“Dale a un hombre una máscara y te dirá la verdad”
Oscar Wilde
Crítica Joker 2 de Todd Phillips
En 2019, Todd Phillips creó un espectáculo pop corporativo lleno de contradicciones: Joker era una película antisistema que ganaba premios y reflejaba los efectos del capitalismo tardío mientras recaudaba mil millones de dólares. Era punk, retorcida, excitante. Pero para el director, fue una especie de éxito por error: Arthur Fleck no era el símbolo anarco de un mundo enfermo, sino el producto de su crueldad e indiferencia. No había que admirarlo, sino compadecerlo. Por eso Joker 2 no es sólo un juicio a Arthur Fleck por sus asesinatos: es un juicio a la idea de que era algo más de lo que pretendía ser.
La historia de Joker 2 gira en torno al proceso legal de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), a quien un joven fiscal llamado Harvey Dent (Harry Lawtey) quiere ver sentado en la silla eléctrica. La película es un ejercicio de memoria colectiva, con el desfile de personajes secundarios de Joker como testigos al servicio de una “reflexión” sobre la justicia del espectáculo, una especie de estudio moral sobre la mente perturbada de Fleck: ¿es realmente un esquizoide con un doble homicida, o simplemente un showman frustrado que finge su locura para convertirse en objeto de adoración de las masas?
La máscara no oculta, sino al revés: hace visible las incómodas verdades personales escondidas detrás de toda normatividad. Si hacia el final de Joker Arthur llega a confundir el maquillaje con su propia piel, Joker 2 es el intento de separar al hombre roto de su alter ego malvado, una forma de recordarnos que su fuerza subversiva fue sólo una ilusión cínica, desubicada. Al analizar la locura de Fleck, Phillips mira en el espejo retrovisor la primera película y hace lo mismo que haría su payaso kamikaze: hace estallar todo a su paso, para luego contemplar con una sonrisa en los labios los escombros de una civilización que nunca fue.
Mientras la abogada Maryanne Stewart (Catherine Keener) aconseja a Arthur que se distancie de su alter ego para basar la defensa del caso en la demencia de su cliente, la que lo anima a aceptar su naturaleza nihilista es Harleen Quinzel (Lady Gaga), una paciente del Arkham Asylum con la que comparte las clases de música. Lee es una groupie con fantasías porno románticas con Joker -Arthur le parece un loco deprimente-, convertido en una figura de culto para los marginados de Gotham, que incluso tiene (alerta metalenguaje) una película para televisión que narra los eventos de su vida.
Si el género musical le daba a Phillips la oportunidad de crear un vodevil desquiciado, en su lugar pone en escena un karaoke fantasmagórico, en el que la música reemplaza los ritmos de la historia y el desarrollo de los personajes. Desorientada y redundante, Joker 2 deja de lado su intensidad dramática para concentrarse no sólo en la dialéctica romántica musical entre Arthur y Lee, sino también en la relación del propio Arthur con Joker. Las canciones interrumpen la progresión natural de la trama para intentar explorar la interioridad del protagonista, pero terminan siendo aplastados por el vacío que los rodea.
Arthur y Lee cantan una larga lista de estándares de jazz y rythm & blues -que incluyen Gonna Build A Mountain, That’s Entertainment, I’ve Got the World on a String, If My Friends Could See Me Now, For Once In My Life (They Long To Be), Close To You-, pero las melodías están reducidas a arreglos de cabaret y filmadas en el espacio negativo de la imaginación Arthur. Gaga suena bien en el registro de burlesque negro -entre Moulin Rouge y American Horror Story-, pero la voz siniestra de Phoenix cantando como Fleck resulta un espectáculo desolador.
El universo del cómic se reduce a simples referencias accesorias. Phillips utiliza los nombres, no los personajes. Incluso esta Harley Quinn es el síntoma de Joker: solo existe en la medida de estar obsesionada con él y Lady Gaga no se hace ningún intento de reemplazar su lado extravagante con algo nuevo o interesante.
El director apunta a ocultar el ardor subversivo de la primera película -cuestiones como la mitificación, la revuelta desde abajo, el colapso de los medios de comunicación, se minimizan y se ponen entre paréntesis, atribuidas a un grupo insurreccional que será rechazado por el propio Joker- en favor de un estudio de personaje que se limita a intentar ilustrar sus traumas de identidad para reforzar el lado lastimoso de un hombre necesitado de amor.
En definitiva, la Folie à Deux del título no es el trastorno compartido por Joker y Harley Quinn: es la pulsión de muerte compartida por Todd Phillips y Joaquin Phoenix. Joker 2 está tan vacía de ganas y de energía que parece un impulso autodestructivo, una forma de domesticar lo violencia de su premisa original para convertirla en castigo cinematográfico. Una planta carnívora que se vuelve vegetariana y se devora a sí misma.
Toda secuela es una película exploitation: no existe para mejorar lo anterior, sino para capitalizar y reproducir su éxito. Pero Joker 2 es una anomalía pedagógica, un acto de sabotaje. Ni suicidio artístico ni autocrítica constructiva, es menos una película que un metatexto que, como su personaje, enmascara el odio a sí mismo bajo un maquillaje colorido.