Winnie the Pooh: Miel y Sangre fue la anti obra maestra definitiva del 2023, arrasando en los premios Razzie con un récord histórico: Peor Película, Peor Director, Peor Guión (Rhys Frake-Waterfield), Peor Pareja de Cine (Pooh y Piglet) y Peor Remake/Secuela. Si la primera película era mala, pero genérica, Winnie the Pooh: Miel y Sangre 2 parece más autoconsciente de su condición existencial y profundiza en la basura con orgullo.
Con un presupuesto de 100 mil dólares, la ópera prima logró recaudar más de 4 millones de dólares en taquilla. Antes de su estreno comercial, ya se había anunciado una secuela, con un reparto homicida extendido: Tigger y Owl -que entraban en dominio público más tarde- se sumaban al festival gore, donde un Winnie the Pooh con complejo de abandono se convierte en un émulo de látex de Leatherface, que corre por El Bosque de los 100 Acres para matar indiscriminadamente.
Básicamente, eso también es todo lo que sucede en Winnie the Pooh: Miel y Sangre 2, en la que el oso titular y sus amigos producen una serie de asesinatos heroicamente lobotomizados. Incluso partiendo de la misma premisa, se puede decir que la primera película es mucho menos… psicodélica… que la secuela. Si en 2023 Frake-Waterfield utilizó la fórmula de un slasher genérico, la segunda parte va un poco más allá, asimilando por completo y sin restricciones el ridículo, la extravagancia y el kitsch de su puesta en escena.
La estética del caos de Winnie the Pooh: Miel y Sangre 2
La historia de Winnie the Pooh: Miel y Sangre 2 se centra en Christopher Robin (Scott Chambers), un joven atormentado por un catálogo de traumas: sus delicados amigos de la infancia se han convertido en maníacos asesinos; vio cómo su hermano gemelo era secuestrado cuando eran niños; la comunidad lo acusa de haber provocado la masacre del año anterior (alerta metacomentario: se está haciendo una película sobre el hecho), por lo que se convirtió en el paria de Ashdown.
La película intenta en un principio establecer una similitud entre Christopher y los híbridos debido a su condición de marginados, pero lo hace sin convicción. Incluso se anima a presentar una especie de historia de origen de las bestias -con el monólogo confesional del enorme Simon Callow, cuya preparación para el papel seguramente consistió en varios tragos fuertes, sin hielo-, cuya simplicidad sería insultante si no estuviera acompañada de una mediocridad generalizada, que apuesta todo a una brutalidad gráfica filmada de manera caótica y apenas iluminada.
Winnie the Pooh: Miel y Sangre 2 es la segunda parte de un universo de terror de cuentos clásicos -TCU (Twisted Child Universe)-, con películas de Peter Pan y Bambi en camino. Pero hasta ahora, Frake-Waterfield -y su guionista Matt Leslie– no hicieron nada con la propiedad intelectual más allá de presentar el reverso corrosivo de los personajes y su entorno: no hay un concepto detrás que indique una intención de ser otra cosa que la apropiación legal de una tumba, un revisionismo perverso que si bien no funciona como parodia, ejerce una extraña fascinación por su pésima ejecución.
Como decía Douglas Sirk, “hay una distancia muy corta entre el arte elevado y la basura. Y la basura dotada de locura es la más cercana al arte”. Una película sumamente mala irradia una estupidez tan asombrosa como genial. A pesar de tener un presupuesto diez veces mayor que la original, la total falta de creatividad, los disfraces grotescos y los efectos visuales indigentes de Winnie the Pooh: Miel y Sangre 2 por momentos causa un humor demencial, que compensa su objetiva mala calidad con un realismo patético y exagerado. Frake-Waterfield se posiciona definitivamente como el Ed Wood del terror moderno.