un aura melancólica que rodea a los personajes, a los espacios, a los objetos. Además, los efectos especiales se diluyen en el devenir de la narración, sin ansias de recalcar la excepcionalidad técnica de una puesta en escena que juega a cada plano, a cada secuencia, con el doble subjetivismo del relato -el del personaje que narra y el del director-, que le da una sensación de extrañeza a las cosas cotidianas.

David Fincher pone un inquietante punto y seguido a su carrera con una transmutación de la tradición melodramática encarnada en un personaje grotesco que, poco a poco, adquiere los rasgos apolíneos de Brad Pitt. Se trata de poner en evidencia el carácter fantasmático del clasicismo y desenmascarar las mitologías en las que se fundó y cuya evocación actual sólo puede dar lugar al espectro de lo que quiso ser.

Utiliza su narración en flashbacks para consagrar a Caroline como destinataria del testamento de Button, que no consiste en ningún bien material, sino en una enseñanza: sólo se puede vivir invirtiendo el tiempo, es decir, negando la noción capitalista de progreso y aprendiendo de la propia experiencia de manera literal: siendo viejo al principio y joven al final. 

Tras el final imposible de Zodiac, en ese límite donde termina el relato y empieza lo desconocido, dos años después Fincher hace una película desbordante y desconcertante, de corte clásico y aire anticuado.

Como si en ese punto de no retorno hubiese querido mirar atrás y desde ahí, como las agujas del reloj que giran en sentido contrario, recorrer la historia del melodrama clásico de una historia mil y una vez contada: la de un amor imposible, la de dos amantes condenados a vivir su amor fugazmente. Y sin embargo, no es la película convencional que aparenta: por debajo de su aspecto grandilocuente se esconde una mirada al propio cine y a su relación con el mundo ¿real?, además de una profunda invitación a la reinvención del relato. 

No es casualidad que Fincher y su guionista, Eric Roth, apenas hayan respetado el cuento original, introduciendo tantas variaciones, aventuras, capas y detalles, que de Scott Fitzgerald apenas quede un esqueleto mínimo, la idea de un hombre que crece contra el tiempo. En el salto entre el relato original y el film se encuentran muchas de las razones que explican el poder de la película.

Y una diferencia crucial: la decisión de narrar en grandes flashbacks, a través del diario intimo de Benjamin Button leído desde una habitación de hospital, mientras en el exterior se desata el huracán Katrina. Un gesto que no sólo ancla la película a su tiempo, sino que potencia la presencia del relato, de la historia narrada por alguien y dirigida, también, a alguien.

Es casi el reflejo perverso de una historia convencional: una reescritura tan exagerada del melodrama, tan desmedida e inverosímil, que lo único que queda es, precisamente, el acto de narrar. La versión sobrealimentada de las convenciones clásicas termina por ser su propia negación, y sólo queda la voz: Benjamin Button es, por encima de todo, una película que se interroga a sí misma -y a las demás-, sobre su propio oficio.

El film juega constantemente con una estructura dual: dentro/fuera de campo, aquí/allí, él/los otros. Estructura en forma de espejo sobre la que se construye no sólo la relación de Benjamin con el mundo como un outsider, alguien condenando a permanecer siempre en las afueras, sino también las reflexiones que propone.

Desde su propia estructura narrativa, en dos tiempos bien diferenciados, hasta ese constante fuera de campo de la realidad ajena al relato que apenas se asoma por los televisores, por la radio, por los cristales de las ventanas: el triunfo de los Beatles, la llegada del Katrina, la II Guerra Mundial. Esa estructura no es sino la metáfora de una brecha en el corazón de la película, un abismo que no sólo separa a Benjamin del resto del mundo, sino a la película de sus coetáneas: Benjamin Button funciona como un espejo deformante del cine contemporáneo empeñado en mirar atrás. 

Se puede entender la filmografía de Fincher -o sus películas clave-, como una puesta en abismo: miles de espejos en las paredes que reflejan el reflejo de un reflejo, hasta hacer desaparecer el referente real, perdido en un juego infinito de réplicas. Fight Club, Zodiac, The Game e incluso Se7en comparten ese trabajo sobre la realidad y sus ecos. El investigador de Zodiac es incapaz de ordenar las imágenes que le devuelven los espejos (testigos, pruebas), y cuando por fin se sitúa frente al que cree que es el asesino, es incapaz de afirmar si es él o un reflejo más. 

Igualmente, Benjamin es incapaz de explicar si es viejo o joven, si crece o decrece, si vive o muere, o si lo hace todo al mismo tiempo. Como él, los que le acompañan no entienden a un hombre fuera del tiempo que se agarra a sus recuerdos escritos en un diario para conservar su vínculo con el pasado. En ese continuo cuestionamiento sobre lo real, y en la incapacidad para definirla y diferenciarla de sus réplicas, Fincher asume que lo real no es más que una construcción, un relato, entre los muchos posibles. ¿Qué podemos contar, y cómo, si apenas somos capaces de entender y definir qué es lo que tenemos delante?

Frente a la idea tan extendida por el cine y la literatura de Estados Unidos como un país por inventar, Fincher propone la lectura contraria: la de un país nacido viejo, con arrugas y traumas, que necesita dar marcha atrás al reloj para reinventarse.

El tiempo del presente en la película es el del día en que el huracán Katrina arrasó Nueva Orleans. Y mientras descubrimos la historia inversa de Benjamin Button, tras las ventanas se desata el infierno: la catarsis, la lluvia capaz de limpiar y aniquilar para empezar de cero. La metáfora política es más que evidente: un hombre que personaliza el cambio y un cierre apocalíptico pero reparador.

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Rooney Mara y Jesse Eisenberg, La Red Social

La Red Social (2010)

En la secuencia inicial de The Social Network (La Red Social, 2010) vemos una conversación entre Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg) y Erica Albright (Rooney Mara) en el interior de un bar. Durante la charla se van perfilando los rasgos definitorios del carácter de Zuckerberg: su inteligencia, su rapidez oral, su inadaptación, su incapacidad para comunicarse abiertamente y su tendencia al ensimismamiento y a la desconexión con aquello que le rodea. En resumen, aquellas características que más o menos parecen ser la idiosincrasia de todo genio. 

Esta introducción descriptiva es relevante, ya que la película se fundamenta, en gran medida, en la persona de Mark, y en pocos minutos Fincher lo sitúa en un contexto social en el que se hace evidente que no es donde más cómodo se siente, porque esa discusión con su novia será el detonante por el cual Mark comenzará a trabajar en lo que, finalmente, será el germen de Facebook.

La secuencia también guarda relación con el final de la película: Mark se encuentra solo en una sala intentando recuperar la amistad de Erica, a quien no sólo hiere con sus comentarios en el bar sino que también humillará a través de una serie de posteos en su blog. Mark intenta neuróticamente una reconciliación agregándola a como amiga en Facebook, mientras unos letreros nos informan que es el joven más rico del planeta. F5, F5, F5.

The Social Network es, en apariencia, la historia de la creación de Facebook mediante diversos flashbacks que surgen de los problemas jurídicos a las que se enfrentará Zuckenberg, pero en el fondo se trata de una simple excusa, del mismo modo que la narración del caso del Asesino del Zodíaco fue el vehículo para hablar del malestar de la sociedad americana, así como de la imposibilidad de reconstruir ciertos sucesos históricos, o Fight Club fue el pretexto para mostrar cierta confusión ideológica y masculina, qué clase de sociedad se había creado en esos últimos años. En otras palabras, la historia en sí misma importa bastante poco, no así los motivos de aquello que surge como subtexto del film.

Si una película alrededor de Facebook supone obtener una taquilla respetable, resulta llamativo que sucesos tan cercanos en el tiempo sean presentados a modo de Historia. No es algo inusual, por supuesto: Oliver Stone en W. (Oliver Stone, 2008) retrató a George W. Bush durante su mandato; Alan J. Pakula hizo All The President’s Men dos años después de la caída de Richard Nixon; Bill Ray dirigió Shattered Glass (2003) un film sobre cómo Stephen Glass, un periodista de The New Republic, había inventado una serie de artículos falsos cinco años antes.

Al igual que las películas que transcurren o tienen de fondo la guerra de Irak, que no sólo tienen motivaciones ideológicas, propagandísticas o de documentar la actualidad, sino también de alzarse como testimonios históricos. 

Por lo tanto, The Social Network no es rara en el cine actual, como tampoco lo es en cuanto a su estructura narrativa. Pero sí destaca por la puesta en escena elegida por Fincher -en apariencia impersonal-, y en el punto de vista adoptado por el cineasta y por el guionista, Aaron Sorkin, a partir del libro The Accidental Billionaires (Los Billonarios Accidentales, 2009) de Ben Mezrich.

La película no analiza los acontecimientos, como tampoco valora/juzga a los personajes. Fincher intenta adoptar una posición objetiva, por lo que no se sabe de Zuckerberg más allá de lo que vemos en pantalla: no se valora si su forma de ser tiene algún tipo de raíz en su pasado o qué relación mantiene con su familia, en caso de tenerla; en definitiva, parece importar tan sólo por aquello que afecta a la historia, algo que se extiende a todos los personajes, cuya caracterización proviene de los actos que realizan. 

Esta elección tiene mucho que ver con el carácter histórico del film: la cercanía de los hechos impide tener una subjetividad total. Aún no sabemos cuál será en el futuro la consideración del nombre de Zuckerberg, pero a Fincher y a Sorkin esto les interesa menos que una Historia que se escribe cada vez con más rapidez. La distancia temporal entre las causas jurídicas y los sucesos que se debaten en ellas -y que son las que vemos en los flashbacks-, es mínima.

Esa velocidad en el tiempo implica, a su vez, la rapidez en narrar unos sucesos que imponen un ritmo y un montaje acelerado: la naturaleza misma del mundo retratado en la película y de su contexto social. 

Fincher siempre ha sabido elegir la puesta en escena más apropiada para sus películas. En Zodiac retomó la estética del cine norteamericano de los 70’s para, pasado por su filtro personal, construir una excelente película cuya mirada al pasado fracasaba de manera voluntaria para lanzar la idea de la imposibilidad de cualquier reconstrucción histórica en toda su amplitud; en Fight Club adoptó un estilo tan paranoico como la propia historia que narraba, creando un rompecabezas visual. 

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Andrew Garfield, Jesse Eisenberg, la Red Social (2010).

En The Social Network no se trata de trasladar a la pantalla las formas visuales de la red sino el frenesí del mundo informático actual en todas sus vertientes e innovaciones: cómo fue la creación de Facebook, su rápida difusión por todos los continentes, los problemas judiciales resultantes, la capacidad de generar muchísimo dinero en poco tiempo, en su consumo y su utilización.

La rapidez con que se extiende la red, la multitud de posibilidades que otorga para expresarse, la poca reflexión que suele acompañar a esos comentarios, la mayor importancia a las cuestiones cuantitativas que a las cualitativas, todo esto, y más, se encuentra implícito en el estilo. 

Un estilo que acaba cuestionando todo, poniendo en evidencia un mundo cuya velocidad de expansión produce la idea de que sucedió hace mucho. Fincher entiende que cada vez es más difícil procesar toda la información de la que disponemos y con The Social Network critica sin discursos la velocidad de avance de la sociedad, así como los mecanismos capitalistas actuales, que son los de siempre adaptados a la época, capaces de generar alrededor de una simple página de internet un flujo económico de tal magnitud.

Cualquier persona que utilice Facebook es consciente de tener más amigos agregados en su perfil que en la vida real. Algo similar le sucede a Zuckerberg, quien intenta lograr mediante su invención aquello que en persona no supo retener. Es posible que la película trate, en realidad, sobre la amistad; al fin y al cabo, Zuckerberg se enfrentará en una de las las causas judiciales al que posiblemente era su único amigo, con el que creó una red social focalizada en una forma de amistad artificial.

Y aunque Fincher no busca dar una suerte de moraleja, sí logra una película sobre la impersonalidad y la incomunicación de un medio en el que, en teoría, se promueve todo lo contrario; sobre cierta anulación del individuo actual a pesar del mito de la extensión y reafirmación de la persona a través del simulacro virtual. 

La primera sorpresa es que The Social Network no trata sobre las redes sociales. La segunda es que una película sobre Mark Zuckerberg no trata sobre Facebook. La tercera es que una biopic sobre un personaje real, vivo y contemporáneo no es en absoluto una biopic. ¿Pero qué es, entonces, esta obra de Fincher? Es un medio narrativo de difícil catalogación pero capaz de reinventarse para proponernos una nueva reflexión sobre los estragos morales y económicos, pero también sobre la incontenible potencia creadora que puede generar el poder de la inteligencia cuando ésta procede de una mente outsider, no domesticable por los parámetros de la vida social. 

El poder destructor e incluso demoníaco de la inteligencia versaban también Se7en, Fight Club y Zodiac. La diferencia es que mientras en estos títulos el impulso manipulador de la inteligencia procedía de individuos situados manifiestamente fuera del sistema, en The Social Network opera no sólo desde el corazón del establishment -empezando en la universidad de Harvard para continuar en Silicon Valley-, sino que acaba trepando a la cúspide de la pirámide social: allí donde la ficción abandona al protagonista y donde la realidad mantiene hoy al verdadero Zuckerberg. 

¿Qué puede haber encontrado entonces Fincher en la figura de un triunfador social, de un ‘nerd’ que dirige en la actualidad una red social con 3.800 millones de usuarios? La respuesta reside, quizás, en el territorio de la reflexión metacinematográfica, es decir, a la pregunta que había hecho en Zodiac y Benjamin Button de cómo se puede contar una historia hoy en día si no disponemos más que de fragmentos inconexos, de múltiples puntos de vista contrapuestos. 

En consecuencia, la tentación del biopic cede paso al análisis o a la radiografía altamente problematizada de una personalidad controvertida, que acude en pijama y zapatillas a negociar con los grandes financieros, y cuyo retrato, lleno de inquietantes ambigüedades, lo convierte en digno integrante de la galería de outsiders atesorada por la filmografía de Fincher.

Pero también en una especie de alter ego del propio cineasta, en la medida en que -como él mismo reconoce-, la obsesión totalitaria y paranoica del personaje a la hora de crear y desarrollar Facebook es equivalente su empeño por concretar la película que pretende llevar a cabo, aunque para ello tenga que llegar a filmar setenta, e incluso ochenta tomas de algunos planos hasta conseguir provocar en los actores la desestabilización emocional que pretendía capturar con la cámara. 

Y si la red social de Facebook se ramifica en miles de circuitos que se dispersan y se superponen a la vez, así también lo hace la estructura narrativa de la película que se organiza mediante la concurrencia de puntos de vista que se alternan y se superponen sin apenas solución de continuidad:

El del amigo del protagonista Eduardo Saverin (Andrew Garfield), el de los los gemelos Winklevoss (Armie Hammer), el del fundador de Napster Sean Parker (Justin Timberlake), el de la estudiante Erica Albright, el de la joven abogada, el del mismísimo Zuckerberg y el de la propia narración en tercera persona dentro de un mecanismo que alterna la evocación del proceso (gestación, hallazgo y puesta en marcha de Facebook) con el presente del relato (la audiencia judicial contra Zuckerberg).

La historia pone en juego una multiplicidad de debates: la transgresión creativa de la imaginación frente a las limitaciones, el potencial de la innovación y los impulsos destructivos que a veces la acompañan, la lucha por el éxito a cualquier precio y la traición a la amistad, la enfermiza trastienda emocional que se esconde bajo la genialidad. Pero la película elude con impecable limpieza y considerables dosis de elegancia el riesgo de convertirse en un relato discursivo.

En su lugar se abre paso una narración fluida, de estilo dramático, en la que Fincher consigue modular cada cambio de plano, el ritmo del montaje, la intersección entre pasado y presente, el swing de las interpretaciones, el ritmo vertiginoso de unos diálogos cargados de envenenada ironía y arrogancia de clase alta con las resonancias que circulan y subyacen entre cada una de las partes de la película.

Si la primera escena de The Social Network contenía la frase de Erica: “Vas por la vida pensando que no le gustas a las chicas porque eres un nerd, pero no es cierto. La verdad es que seres un gran idiota”, hacia el final de la película Zuckenberg mantiene una discusión con una empleada de su empresa. Dos secuencias que se hacen eco entre sí y nos hacen comprender la personalidad del protagonista.

Entre ambos polos discurre un film que logra un sorprendente milagro, puesto que lleva adentro el aliento de una auténtica tragedia shakespeariana en torno a una figura que, como Charles Foster Kane (Citizen Kane, 1941), alcanza la cúspide del poder mediático en medio de un devastador vacío emocional.

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Rooney Mara, La Chica del Dragón Tatuado (2011)

La Chica del Dragón Tatuado (2011)

Después de terminar el rodaje de The Social Network, el productor Scott Rudin compró los derechos del fenómeno literario de Stieg Larsson, la Saga Millenium. Ya se habían hecho tres correctas películas en Suecia, pero como todo film extranjero, no tenían publico en Estados Unidos. El elegido para dirigir la nueva versión fue Fincher, el genio con el que había hecho el drama shakesperiano sobre Facebook. 

Rudin no era tonto: sólo una mente privilegiada como la de Fincher podía inyectarle oscuridad a un bestseller de por sí sombrío. Aún así, Rudin le aconsejó que leyera los libros de Larsson. Fincher ignoró el consejo: leyó directamente el guion de Steven Zaillian, guionista de Schindler’s List (La Lista de Schindler, 1993) y American Gangster (Gángster Americano, 2007), y con eso tuvo suficiente. El terreno era oscuro, perverso y brutal. 

Ningún director es capaz de elevar su película a la máxima expresión de la belleza, violencia o suspenso como lo hace Fincher. El director explora el lenguaje cinematográfico hasta crear nuevos límites. The Girl with the Dragon Tattoo (La Chica del Dragón Tatuado, 2011) es un thriller lúgubre, denso y gélido. Fincher rodó la película en Suecia y la dotó de una frialdad hipnótica, empezando por los créditos de apertura, una masterclass audiovisual. La historia la narra despacio y las escenas más escabrosas están llenas de rotundidad y crudeza. Pero lo que más fascinación produjo el filme fueron los personajes principales. 

Como todos los grandes directores, Fincher tiene un complejo de Dios: una necesidad de crear personas y mundos. Esas creaciones son intrincadas, construidas con estándares exigentes y están repletas de personalidades altamente desarrolladas que intrigan a su creador. En películas como Se7en, Fight Club y Zodiac, Fincher ideó universos llenos de violencia, decadencia y obsesión.

En Benjamin Button, ese gran romance sobre la muerte, inventó una tierra donde un hombre envejecía al revés. En The Social Network tomó una historia “real” sobre Mark Zuckerberg y la fundación de Facebook y la transformó en un microcosmos de múltiples capas de ambición, amistad y traiciones: una metáfora -como gran parte de su filmografía-, sobre la decadencia social. 

En la versión del mundo de Fincher, los héroes a menudo se fusionan con los villanos, creando una ambigüedad intencional. En Se7en logramos comprender las motivaciones de John Doe hasta que su naturaleza psicótica desafía nuestra empatía. En Fight Club, Tyler Durden es un seductor proveedor de liberación a través de la destrucción. Lisbeth Salander está en la misma línea, pariente de esta galería de personajes grises. Sus acciones son a la vez rebeldes, autoprotectoras y fieles a su propio código moral. 

Fincher no se resistió cunado Rudin le envió el guion: la trilogía era similar en tono a sus otros proyectos. El primer libro presenta la historia de Mikael Blomkvist, un periodista de investigación que también es irresistible para las mujeres. Blomkvist ha cometido un error en la investigación de un poderoso industrial y ha sido condenado por difamación.

Mientras espera la cárcel, un miembro de una de las familias más ricas de Suecia le pide que solucione la desaparición de su sobrina nieta, vista por última vez hace más de 40 años. La investigación lleva a Blomkvist a una asociación (y romance) con Lisbeth Salander y la comprensión de que ha habido una serie de asesinatos sin resolver. 

Los Hombres que No Amaban a las Mujeres -el bestseller en el que se basa The Girl with the Dragon Tattoo-, es siniestro, lleno de escenas de sadomasoquismo, violaciones anales y torturas. El libro está impregnado de una sensación de amenaza y pérdida. Larsson -de quien se dice que observó la violación de una niña de 15 años cuando era joven y no la denunció-, vivió con la culpa, y eso se ve en cada capítulo de la historia, que comienza con una estadística sobre crímenes contra mujeres en Suecia.

El guion captura su tono sombrío, pero toma toma algo de distancia de la novela: Blomkvist es menos promiscuo y Salander más agresiva; el final fue cambiado por completo. Esto puede ser un sacrilegio para algunos, pero Zaillian mejoró respecto a Larsson la la resolución del drama. 

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Rooney Mara, La Chica del Dragón Tatuado (2011)

Aparte de la naturaleza visceral y cinematográfica del material, Fincher también estaba intrigado por los villanos de The Girl… No eran políticos ni dictadores: eran grandes empresarios. “El fascismo se ha abierto camino fuera de la política”, dijo Fincher, “y entró en las altas finanzas. Hoy, Woodward y Bernstein (los periodistas que descubrieron el Watergate) estarían investigado la corrupción en el ámbito financiero. Estaba interesado en eso. Y, por supuesto, en la chica”.

La adaptación de Fincher eleva el material original a un estado vertiginoso de narración. Consciente de la versión sueca dirigida por Niels Arden Oplev en 2009, Fincher no busca superarlo ni competir con él, sino que le rinde un homenaje respetuoso utilizando parte de lo que había funcionado en ese film, y desarrollando lo que no.

La película resultante es más autónoma, ya que enriquece la narración, en especial en lo que respecta a los personajes principales; en el mundo de Fincher, las razones de por qué los personajes son quienes son se exploran con mayor y más evocador detalle, dándonos versiones de Mikal Blomkvist (Daniel Craig) y Lisbeth Salander (Rooney Mara) que se sienten más como personas reales que como arquetipos dibujados con dureza, logrando que The Girl with the Dragon Tattoo tenga una una mayor resonancia emocional que su antecesora sueca, abriendo una nueva dimensión a una historia que muchos conocían. 

La pregunta no es si la de Fincher es una buena película, o incluso una necesaria, sino en qué se diferencia de la primera versión. Ambos films son las dos caras de una misma moneda. Es evidente que Fincher analizó a Oplev a través de algunas piezas clave, que parecen casi copiadas plano por plano, y por su exposición narrativa más sustanciosa. Oplev se apoyó en los detalles de la trama, mientras que Fincher y Zaillian hacen que en The Girl… cada escena sea crucial.

La historia de Lisbeth está plagada de abusos, degradación y traición; sus encuentros con el sádico Bjurman son aterradores de contemplar en ambas películas. Fincher nunca ha rehuido de la violencia, para el que prefiere un enfoque realista, que aquí funciona para asegurarle una intensidad inquietante a la violación y venganza de Lisbeth.

El director eliminó cualquier explicación sobre el crimen de Lisbeth contra su padre. En lugar de mostrarlo, Fincher permite que Lisbeth le cuente a Mikal, en dos oraciones, cómo llegó a estar bajo la tutela del estado. La diferencia de interpretación aquí es sorprendente, y señala cuán diferente realmente ven los dos directores al personaje.

En la película de Opvel, Lisbeth (Noomi Rapace) es una absoluta solitaria con poca utilidad para nadie; su pasado la ha destruido y moldeado de tal manera que su única defensa es el aislamiento completo y total. Es más severa que torpe, confiada y a la vez distante. El director sueco jugó con todos los bordes du ros de Lisbeth y permitió poca emoción en su personaje; el resultado es una dificultad para apreciar la complejidad de su relación con Mikal. 

La Lisbeth de Fincher es muy diferente: una persona frágil y dañada que proyecta un exterior espinoso para protegerse de un profundo y continuo dolor infligido por aquellos en quienes más confiaba. Interpretada por Mara, Lisbeth es una persona sensible; sus acciones parecen tener mucho más significado y sus motivaciones se entienden mejor por el enfoque de Fincher en la personalidad detrás de la máscara. 

Su eventual relación con Mikal se ve entonces bajo una luz diferente. Cuando ella se abre y elige confiar y él traiciona esa confianza, la devastación emocional que siente es palpable. Fincher resuelve el enigma de su relación, que tenía poco sentido en las dos secuelas suecas. El impresionante trabajo de Mara como Lisbeth le suma empatía a un personaje tan angustiado como vacío, en el que los pocos momentos de alegría son plenos y reconfortantes. 

Esa calidez se traslada al tratamiento pictórico del film. Atrás quedaron todos los ángulos duros, el enfoque profundo y los colores espeluznantes de la pesadilla de Opvel. En lugar de eso, el estadounidense, junto al director de fotografía -con quien ya había trabajado en Fight Club y The Social Network- ofrece una Suecia bajo los tonos de un invierno casi interminable. Los colores son apagados y suaves, las luces son brillantes. Fincher toma distancia de sus trabajos anteriores. The Girl with the Dragon Tattoo se desarrolla en una neblina lúgubre donde incluso los rincones oscuros están bañados en un blanco enfermizo; es interesante que tantos secretos se escondan en medio de tanta visibilidad. 

La película de Opvel tenía una opulencia que Fincher finalmente rechaza; su enfoque realista enmarca la historia que está tratando de contar. Más que fantasía y exageración, opta por la reducción y la credibilidad. Un personaje tan extremo como Lisbeth no se puede plasmar en una caricatura; la composición de Fincher refleja ese ideal y nos permite ingresar a su mundo. Su decisión de permitir el vínculo emocional de sus personajes muestra cierta sensibilidad y comprensión. 

Mientras que las preocupaciones filosóficas que se encuentran en Se7en o Fight Club están ausentes aquí, la calidez y el respeto de la película por su protagonista la elevan. Fincher, quien siempre retrata la oscuridad, con Lisbeth Salander deja entrar un poco de luz. 

The Girl… comienza con una secuencia de título violenta y cargada de sexualidad. La intro empapada de aceite negro contiene tomas de un hombre envuelto en llamas, una mujer escupiendo un enjambre de avispas y -en un guiño a los talentos hacker de Salander-, una verdadera telaraña de cables USB. El espectáculo vertiginoso muestra elementos de la trilogía completa y está ambientado en la interpretación aullante de Trent Reznor y Karen O de The Immigrant Song de Led Zeppelin.

”Quería mostrar el punto de vista de Lisbeth Salander en los títulos de crédito”, explicó Fincher “Si te fijas, durante el resto de la historia sólo conocemos su punto de vista a través de los demás. Seguimos su relación con Mikael Blomkvist a través de los ojos de él. Estos dos minutos y 20 segundos nos permiten entrar en su subconsciente, conocer los pensamientos que la angustian por la noche, pasear por sus pesadillas”. 

Fincher cree que de la búsqueda hecha por un equipo formado por “un investigador de la era analógica y una de la era digital, un cruce entre dos maneras de ver y entender el mundo, surge una relación más “interesante que la trama sobre el asesino en serie”. Pese a los aspectos universales de la novela, que explicarían en parte su éxito, para el director se trata de una historia “muy sueca” que muestra los “conflictos que laten por debajo de una sociedad cuyo bienestar se construyó sobre los oscuros beneficios de la II Guerra Mundial”.

La película, en comparación con su correcta antecesora, ha ganado oscuridad, frialdad y pesimismo. David Fincher se sirve de la estructura del relato -la compleja investigación de un crimen aparentemente aislado que resulta ser parte de una gran cadena de asesinatos de mujeres-, para reiterarnos su crónica decepción frente al género humano, traducida en ese gusto casi clínico por la descripción de lo que es capaz de hacer una mente retorcida, tal como había mostrado en Se7en y en Zodiac.

Pero si bien este par de películas describen crímenes como los de The Girl…, toda su obra está integrada por rotundos retratos de freaks: el esquizofrénico protagonista de Fight Club, el improbable hombre que se vuelve joven a medida que pasan los años en Benjamin Button, el nerd asocial que funda una comunidad virtual en The Social Network. Y Lisbeth Salander es parte integral de este museo patológico.

Sin una buena interpretación de Lisbeth esta película no hubiera funcionado. Fincher lo sabía y al apostar por Rooney Mara corrió un gran riesgo, pero triunfó: su papel es vigoroso, mezcla de decepción, frustración e ira difícil de contener. En The Social Network Mara había mostrado en pocos minutos a una mujer fuerte, decidida a defender sus ideas, incapaz de dejar que la humillen, dispuesta a romper esa misma noche con el idiota que la acompaña.

La semilla de Salander disfrazada de universitaria poco agraciada. Mientras que Noomi Rapace interpreta a Lisbeth en la película de Opvel, Mara la habita. Fincher sólo tiene que forzar un poco las cosas para quitarle la máscara y el vestido, y revelar el tatuaje mental profundo que existe en ella, y que le permite encarnar en esta película a una joven tan inteligente como herida. Y no sólo es ella la desnudada: ninguno los personajes de esta historia tiene la piel indemne. Fincher sabe que sus tatuajes, físicos, espirituales, sociales o criminales, son difíciles de ocultar.

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Filmografía David Fincher: Perdida (2014)

David Fincher comienza y termina Gone Girl (Perdida, 2014) con la misma imagen: la mano de Nick Dunne (Ben Affleck) acaricia con dulzura la parte trasera de la cabeza de su mujer, Amy Robinson (Rosamund Pike), mientras su voz en off hace preguntas que en el fondo tratan sobre la imposibilidad de comunicación, de conocer realmente al otro.

Una sencilla metáfora visual que vertebra, en un solo concepto, toda la filosofía del largometraje: pese a nuestra ansia por reivindicarnos como seres individuales, no somos sino imágenes creadas por aquellos que nos rodean; nuestro auténtico yo se esconde bajo multitud de máscaras intercambiables, reflejo, en realidad, de los condicionantes de nuestras relaciones sociales. 

A Fincher no le interesa construir sólo un ejercicio de género en torno a la desaparición de un ser querido, sino que lo eleva hasta convertirlo en un análisis de los escombros sobre los que se erigen el hombre/mujer moderno, de aquello que queda de nosotros cuando los telones económicos, morales y sociales caen por la presión, por la rutina y el dolor. 

El matrimonio Dunne/Robinson, de la misma manera que el resto de criaturas que pueblan la obra del director, es habitante de esa zona gris de soledad humana. Arrastrados por fuerzas que les resultan ajenas, a las que jamás llegan a dominar por completo -proyección del enfrentamiento entre individuo y sociedad-, los personajes de David Fincher se ven empujados a un proceso de autodescubrimiento, de iluminación, que les lleva a alcanzar un estado de conciencia superior. 

Según su nihilista concepto de lo humano, Fincher niega a sus protagonistas los finales felices, tranquilizadores, porque estos no existen en la vida real. Al mismo tiempo, Gone Girl supone un paso más allá en la progresiva transición del Fincher hipermoderno hacia un cineasta más clásico, menos preocupado por los tropos visuales, más centrado en la narración. Pero al mismo tiempo, lo hace no respetando el conjunto de reglas que definen al melodrama clásico, sino que los subvierte mediante la puesta en escena.

El director infiltra su cámara entre las paredes de los suburbios americanos, ofreciendo un punto de vista más propio de la narrativa documental que de sus incursiones en el cine de suspenso. De esa manera subraya que sus personajes están encerrados en un purgatorio creado por ellos mismos, un limbo existencial en el que la clase media intenta expiar los pecados creados por un orden moral caído hace muchos años atrás, y al que la destrucción de la burbuja del sistema ha dejado más en evidencia que nunca. 

Fincher se aleja de los paisajes helados y desérticos de la novela original de Gillian Flynn y los sustituye por el de las grandes urbes estadounidenses para evidenciar su ficción, como otra radiografía de los fantasmas creados por el capitalismo, simbolizando hasta qué punto la sordidez de los cimientos sociales se extiende desde el ámbito global hasta el entorno más privado y familiar.

En Se7en y Fight Club, David Fincher había demostrado su dominio de la violencia cinematográfica; en Zodiac, su forma de aclarar las muchas pistas en un thriller de asesinatos; en The Social Network, sabía que ninguna herida es más tóxica que la traición de un amigo. En Gone Girl nos pregunta ¿Qué puede ser más siniestro que la proximidad de dos personas que se supone que están enamoradas pero que pueden tener un asesinato en mente? 

Si bien la trama de Se7en se centra en capturar a un asesino despiadado, la película también explora la comunicación rota que existe en el matrimonio entre Tracy (Gwyneth Paltrow) y David (Brad Pitt). Alienada por su nuevo entorno urbano, Tracy recurre al detective Somerset (Morgan Freeman) como confidente. Cuando Tracy se entera de que está embarazada, Somerset expresa su opinión de que la ciudad es un lugar inadecuado para criar a un niño.

Él también sugiere que si Tracy decide hacerse un aborto, no debería decírselo a David para evitar crear tensión. En última instancia, el matrimonio se disuelve cuando Tracy es asesinada, pero la descripción de Fincher de su disfunción marital representa un tema que se entreteje a lo largo de muchas de las obras del director: las relaciones heterosexuales exponen destructivas incongruencias entre hombres y mujeres. 

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Ben Affleck, Perdida (2014)

En Benjamin Button nos muestra que incluso la película más romántica del director es triste y cínica, como su descripción de la relación condenada entre Benjamin (Brad Pitt) y Daisy (Cate Blanchett). Para Fincher, el amor, incluso el verdadero, es fugaz. 

La trama de Gone Girl gira alrededor de una desafortunada relación. Describe los desafíos en el matrimonio entre Amy Elliot Dunne y su esposo Nick. En su quinto aniversario de casados, Amy desaparece y Nick está implicado en el caso. Nick colabora con la detective Rhonda Boney (Kim Dickens) y el oficial James Gilpin (Patrick Fugit) para encontrar a su esposa al tiempo que trata de esquivar las sospechas. Para cumplir su deseo de castigar a Nick por todas las formas en que la ha traicionado, Amy, con frecuencia alabada por su belleza ye inteligencia, ha fingido su propio asesinato. 

Una vez más trabajando junto al director de fotografía Jeff Cronenweth, Fincher filma una Misuri espectral, vacía de contenido, en la que los días se convierten en un tránsito interminable hasta llegar a la supuesta seguridad que supone la vida doméstica. Esto contrasta con los flashbacks neoyorquinos -irreales, casi oníricos-, en los que se enfatiza el uso enigmático de la banda sonora de Atticus Ross y Trent Reznor. Se trata de recuerdos o, más bien, ensoñaciones de una vida pasada, cuya realidad es tan difusa que quizás nunca llegó a existir.

Para absolutistas de la imagen como Fincher, la obsesión por el elemento visual lo es todo. Por eso, aunque, en un primer contacto la narración pueda parecer que corre hacia un estilo más convencional y melodramático, la atención patológica hacia el detalle del director cambia los términos. En sus manos, el cartel de una conocida cadena de comida rápida estadounidense -que es probable que proceda de un contrato publicitario del estudio-, es un escupitajo de Fincher hacia el mainstream desde el cual ejerce su carrera.

La publicidad se convierte en un reclamo casi eclesiástico para la comunidad, consciente de que en la edad dorada del capitalismo, no hay más templo que aquél en el que rendimos adoración a una marca o a una moneda. 

Recordemos que el quiebre idílico en el matrimonio Dunne se da a causa de la recesión causada por el debacle financiero del 2008, luego del estallido del sector inmobiliario en Wall Street. 

En ese mismo sentido hay que interpretar la elección del casting, que aprovecha las connotaciones casi subliminales que, dentro de la sociedad norteamericana, pueden tener alguno de sus intérpretes.

Affleck, cuya carrera casi se hunde por culpa del asedio de la prensa amarillista por su relación con Jennifer Lopez, se convierte en un paria que sólo alcanza la resurrección cuando comprende que tiene que usar las mismas armas que aquellos que lo juzgan; que Neil Patrick Harris, ícono progre del Hollywood gay, sea un hetero sexualmente agresivo a través del personaje de Pike; o que Emily Ratajkowsky, -imagen hipersexualizada gracias a su intervención en el videoclip Blurred Lines de Robin Thicke-, acabe por erigirse para los medios como una inocente y casta víctima de todos los males de Nick Dunne.

En la narración moderna, cada vez más, los relatos dejan de ser el centro neurálgico, y el poder de una imagen, de una presencia, relativiza la importancia del texto o de la narración.

Pero el verdadero horror de Gone Girl está en su retrato de un matrimonio que se ha vuelto amargo, en el que la liberación emocional y erótica del noviazgo se ha transformado en una cadena perpetua juntos, hasta que la muerte los separe. Una película en la que el matrimonio es una prisión, y cada cónyuge es tanto carcelero como preso, quizás incluso verdugo. 

La autopsia cínica y sincera de David Fincher del matrimonio y la cultura de los medios de comunicación que actúan como jueces morales, y que moldean una cultura basada en la imagen pública, termina siendo una crítica sobre las versiones que nosotros mismos manifestamos en nombre del amor y la unión, sólo para que cedan camino a nuestro yo más verdadero y profundo cuando el romance que tan ansiosamente buscamos se convierte en aquello por lo que estamos dispuestos a mentir, engañar y matar.

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David Fincher y Gary Oldmam

Mank (2020)

Las implicaciones políticas que Fincher pasó por alto en The Social Network -Facebook se convirtió en una página donde las noticias falsas y la desinformación provocan nuevas formas de libertinaje político-, se encuentran debajo de las superficies de Mank (2020). Esta sensación de conflicto continuo es apenas percibida: una escena casi desechable que en un instante escenifica dónde reside la pasión más fuerte de Fincher. 

La escena muestra a Mank (Gary Oldman) en los estudios MGM en compañía de su hermano menor Joseph (Tom Pelphrey) -entonces un guionista novato-, en compañía de Louis Mayer, quien acaba de contratar al joven Mankiewicz. En un largo plano secuencia a través de los pasillos del estudio, Mayer inicia al nuevo empleado en las formas de la MGM y, en un arrebato final aborda su propia práctica, que habla sobre el arte y la industria cinematográfica: “Este es un negocio en el que el comprador no obtiene nada por su dinero más que un recuerdo”, dice Mayer. “Lo que compró todavía pertenece al hombre que lo vendió. Esa es la verdadera magia de las películas”.

Lo mejor de Mank es que no se trata de lo que todos esperábamos. No se trata de la afirmación enérgicamente hecha por Pauline Kael en su pieza Raising Kane: Herman J. Mankiewicz escribió el guion de Citizen Kane por sí mismo, sin intervención de nadie; Orson Welles, director, productor, estrella y coguionista acreditado de la película, casi le roba la autoría. Fincher minimiza estos hechos. Mank trata sobre por qué Mankiewicz escribió Citizen Kane, qué experiencias lo inspiraron a escribirla y por qué fue la única persona que pudo haberlo hecho.

La película no pretende quitarle ningún crédito a Welles, aunque Fincher parece adherirse a la noción de que Citizen Kane es un escrito muy personal de Mankiewicz, alguien que escribió el guion como una forma de exorcizar algunos de sus demonios. Su larga relación con el magnate de medios gráficos William Randolph Hearst (Charles Dance) y su amante, la actriz Marion Davies, forma el núcleo del film y da lugar a las escenas más desarrolladas. 

Mank toma la estructura de Citizen Kane y se construye a base de flashbacks. Su presente se desarrolla en 1940, cuando el guionista es llevado a un rancho en Victorville, California, después de haber tenido un accidente automovilístico. 

El primer encuentro con Hearst, en 1930, se desarrolla en San Simeon, el ducado que posee Hearst a lo largo de la costa de California. Allí se está llevando a cabo el rodaje de una película -financiada por él mismo y supervisada por Mayer-, para elevar la posición profesional de Marion en una industria que experimentaba un cambio repentino y total desde que el cine se había vuelto sonoro. Mank impresiona a Hearst con su ingenio y se gana la primera de muchas invitaciones para cenar en su palacio, además de conseguir un trabajo como guionista en MGM. 

Fincher plantea la problemática de escribir en un sistema de producción basado en una idea casi política de la concepción de una obra de arte. Los estudios de Hollywood, que se volvieron omnipotentes en la década de 1920, fueron sistemas piramidales de gran verticalidad. Las decisiones venían de arriba, y los grandes directores de la época se llamaban Louis Mayer, Jack Warner o Sam Goldwyn. 

Aún se desconocía el concepto de autor: cada puesto lo ocupa un empleado de la firma, más o menos conocido y por tanto más o menos servil, con una tarea que cumplir. 

Mankiewicz es un guionista, sólo un pequeño engranaje en estas grandes empresas poderosas y autoritarias. Mank se esfuerza por subrayar la precariedad y las diferencias de trato dentro de la propia profesión. Los sueldos pueden ser bajos y las recompensas artísticas pequeñas. Un hombre tan conocido como Herman Mankiewicz no ha visto su nombre aparecer en los créditos de muchas de las películas que ha escrito. Esta pregunta resurge incluso en su relación con Welles, quien presagia una nueva especie de cineastas: los tomadores de decisiones. 

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La atracción que siente Fincher por retratar la condición de los técnicos y empleados de los estudios se refleja en el segundo tema importante de la película: la relación entre Mank y Welles. Fincher muestra un Welles casi ausente del diseño del guion de su primera película. Si fue a buscar a Mank fue por su lado irreverente y estrafalario, no para compartir cartel con él. La megalomanía de Welles, la forma en que se escenifican sus apariciones, apunta a que es un elemento importante en la construcción del personaje que interpretará en Citizen Kane

Si Mank se esfuerza por establecer la inspiración del personaje en Hearst, vemos mucho de Welles en este hombre ávido de notoriedad y poder y el mismo deseo de Fincher de jugar con la narración, con muchas idas y vueltas, así como la misma confusión sobre la verdad parcial de lo que descubre escena tras escena. Todo confluye para entregar una partitura donde lo verdadero es gemelo de lo falso, dando lugar a una visión muy personal de la humanidad. 

Con Mank, Fincher radiografió la industria del cine hasta el punto de arañar casi todo el proceso creativo. La película es, sobre todo, -al igual que The Social Network-, el retrato de un hombre muy infeliz y deprimido que siempre ha estado sufriendo para encontrar su lugar en el mundo. 

Si Jesse Eisenberg interpretó a un antisocial incapaz de interesar a sus compañeras, Gary Oldman retrata con gloria a un hombre descrito como un bufón. Su actuación es activa en voz, gesto y expresión facial, pero es cuando no está haciendo nada que se descubre la profundidad que tiene su personaje cuando no es ingenioso, o el patetismo de lo que tiene atrapado en la mente mientras trabaja con infelicidad en Hollywood.

La historia de Mank es paralela a los disturbios sociales en todo en Estados Unidos mientras la Gran Depresión devasta la economía del país. La política y sus perversas distorsiones en los medios de comunicación se alzan en el centro de la historia. En 1933, en una fiesta de Hearst que está llena de gente de MGM, Mank interviene en la conversación: “Si sigues diciéndole a la gente algo falso, en voz alta y las suficientes veces, es probable que lo crean”, -parafraseando al jefe de propaganda nazi Joseph Goebbels-, y esa triste observación sigue sonando demasiado cierta.

Sus compañeros de fiesta ostentosos y desinteresados. Se limitan a ignorarlo, al igual que ignoran y descartan los debates sobre el creciente poder de Hitler en el extranjero, y sólo concluyen que “no le das la espalda a un mercado tan grande como Alemania”. 

El guion de Jack Fincher le da a estos peces gordos de Hollywood muchas líneas jugosas. La discusión gira hacia la inminente campaña para gobernador de California, en la que el escritor de izquierda Upton Sinclair es candidato, con una plataforma explícitamente socialista. Mayer, un republicano, habla con horror del socialismo, incluso cuando la Depresión hace estragos y Roosevelt, recién en el cargo, apenas está comenzando a instituir sus políticas del New Deal. 

Cuando la contienda para gobernador se calienta, MGM, respaldada por Hearst, apoya su considerable peso detrás del oponente republicano de Sinclair. Las principales armas del estudio son su prestigio y, lo que es más importante, el cine en sí: MGM produjo una serie de transmisiones de radio falsas, y luego noticieros falsos. 

En los spots, presentados a modo de entrevistas, las personas que respaldan a Sinclair son afroamericanos o blancos pobres (white trash) y lo hacen con un lenguaje ominoso, mientras que los estadounidenses honestos expresan sus temores de que el socialismo los privará de sus hogares modestos, sus medios de vida y su querido estilo de vida estadounidense.

El hostigamiento al socialismo no era algo nuevo, pero Mank presenta estos testimonios fabricados como la innovación crucial que contribuyó a la derrota de Sinclair. Los daños colaterales derivados de la publicidad política corrupta del estudio llevó a la desilusión total de Mank y lo hizo romper su relación con Hearst.

Estas escenas centradas en la política -que giran en torno a las maquinaciones de la alta sociedad-, son lo que Fincher parece haber estado más interesado en filmar, mientras el personaje de Mankiewicz -el outsider de ese mundo-, exhibe su ingenio mordaz y una perspicacia que se va ensombreciendo por el alcoholismo y el juego. 

Si en The Social Network la ficción era lo suficientemente vívida como para suplantar la realidad en la que se basaba, para darle una mayor densidad, especificidad, resonancia e interioridad que las conocidas historias documentadas de la vida de Zuckerberg, en Mank la ficción se queda corta: en lugar de tomar el relevo de los eventos de la vida real, se aproxima a ellos, en dimensiones más pequeñas. The Social Network crea, mientras que Mank dice. 

Una de las razones por las que la película se siente actual es la advertencia atemporal sobre los peligros del capitalismo estadounidense y cómo la idea de que “la codicia es buena” deja a la gente con una sensación de vacío, temas que también son la pieza central de Citizen Kane

Mientras que la película de Welles es la caricatura brutal de un personaje público relevante, Mank es un relato áspero que no pretende ser un pasatiempo, sino una crítica a la industria del cine y sus manejos. Como siempre ocurre con Fincher, la sustancia y la forma se combinan para explorar un terreno complejo. 

El director, en última instancia, a la vez que refleja  e ilustra las fallas del mundo del cine, está utilizando a la élite de Hollywood como una representación de las clases privilegiadas, la manera fascista de imponer sus políticas a través de la opinión pública y su falta de empatía por la clase trabajadora.

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Las series de David Fincher: House of Cards

El estilo visual de Fincher lo ha colocado entre los creadores más prestigiosos de la actualidad, y hasta tuvo una aclamada incursión en el mundo de las series. Netflix lo contactó para aportar cierta sensibilidad cinematográfica -en términos de estética visual, ritmo y complejidad- a su primera gran producción original: House of Cards (2013). Para Netflix representaba una apuesta fuerte, y convocó a los mejores talentos del mercado, esos que exigen trabajar con libertad. House of Cards contribuyó a lo que sería llamada “la era dorada de las series televisivas dramáticas”. 

Fincher se sumó al proyecto también en el rol de productor ejecutivo, algo que mantuvo a lo largo de las cinco temporadas de la serie. El objetivo era contar una gran historia sobre el lado oscuro de la política que tuviera su estilo personal y dinámico, su poderío visual, el uso del montaje para darle un ritmo arrollador -las marcas de su paso por la publicidad y los videoclips-, la estilización de cada plano que filma. Los primeros dos episodios de la serie fueron dirigidos por él, y no defraudaron.

El protagonista rompe la ‘cuarta pared’ al dirigirse directamente al público. Hasta ese momento era un recurso muy peculiar -que había comenzado con el teatro de extrañamiento de Bertold Brecht, que la Nouvelle Vague llevó al cine en los 60’s-, que podía lograr un efecto de intimidad -como en la versión original de la miniserie homónima de la BBC-, o también podía resultar un desastre. 

Según Fincher, era fundamental contar con el protagonista adecuado. Y ahí entró Kevin Spacey para ponerse en la piel de Frank Underwood. Además, Netflix también hizo algo fuera de lo común antes de estrenar la serie -una jugada arriesgada que le gustó mucho al director-, al anunciar que los 13 capítulos de la primera temporada estarían disponibles en la plataforma desde su lanzamiento. Con esa estrategia de lanzamiento conquistaron al público, y obtuvo el premio Emmy a Mejor Dirección en una Serie Dramática.

A lo largo de su carrera cinematográfica, Fincher había dejado en claro que le interesaba contar historias sobre psicópatas y asesinos seriales. Lo hizo en Se7en; lo repitió con Zodiac y The Girl with the Dragon Tattoo, y volvió a retomar ese camino con Mindhunter, otra producción de Netflix en conjunto con el director, que se transformó en uno de los estrenos seriéfilos más esperados del año. Es un estudio sobre la mente atormentada de los asesinos seriales y un par de agentes del FBI que innovaron en métodos de investigación al intentar comprenderlos… y atraparlos. 

Fue la actriz Charlize Theron, productora ejecutiva de la serie, quien le acercó el material a Fincher. ¿Qué fue lo que más le interesó del proyecto? Uno de los motivos fue la idea generalizada de que un asesino serial es un “genio del mal”, al estilo de Hannibal Lecter. El director quería profundizar más en la triste realidad de las vidas de estos seres perturbados: su infancia, su crianza, etc., para alejarse de aquella noción, que él mismo reconoció haber perseguido en su filmografía previa. 

La otra razón fue lo innovador y vanguardista del pensamiento investigativo de la época.

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“MINDHUNTER TRATA SOBRE EL NARCISISMO. EL PROGRAMA TRATA SOBRE LA NECESIDAD DE SER VISTO”.

David Fincher

Las series de David Fincher: Mindhunter

Mindhunter está ambientada en  la década del ’70, cuando la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI se hacía preguntas que nadie más estaba haciendo: ¿qué es lo que crea a un sádico psicosexual?. A Fincher le gustó la idea de que alguien contara que la única forma de luchar contra algo que no podemos entender, algo demasiado perverso para asimilar, es intentar pensarlo humanamente, como una parte latente de nosotros mismos.

Según el director, además esta temática que se puede desplegar en capítulos, en los que hay más posibilidades de desarrollar los personajes, se puede ver una evolución, y se le puede dedicar más tiempo que en el cine.

La serie está inspirada en la vida real de los pioneros John R. Douglas y Robert Ressler, dos agentes del FBI que se debatieron entre los métodos de investigación de su época y la necesidad imperiosa de su evolución. Son los comienzos de la metodología del perfil psicológico, el momento en que se acuñó el término “asesino serial”.

El protagonista, Jonathan Groff, interpreta al agente Holden Ford, quien se da cuenta de que existe una necesidad en el FBI de entender qué motiva a los psicópatas violentos. El actor no había trabajado antes con Fincher. De hecho, lo intimidaba mucho conocerlo, ya que era fan de su obra. Por el contrario, Holt McCallany -que hace el papel del agente veterano Bill Tench-, ya había trabajado en Fight Club y Alien 3.

Juntos, ambos actores dan vida a los hombres que irán de punta a punta de los Estados Unidos tratando de enseñar a los policías lo más novedoso en su área de investigación. En el camino harán sus propios descubrimientos, y visitarán a los más violentos psicópatas encarcelados para entrevistarlos e intentar echar luz sobre qué pasa por sus mentes, qué y cómo piensan, y por qué matan una y otra vez. 

Para poder salvar vidas, Ford se arriesgará a empatizar demasiado con “el mal”, mientras Tench defenderá sus métodos diciendo “¿cómo nos adelantamos a la locura si no sabemos cómo piensa el loco?”.

Fincher se hizo cargo de la dirección de cuatro de los diez episodios de la primera temporada. Él marcó el tono para toda la serie. Igualmente, para el resto de los capítulos convocó a otros directores cuyas especialidades fueron útiles para este contar este tipo de historias, como documentalistas y hasta un especialista en fotografiar escenas del crímenes. 

Mindhunter fue escrita por Joe Penhall (The Road, John Hillcoat, 2009) y Jennifer Haley (Hemlock Grove, 2013), y estuvo inspirada en las memorias de John R. Douglas Mindhunter: Inside the FBI’s Elite Serial Crime Unit. Fincher, Joshua Donen, Charlize Theron y Cean Chaffin actuaron como los productores ejecutivos. Si bien las personas y los hechos fueron dramatizados, están basados en casos reales de los psicópatas más famosos de los Estados Unidos.

La idea principal de Mindhunter es mostrar que no todo es binario: que es necesario investigar en profundidad para llegar a comprender -aunque sea en parte-, cómo piensan estos asesinos seriales, y quizás así adelantarse a otros. El viaje visual hacia el interior de las mentes criminales propuesto por Fincher -alguien con mucha experiencia en el abordaje de este género-, fue un éxito, aunque solo duró dos temporadas. 

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David Fincher

Love, Death & Robots

Tim Miller y David Fincher son los responsables detrás de Love, Death & Robots (2019). El dúo creativo -que cuenta con tres nominaciones al Premio de la Academia-, concibió una colección de historias cortas animadas que abarcaban varios géneros -ciencia ficción, fantasía, terror y comedia-, como una película. Pero frente a los estudios de Hollywood reacios al riesgo, nunca obtuvieron una luz verde firme. Netflix -que a pesar de su mediocridad generalizada ha surgido como un hogar para este tipo de narración poco convencional-, les ofreció la oportunidad, y mucha libertad para dar vida a su visión.

Fincher se desempeñó como productor ejecutivo, mientras que Miller como guionista, director y productor ejecutivo. Miller fue la fuerza impulsora detrás de la búsqueda de las historias que formarían la base de los cortos del programa, que se derivan de una amplia gama de material original.

El resultado es un caleidoscopio visual totalmente original, que ya cuenta con dos temporadas, y una tercera en camino. La alianza entre Fincher y Netflix ha sido fructífera. Fincher impulsó la plataforma con House of Cards -haciendo historia con su primera colaboración-, ofreció un relato de calidad con Mindhunter, ofreció un menú futurista con Love, Death & Robots, y se dio el lujo de hacer Mank, su obra menos comercial y más política hasta la fecha, una oda cínica al viejo Hollywood.

Lo próximo de David Fincher: The Killer

A sus 59 años, el director es una de las estrellas de más alto nivel dentro del streaming, al que lo une un contrato de exclusividad por los próximos cuatros años. Proyectos como The Killer -basada en la novela gráfica del mismo nombre creada por el escritor Alexis Nolent (o Matz) y el artista Luc Jacamon-, que centran la historia en un letal asesino que pasa por una crisis psicológica -con Michael Fassbender como protagonista-.

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David Fincher

Análisis de la obra de David Fincher: epílogo

Fincher es un autor capaz de convivir entre grandes presupuestos y compromisos de taquilla sin perder su personalidad y destacando por su talento narrativo. Proveniente de la publicidad y el videoclip, en su cine quedan rastros de lo mejor de esos dos mundos. Por una parte, destaca el poderío visual de sus imágenes. De lo más excéntrico a lo más clásico, su obra se fundamenta en la narración a través de la imagen, y es su mirada a la hora de idear cada plano lo que provoca que se claven en el fondo de la retina. 

El otro aspecto que hereda es el de la velocidad. Su cine es siempre dinámico, llegando muchas veces al frenetismo. Su manejo del tiempo narrativo es excelente y lo demuestra en su versatilidad en función de la escena. 

El plano secuencia que rueda en Panic Room es efectista pero no superfluo. La fluidez inherente a este recurso formal le permite mostrar cada espacio de la casa en la que tendrá lugar la trama y relacionarlo con los demás. A su vez, se muestra a los personajes que pretenden allanarla, apareciendo en diferentes momentos del plano tratando de abrir cada una de las posibles entradas. De manera sutil y eficaz deja claro que el objetivo a asaltar no es casual, que tienen información sobre cómo deben proceder. 

La ausencia de cortes en esta escena es igual de certera que la hiperfragmentación que presenta Fight Club. Toda historia precisa de una puesta en escena que no se quede atrás, y el frenetismo de la novela homónima de Chuck Palahniuk no desborda la capacidad narrativa de Fincher, que demuestra estar a la altura de las exigencias de un guion arrollador y complejo. El montaje es sólo un recurso más de los muchos que usa en la obra en la que las marcas enunciativas son más notorias.

Esta película sobre las miserias del consumismo -junto con The Social Network y Gone Girl-, probablemente son los ejemplos que mejor ilustran que su cine está supeditado al guion. Fincher no los escribe, pero sabe escogerlos.

La relevancia que le otorga a la historia es evidente, y la puesta en escena siempre trabaja para la narración, lo que no significa que su labor autoral se anule: el virtuosismo de ciertos planos, en ocasiones furtivos, parecen tratar de reivindicar su autoría a toda costa. De hecho, las malas decisiones, o las imposiciones de trabajos por encarg, son las responsables de su obras menos personales, como Alien 3

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El Club de la pelea, David Fincher (1999)

Por ello, a pesar de que algunas de sus obras presentan una exuberante puesta en escena, nunca resultan de un exseso de egocentrismo. Los ejemplos más representativos son Se7en y Fight Club, dos propuestas visualmente avasalladoras pero siempre al servicio de historias que se magnifican con el trabajo del realizador tras las cámaras. 

La ciudad de Se7en está repleta de gente pero vacía de humanidad, una suerte de Sodoma previa al castigo divino, que comienza a sufrir su calvario particular en forma de perpetua lluvia. La película es sórdida y no quiere que la esperanza participe. Su fotografía oscurece ambientes decadentes envueltos en atmósferas insanas.

Este ejercicio de estilo se redimensiona cuatro año más tarde con Fight Club, en la que el despliegue de medios visuales acapara la pantalla desde el primer momento. La fotografía se vuelve todavía más contrastada y adquiere una textura de hiperrealidad. Los ambientes se aproximan a lo apocalíptico y transitan la decadencia más absoluta.

La mayor parte de la película transcurre de noche y el despliegue de recursos es formidable. La cámara se desata y presenta las ideas más llamativas de la filmografía de Fincher. Su capacidad creadora se estimula y llega a sobrepasar los límites de la técnica. Así llega a innovar en este campo al exigir recursos que no se contemplaban hasta la fecha, como el plano de la cámara saliendo desde la papelera, tan efectista como efectivo, un recorrido por los males consumistas de la sociedad contemporánea..

En un mundo cinematográfico regido por estándares, Fincher destaca por su capacidad para diferenciarse del resto. Ese talento visual que los lleva a colocar la cámara en el punto más adecuado para generar la máxima respuesta en el público. Cine de vocación lúdica, en el cual la audiencia se torna el auténtico centro de atención. El objetivo pasa a ser impactarla de entrada y conseguir que se sumerja lo antes posible en la trama.

Esa fluidez en la narración es probablemente la mayor virtud del director estadounidense. Los planos se alejan del estatismo y destacan por su movilidad casi constante: la imagen parece tener vida propia, el montaje lubrica la construcción de escenas y el tono siempre encuentra matices diferenciadores en una filmografía que también está comandada por el suspenso.

Matices diferenciadores que Fincher sabe leer para convertir cada obra en una pieza con entidad propia. Matices iniciales que, advertidos a tiempo, desembocan en un producto diametralmente opuesto al previo. Detalles que una mente en piloto automático no advertiría, pero a los que un Fincher inconformista y con afán de autosuperación se aferra para explorar nuevos terrenos. No podría entenderse de otra manera que dos proyectos tan similares como Se7en y Zodiac acaben siendo dos propuestas casi antagónicas. 

Con The Silence of the Lambs (El Silencio de los Inocentes, Jonathan Demme, 1991) aún resonando en el subconsciente colectivo, Fincher decide embarcarse en un rodaje sobre otro asesino en serie y no sólo sale bien parado sino que convierte a Se7en en un clásico instantáneo. Con su propia obra como referente a superar, 12 años más tarde se embarca en otro proyecto tan similar que la amenaza de estancamiento temático hace dudar hasta a sus acérrimos defensores. 

Sin embargo, son esos matices y una mente en constante carburación los que hacen de Zodiac una película alejada de los estándares del cine de asesinos en serie. La bajada a los infiernos de su predecesora se convierte en el dibujo de una obsesión: la de un ilustrador, un detective y un periodista con el ‘Asesino del Zodíaco’. 

El foco cambia, como también lo hace la puesta en escena. En este caso, la luz invade las escenas, la luminosidad se apodera de la fotografía y la planificación huye de todo morbo hacia la muerte. Si Se7en era una película post mortem, los asesinatos en Zodiac sí se filman, pero son crudos, secos. Se elimina todo atisbo de espectacularidad o grandilocuencia. El trazo tiende a lo clásico aunque, paradójicamente, el film se torna más personal. 

En Fincher, las películas formalmente menos llamativas son aquéllas que más se acercan a la considerada propuesta de autor. En Zodiac ya se atisba una tendencia hacia la renuncia a lo excéntrico. Una decisión que allana el terreno de la exploración de los códigos y le permite convertir la caza de un asesino en una auténtica obsesión que se traslada al público. Una constante búsqueda infructífera, un continuo anticlímax que presenta su mayor exponente en un final lo más alejado posible de los estándares de este género.

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