El cine ya no es lo que era, dicen. Y tienen razón: es otra cosa, es más, es menos, es distinto. Pero sigue siendo nuestro mapa emocional, una guía para entender el presente y un ansiolítico para nuestras fracturas más profundas. Esta lista de las mejores películas de 2024 incluyen aquellas que consiguieron decir algo nuevo en un mundo saturado de imágenes y palabras que no dicen nada, de egos mal medicados frente a una computadora.
Ningún medio es mejor que el cine para procesar las ansiedades de una época. ¿Qué nos dice estas películas sobre nosotros? Que vivimos tiempos de apocalipsis a cámara lenta. Que hasta el amor es una forma de poder. Que cuando creíamos que las salas ya eran mausoleos, que el verdadero arte estaba en los márgenes, llegan George Miller y Denis Villeneuve para demostrar que el cine espectáculo puede ser también cine de autor.
El cine, ese arte joven que ya es viejo, sigue encontrando formas de sorprendernos con historias que hablan de finales y comienzos, de instituciones que se derrumban y utopías que se desgarran desde adentro. Y nosotros, eternos espectadores, seguimos cayendo en su trampa, felices de ser engañados una vez más por la magia de las sombras en movimiento.
Veinte películas que son veinte ventanas al presente, un momento de hibridación donde todo es posible: thrillers que son tratados filosóficos, películas de acción que son poemas visuales, comedias románticas que son estudios sobre el deseo. El cine está mutando, como siempre lo hizo, para seguir contándonos quiénes somos y en qué nos estamos convirtiendo. El futuro llegó hace rato: estas son las postales que nos mandó.
Las mejores películas de 2024
20. I Saw the TV Glow (Jane Schoenbrun)
I Saw the TV Glow es una historia sobre dos adolescentes suburbanos que se encuentran en los márgenes de la realidad, unidos por una serie de televisión que es menos un programa y más un portal a otra forma de existir. La década del ’90, el VHS, las señales analógicas, la estática que separa la realidad de la fantasía: todo tiene la textura granulada de un recuerdo que podría ser un sueño. Pero esto no es nostalgia: es buscar en el pasado las claves para entender quiénes somos ahora.
La identidad es una señal que viene y va, como un canal mal sintonizado. Lo trans no es aquí tema sino textura, atmósfera, la sensación constante de estar viendo algo que te está viendo de vuelta. Jane Schoenbrun hace cine como quien escribe un diario íntimo en clave: cada escena es una confesión cifrada, cada diálogo un código que solo algunos podrán descifrar. La película es un hechizo de bajo presupuesto y alta intensidad, una carta de amor a todos los que alguna vez encontraron en la pantalla chica un espejo más honesto que la realidad.
19. El Mal No Existe (Ryûsuke Hamaguchi)
El Mal No Existe se mueve al ritmo de la naturaleza: lenta, contemplativa, aparentemente predecible. La música de Ishibashi teje una red de falsa calma, como el silencio antes de la tormenta. Ryûsuke Hamaguchi filma los árboles y la fauna como quien documenta algo que está a punto de desaparecer, no por la amenaza del “glamping”, sino por algo más profundo y terrible.
El título es una provocación: el mal no existe, dice, pero entonces ¿qué es esa sombra que crece entre los árboles? ¿Qué es ese presentimiento que hace que la música se corte de golpe, que la calma se rompa como un cristal? Hamaguchi construye una trampa elegante: nos hace creer que estamos viendo una historia sobre la bondad de la naturaleza contra la maldad humana, solo para revelarnos que las fronteras entre una y otra son más borrosas y perturbadoras de lo que queremos admitir.
18. Cónclave (Edward Berger)
En los pasillos del Vaticano, donde el poder viste túnica roja y habla en susurros, Edward Berger construye un thriller político disfrazado de drama religioso. El Papa ha muerto y con él la certeza. Ralph Fiennes navega este laberinto moral como un Dante moderno que descubre que el infierno no está abajo sino aquí mismo.
Cónclave es una radiografía del poder eclesiástico que revela sus entrañas sin caer en el cinismo fácil. Berger entiende que la verdadera tragedia no es la corrupción del poder sino su naturaleza misma: esa necesidad humana, demasiado humana, de controlar lo incontrolable. En el Vaticano, como en Wall Street, la fe es solo otra forma de moneda de cambio, y Dios un accionista silencioso que nunca asiste a las reuniones de directorio.
17. La Habitación de al Lado (Pedro Almodóvar)
La Habitación de al Lado, la primera película de Pedro Almodóvar en inglés, es un susurro sobre la muerte elegida. No hay rojos carmesí ni melodramas desatados – aquí todo es contenido como un último respiro. Dos mujeres, dos gigantes (Tilda Swinton y Julianne Moore), se encierran en una casa modernista para ensayar una despedida.
Martha ya no quiere seguir siendo lo poco que el cáncer dejó de ella. Ingrid acepta el papel de testigo, ese rol incómodo de quien debe mirar sin intervenir. La cámara de Almodóvar se mueve entre ellas como un fantasma discreto, registrando esas últimas conversaciones donde la vida se repasa como quien hojea un álbum de fotos antes de guardarlo para siempre.
Hay política en esta intimidad: cada vez que la policía asoma, nos recuerda que hasta morir tiene sus burócratas. Pero el corazón de la película está en otro lado: en esos momentos robados al final, cuando dos amigas hablan de todo y de nada, sabiendo que cada palabra es ya una forma de despedida. Almodóvar firma su película más sobria, donde incluso los destellos de su diseño sirven para iluminar el camino hacia esa habitación donde todos, tarde o temprano, tendremos que entrar.
16. The Bikeriders (Jeff Nichols)
Los Vándalos no querían salvar el mundo: querían inventar uno nuevo a su medida. Con The Bikeriders, Jeff Nichols desentierra la historia de este club de motociclistas de los 60’s, com Tom Hardy y Austin Butler como las dos caras de esta moneda: uno jugando a la respetabilidad con reglas propias, el otro abrazando el caos como religión personal.
Pero es Jodie Comer quien roba la película como Kathy, nuestra Virgilio en este infierno de cuero y cromado. Su voz nos guía por el laberinto masculino de Los Vándalos, ella es la que ve venir la tormenta cuando el sueño de libertad empieza a derrumbarse desde adentro. Es la que entiende, como todas las mujeres en las películas de Scorsese, que amar a los chicos malos es una forma de masoquismo romántico.
Nichols venera la estética rebelde pero también muestra el precio de vivir en los márgenes. Los 60’s se están muriendo y con ellos todas las utopías: Los Vándalos son los últimos mohicanos de una tribu condenada, demasiado salvajes para el sistema, demasiado románticos para el crimen organizado. Su libertad es su condena.
15. Challengers (Luca Guadagnino)
Hay películas sobre tenis y hay películas sobre deseo. Challengers es ambas cosas y ninguna. Luca Guadagnino convierte la cancha en un campo de batalla erótico donde cada peloteo es un acto de seducción, cada punto un orgasmo contenido.
Tres cuerpos – Zendaya, Josh O’Connor, Mike Faist – orbitan entre sí como planetas condenados a colisionar. La trama es simple como un saque de abajo: una ex promesa del tenis convertida en entrenadora manipula el destino de dos jugadores que son, también, sus amantes pasados o futuros. Pero la simplicidad es engañosa. Bajo la superficie deportiva late una historia de poder, deseo y control donde ganar un partido es lo de menos.
La cámara de Guadagnino convierte cada mirada en una promesa de placer o traición. El tenis aquí es solo una excusa, un telón de fondo para explorar cómo el deseo nos hace sus prisioneros voluntarios. Los personajes juegan al tenis, sí, pero el verdadero juego es otro: ese donde las reglas cambian con cada gemido y cada gota de sudor.
14. Nosferatu (Robert Eggers)
Robert Eggers desentierra al vampiro original y lo hace brillar con una luz nueva y antigua a la vez. Su obsesión por la precisión histórica no es un capricho: es la llave maestra para abrir puertas que creíamos cerradas hace un siglo. Este Nosferatu respira el aire viciado del siglo XIX, cuando el terror a lo extranjero se mezclaba con el deseo en un cóctel tan tóxico como irresistible.
El Conde Orlok de Bill Skarsgård es más que un monstruo: es la encarnación de todo lo que la sociedad victoriana temía y ansiaba. Lily-Rose Depp tiembla como Ellen, pero su temblor tiene tanto de éxtasis como de horror. Entre ellos, Nicholas Hoult y Willem Dafoe componen rostros que parecen escapados de una película expresionista alemana, como si el tiempo fuera una ilusión que Eggers puede doblar a voluntad.
La película es una gloria visual que tiene tanto de Stoker como de Murnau, pero no se contenta con la imitación. Eggers excava en los cimientos del género para encontrar su médula: ese punto donde el sexo y la muerte bailan eternamente. Las ratas traen la peste, las sombras devoran la ciudad, y en el centro de todo está ese deseo primitivo que ninguna época puede domesticar. Como dice Van Helsing: hay cosas que no podemos entender, pero que existen. El vampiro de Eggers es una de ellas.
13. Dune: Parte 2 (Denis Villeneuve)
El desierto es un monstruo que respira. Villeneuve lo entendió: su Arrakis no es un escenario, es una bestia primitiva que devora a quienes pretenden dominarla. En Dune: Parte 2 no hay lugar para la templanza: todo es exceso, todo es vertiginoso, todo pulsa con la urgencia de una profecía que se cumple a sí misma.
Paul Atreides camina entre dos mundos como quien camina sobre brasas. Timothée Chalamet es la encarnación de un héroe que desafía todos los arquetipos: es mesías y fraude, guerrero y amante. Los Fremen lo miran como quien mira un milagro o una blasfemia – no hay punto medio en el desierto. Su madre, Lady Jessica, teje intrigas religiosas como quien sabe un destino, mientras Chani niega la divinidad del hombre que ama. Es Shakespeare en el espacio, pero Shakespeare después de un mal viaje de especia: todo es más grande, más violento, más inexorable.
Cada plano es una bóveda que se pierde en el infinito, cada escena un vitral que filtra una luz alienígena. La película es una bestia de dos cabezas: por un lado, el espectáculo aplastante, la guerra santa en tecnología IMAX; por otro, la intimidad ardiente de un drama sobre el poder y la fe, sobre el amor y la traición. Hans Zimmer compone música como quien inventa un nuevo idioma para hablar con dioses olvidados. Y en el centro de todo, el desierto sigue respirando, indiferente a las pequeñas tragedias que se desarrollan en sus dunas.
12. La Quimera (Alice Rohrwacher)
Arthur Harrison (Josh O’Connor) camina por Italia como un fantasma que busca otros fantasmas. Ex arqueólogo devenido ladrón de tumbas, tiene un don extraño: puede sentir dónde los antiguos etruscos enterraron sus tesoros. Pero lo que busca en esas tumbas no son las joyas que venderá en el mercado negro: busca algo más esquivo, más personal, algo que tiene que ver con la forma en que los vivos y los muertos siguen conversando a través de los siglos.
Alice Rohrwacher construye una película que se mueve entre lo real y lo mágico. Las canciones populares y el arte naíf se mezclan con la melancolía de O’Connor, cuyo rostro parece un mapa de pérdidas no identificadas. La cámara se mueve a ras del suelo, entre la tierra húmeda y antigua, pero la historia flota como un globo que podría escaparse en cualquier momento hacia lo fantástico. Es un equilibrio precario y hermoso, como caminar por la cuerda floja entre dos mundos.
La directora italiana nos da un filme que respira como la tierra misma: a veces pesada, a veces ligera, siempre viva. Arthur es un hombre que parece haber perdido su lugar entre los vivos sin encontrar su lugar entre los muertos. La Quimera susurra que quizás todos estamos un poco así: perdidos entre el aquí y el más allá, buscando tesoros en la oscuridad cuando lo que realmente buscamos es una forma de sentirnos en casa.
11. Amor, Mentiras y Sangre (Rose Glass)
En el Nuevo México de 1989, los músculos son una forma de religión y los esteroides su comunión. Rose Glass toma el cine de género masculino -ese de gimnasios y venganzas- y lo retuerce hasta convertirlo en algo nuevo: una historia de amor queer que pulsa con la intensidad de un corazón sobredosificado. Jackie, la fisicoculturista vagabunda, llega a un pueblo polvoriento con un sueño de competir en Las Vegas y termina encontrando algo más peligroso que los esteroides: el amor.
Lou, la dueña del gimnasio con una rabia siempre a punto de estallar, ve en Jackie algo más que músculos: ve una salida, una posibilidad, un fuego que hace juego con el suyo. Su primera intimidad es a través de una aguja -esteroides antes que besos-, y así será su amor: químico, adictivo, potencialmente letal. Kristen Stewart y Katy O’Brian construyen una química que es pura electricidad, un amor que es tanto liberación como condena. El padre de Lou, un gángster que gobierna el pueblo como un pequeño dictador patriarcal, es el catalizador que convertirá este romance en una explosión de violencia.
Mientras el Muro de Berlín cae en la televisión, Jackie y Lou construyen su propia revolución a base de deseo y sangre. Glass crea un mundo hiperbólico de neones y sintetizadores, donde los cuerpos son tanto prisión como escape. Amor, Mentiras y Sangre no es una película sobre el amor queer: es una película sobre el amor como acto de resistencia, sobre cuerpos que se rebelan contra un mundo que los quiere dóciles y predecibles. Es Paul Verhoeven en clave lésbica, un cuento de hadas al revés donde el “felices para siempre” viene manchado de sangre y aceite de máquinas.
10. Guerra Civil (Alex Garland)
En Guerra Civil, la pesadilla americana finalmente llegó a casa. No vino del espacio exterior ni de una potencia enemiga: surgió de las entrañas mismas de la nación, como un cáncer que uno ya no se molesta en disimular. Alex Garland filma el apocalipsis doméstico sin manual de instrucciones – aquí no hay buenos ni malos, solo estadounidenses matando estadounidenses por razones que ya nadie recuerda.
En este paisaje de horror cotidiano, cuatro periodistas atraviesan una tierra de nadie que alguna vez fue su país. Kirsten Dunst, con sus ojos muertos de tanto ver, encarna a una fotógrafa que ya no cree en el poder salvador de las imágenes. A su lado, una novata aprende que documentar el horror no te hace inmune a él. El viaje hacia Washington se convierte en un descenso a los infiernos donde cada foto es un epitafio para la democracia americana.
La cámara se mueve como un testigo, documentando la barbarie con la misma frialdad clínica con que los personajes disparan sus cámaras. No hay música épica ni discursos sobre la redención: solo el sonido de una nación suicidándose una y otra vez. Garland construye un espejo negro donde Estados Unidos puede verse tal como es: un experimento fallido en convivencia civilizada que terminó en un festival de sangre fratricida.
9. All We Imagine as Light (Payal Kapadia)
La luz, esa obsesión de Payal Kapadia, se cuela por los bordes de Mumbai como una promesa a medio cumplir. En esta ciudad de sueños ajenos, tres enfermeras cargan con sus propias ausencias: Prabha y su marido fantasma en Alemania, Anu y su amor prohibido por ser musulmán, Parvaty y su casa que pronto será escombro. La directora las filma como si fueran personajes de Ray extraviados en una película de Wong Kar-wai: todo es azul, melancolía y deseo contenido.
El arroz llega de Alemania en una olla eléctrica y trae más preguntas que respuestas. Las piedras vuelan contra carteles que prometen departamentos de lujo —”el privilegio es para los privilegiados”, dice la ironía en letra chica—. Mumbai es una ciudad que devora sueños y escupe realidades, pero Kapadia no está interesada en hacer cine de denuncia: prefiere los espacios entre las palabras, los silencios que dicen más que los diálogos.
Y entonces la película da un giro: del realismo urbano al misticismo rural, del azul de Mumbai al verde de la costa. Un pescador casi ahogado se convierte en médium involuntario, y de repente estamos en territorio de Apichatpong Weerasethakul pero con ADN propio. Kapadia construye un cine que es como sus personajes: atrapado entre tradiciones y modernidad, entre Este y Oeste, entre lo real y lo soñado. La luz, al final, no ilumina respuestas: apenas dibuja mejor las preguntas.
8. Kneecap (Rich Peppiatt)
La lengua es un campo de batalla y el rap es su arma de destrucción masiva. Kneecap llega como un uppercut al mentón del cine biográfico tradicional: sin concesiones, sin nostalgia, sin edulcorantes. Rich Peppiatt filma Belfast como territorio ocupado donde cada palabra en gaélico es una granada de mano contra el imperio del inglés.
Mo Chara, Naoise y DJ Próvaí no actúan: son la encarnación del caos en forma de power trio irlandés. Se interpretan a sí mismos como quien prende fuego un cóctel molotov: con la urgencia del que sabe que no hay mañana. Entre la ketamina y la revolución cultural, entre Trainspotting y la guerra de guerrillas lingüística, el filme avanza como un tren sin frenos hacia el corazón de la resistencia irlandesa.
Y entonces aparece Michael Fassbender como Arlo, el padre fantasma, el revolucionario que fingió su muerte y dejó atrás una familia rota. Es Shakespeare en medio del punk, es la vieja guardia del IRA mirando con orgullo y tristeza a una generación que heredó sus cicatrices pero baila sobre ellas. Kneecap es eso: la revolución con beats demoledores, la lengua irlandesa transformada en arma contra el aburrimiento de la ocupación cultural.
7. La Bestia (Bertrand Bonello)
Bertrand Bonello viaja al futuro para contarnos el presente: París 2044, donde la emoción es una amenaza y la inteligencia artificial es la nueva policía del pensamiento. No hay pantallas, no hay redes sociales, no hay autos: solo el vacío aséptico de una sociedad que ha declarado la guerra a lo imprevisible. La distopía de Bonello es como Ballard reescrito por Henry James: el horror no está en la tecnología sino en el miedo a sentir.
En La Bestia, Léa Seydoux y George Mackay bailan un vals romántico a través del tiempo: 1910, 2014, 2044. Cada época es una variación del mismo amor imposible, cada encuentro una nueva oportunidad para el desastre. En el París de la belle époque, entre muñecas mecánicas e inundaciones premonitorias, el amor es todavía posible. En el Los Angeles de 2014, es una pesadilla lynchiana. En el futuro, es un virus que hay que erradicar.
El “proceso de purificación” promete limpiar el inconsciente de traumas pasados, pero ¿qué queda cuando nos quitan el miedo, el deseo, la memoria? Bonello convierte la historia de James en una sinfonía sobre la resistencia a convertirnos en suburbios del alma. El final es como una piña seguido de una caricia inesperada: el director francés nos recuerda que, a veces, el verdadero horror es la ausencia de horror.
6. No Esperes Demasiado del Fin del Mundo (Radu Jude)
El apocalipsis ya está aquí, pero no es como lo imaginábamos: es Angela, diminuta y feroz, corriendo por Rumania con una agenda imposible y la boca llena de malas palabras. Es una asistente de producción que filma videos corporativos de seguridad mientras escupe TikToks como quien respira. Es el capitalismo contemporáneo devorándose a sus hijos mientras finge que los cuida.
La película salta entre el presente y fragmentos de un filme comunista de 1981 sobre una taxista agobiada, como diciéndonos que algunas cosas nunca cambian: los trabajadores siguen siendo explotados, solo que ahora con mejores teléfonos. La genialidad está en cómo Radu Jude hace que estos dos mundos colisionen cuando Dorina Lazar, la estrella del filme antiguo, aparece como una de las entrevistadas de Angela. El pasado y el presente se miran a los ojos y se reconocen.
Todo culmina en una toma fija extensa que es como un milagro amargo: todo lo que la película venía construyendo explota en una sinfonía de humor negro y verdad cruda. Es cine que te hace reír mientras te duele, que te muestra cómo vivimos hoy mientras te sugiere que quizás siempre vivimos así. No esperes demasiado del fin del mundo, nos dice Jude, porque el verdadero apocalipsis es el día a día.
5. Furiosa: de la Saga de Mad Max (George Miller)
George Miller vuelve al desierto post-apocalíptico, pero esta vez trae un origen: el de esa guerrera que conocimos con el rostro curtido de Charlize Theron. Aquí es Anya Taylor-Joy quien encarna a una Furiosa más joven, más ingenua, todavía aprendiendo que el mundo ya no puede desprenderse de su propia muerte.
No es fácil hacer una precuela cuando ya conocemos el destino. Pero Miller, ese loco genial, convierte la inevitabilidad en combustible narrativo. Cada secuencia de acción es un escalón más en el descenso de Furiosa hacia la dureza: la vemos perder su inocencia entre las ruedas del caos, aprender las lecciones del yermo bajo la sombra de señores de la guerra como Dementus (Chris Hemsworth) y un joven Immortan Joe.
Furiosa es poesía en salvaje movimiento, un evangelio sobre la venganza y la pérdida, donde cada explosión cuenta una historia y cada persecución es una lección sobre la supervivencia. Miller sigue siendo fiel a sí mismo: prefiere contar con metal retorcido y gasolina ardiente que con palabras. Y en el centro de todo, una niña que se convierte en guerrera no por elección sino por necesidad, aprendiendo que en este mundo muerto la esperanza es un lujo que hay que ganarse a puño limpio.
4. Cerrar los Ojos (Víctor Erice)
Víctor Erice vuelve después de treinta años como si nunca se hubiera ido: con esa luz que se cuela por las ventanas como en El Sur, con esos susurros familiares que evocan El Espíritu de la Colmena. La memoria es un laberinto donde las películas son el hilo de Ariadna, y el viejo maestro lo sabe.
En Cerrar los Ojos, un director retirado persigue el fantasma de una película inacabada, de un actor desaparecido, de un tiempo que se fue. No es una historia sobre hacer cine: es una historia sobre el cine como máquina del tiempo, como portal dimensional, como último refugio contra la muerte. Erice filma la era del streaming como quien documenta el fin de un mundo: con la precisión melancólica de quien sabe que ya no hacen las cosas como antes.
El cine, sugiere Erice, es ese milagro que nos permite mantener vivo el pasado después de que ha muerto dentro nuestro. Las imágenes son como fantasmas que habitan en la luz del proyector, esperando el momento preciso para manifestarse. La escena final es un nocaut emocional que confirma lo que ya sabíamos: el gran maestro español no ha perdido el toque. Solo esperaba el momento preciso para recordárnoslo.
3. El Jockey (Luis Ortega)
Remo Manfredini es como la Argentina: un país y un hombre en perpetua crisis de identidad. Luis Ortega lo filma primero como estrella caída del turf, después como alien con amnesia vestido de mujer vagando por Buenos Aires. El accidente que le borra la memoria es apenas una excusa: la verdadera historia es sobre cómo mirar el mundo con ojos nuevos cuando los viejos ya no sirven.
En El Jockey, Buenos Aires es un circo surreal donde Remo/Dolores —Nahuel Pérez Biscayart haciendo una versión trash de Buster Keaton— redescubre que lo irracional es la única lógica posible. La película es bella como el encuentro fortuito de Arlt y Bowie en una milonga del fin del mundo. Los mafiosos son como personajes de historieta vieja, el hipódromo parece sacado de un trance psicodélico, y la identidad de género es menos una declaración política que una forma de renacimiento.
“¿Qué tengo que hacer para que me ames otra vez?”, pregunta Remo. “Debes morir y nacer de nuevo”, le responden. Y eso hace: muere como jockey autodestructivo y renace como Dolores, exploradora de una Buenos Aires que es mapa y territorio de todas las crisis posibles. Ortega filma esa metamorfosis como quien documenta un experimento, con manía de científico loco y sensibilidad de poeta maldito.
2. Anora (Sean Baker)
La calle es una escuela donde algunas personas aprenden a fingir tan bien que casi parece verdad. Ani —que odia que la llamen Anora, gracias— lo sabe: sus movimientos en el club de striptease son una coreografía perfecta de deseo prefabricado. Baker filma ese mundo sin moralismos baratos, con la misma honestidad brutal con que Ani cobra sus servicios.
Y entonces aparece Ivan, el ruso millonario con cara de niño perdido, proponiendo un cuento de hadas express: mansión, viajes en jet privado, matrimonio en Las Vegas. Ani, que ha vendido fantasías toda su vida, compra esta última con la desesperación de quien sabe que es la última oferta. Pero los cuentos de hadas tienen fecha de vencimiento, especialmente cuando los padres oligarcas mandan matones para rescatar al príncipe de las garras de Cenicienta.
Lo que hace Baker en Anora es puro malabares con géneros: comedia romántica que muta en thriller que deriva en drama social que vuelve a ser comedia pero ahora con los bordes manchados de realidad. Ani pelea por su cuento de hadas con uñas y dientes, con la misma determinación con que se sacaba la ropa por dinero. No hay final feliz ni final triste: hay final real, que duele más que cualquier fantasía.
1. Un Hombre Diferente (Aaron Schimberg)
En Un Hombre Diferente, Sebastian Stan interpreta a Edward, un hombre que vive atrapado en el teatro involuntario de su cara, donde cada mirada ajena es un reflector que expone su deformidad, la deconstruye, la convierte en espectáculo sin su permiso. Un experimento científico logra arreglar su rostro de Edward, y el horror corporal muta en pesadilla existencial. Pero la película de Aaron Schimberg no es una fábula sobre la belleza interior: es un laberinto de espejos donde la normalidad es la máscara más elaborada de todas.
Además está Ingrid (Renate Reinsve), la vecina dramaturga, para convertir la historia de Edward en arte, el cuerpo en texto, la deformidad en representación. Y Oswald (Adam Pearson), un actor que comparte la misma condición de Edward antes de la operación, pero que es todo lo que Edward no era: carismático, seguro, magnético.
Schimberg construye su película como una muñeca rusa de identidades: Edward, ahora lindo, interpreta a su yo anterior mientras Oswald, su doble “auténtico”, mira desde la platea. Un Hombre Diferente es el encuentro entre Lynch y Kaufman en clave de body horror existencial. Edward descubre que cambiar de cara no es cambiar de destino: sigue siendo un extraño, ahora también para sí mismo.