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Crítica Winnie the Pooh: Miel y Sangre | La Deconstrucción de la Infancia

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¿Alguien dudaba de que Winnie the Pooh no escondía un ser perturbado?
1.5/5

Crítica Winnie the Pooh: Miel y Sangre de Rhys Frake-Waterfield

Es tiempo de la deconstrucción de la infancia. ¿O alguien dudaba de que ese oso de peluche no escondía un ser perturbado, que su empalagosa sabiduría de autoayuda no era el disfraz de alguna psicosis homicida y que esos abrazos “del tamaño correcto” no eran una forma de goce perverso? Winnie the Pooh: Blood and Honey (Winnie the Pooh: Miel y Sangre) es el retorno de lo reprimido de AA Milne, su lado oscuro visto a través del escepticismo posmoderno y la certeza de que toda bondad supura algo insano por debajo.

El Bosque de los Cien Acres ha visto algunas cosas inquietantes a lo largo de los años: escasez de tarros de miel, días bastante ventosos, la amenaza omnipresente de un Heffalump. El siguiente nivel lógico era convertirlo en un campo de exterminio. ¿Hay algo mejor que explorar las heridas psíquicas persistentes de la infancia, jugar en contra de las ansias de nostalgia y fantasía reconfortante con una versión neurótica del personaje más estúpidamente feliz y condescendiente de la historia?

“Un niño llamado Christopher Robin se encontró con unas criaturas adolescentes de lo más inusuales: unos mestizos que algunos describirían como abominaciones. Se hicieron amigos. Les llevaba comida, y cada día que pasaban juntos su vínculo se fortalecía y crecía. Finalmente, Christopher tuvo que tomar la difícil decisión de dejar a sus amigos para ir a la universidad, obligándoles a valerse otra vez por sí mismos. Entonces, llegó el invierno”. 

Esta introducción de la película -hecha de rústicos bocetos de dibujos animados– impone una lectura cínica sobre las buenas intenciones: Christopher convirtió a esas criaturas únicas y excepcionales en parásitos, en animales sin animalidad, que ante el frío y el hambre deben enfrentar su espejismo de felicidad a una realidad devastadora. El resultado es una traumática vuelta al origen y la ley del más fuerte que se traduce en un ritual caníbal en el que se comen al pobre Ígor. Luego juran venganza contra su tutor abandónico, y contra toda la humanidad.

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Winnie the Pooh: Miel y Sangre

Convenientemente, la humanidad representada en la película merece ser masacrada: María (Maria Taylor) -que sufre de trastorno de estrés postraumático después de haber sido acosada por un fan creepy- busca tranquilidad en una finca antigua con cinco amigas. Chicas saludables, carentes de personalidad y de inteligencia básica, que después de una larga reflexión deducen que el Get Out Bitches escrito en la ventana con la sangre de una de ellas fue escrito por el potencial asesino.

Las cosas cambiaron en el Bosque de los 100 Acres: las ínfulas bondadosas, la perspectiva espiritual satisfecha y la sabiduría amable de Pooh se convirtieron en un fetichismo de la violencia y la tortura; la preferencia de Piglet por el jamón de pata negra ahora es obsesión por las vísceras humanas. 

Todo sería una excelente comedia si no fuera una pésima película de terror, que no está interesada en disfrutar de su propia estupidez y del infame saqueo de la propiedad intelectual, sino que se toma a sí misma como gore serio y que en realidad es una réplica sin imaginación de los tropos más aburridos del género y sus vacíos lógicos, que son descuidados incluso para los estándares generosos que se aplican a algo llamado Winnie the Pooh: Miel y Sangre.

Es cuestión de preferencias: ¿está peor escrita, dirigida o actuada? Rhys Frake-Waterfield hace una película insultantemente barata, de una insipidez y displicencia abrumadoras, que no aprovecha la lisergia inherente de su premisa sino que adapta su idea a un repertorio intrascendente de lugares comunes, que no apuesta por una estética subversiva del caos, sino que se conforma con presentar solo una versión desquiciada de la infancia. 

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