Una camioneta está estacionada en un páramo en el medio de la noche. Su ocupante permanece inmóvil, como si la canción que suena en la radio le recordara algo. Quizás sea su único momento de tranquilidad en mucho tiempo. Está esperando que amanezca para matar a su hermano. Comienza a cantar, casi si voz, como si fuera la primera vez que canta: Don’t hate me ‘cause i’m beautiful. La civilización colapsó 10 años atrás y solo se puede aspirar a un poco de dignidad. Ya no hay gente hermosa, sólo sobrevivientes. La canción es Pretty Girl Rock, de Keri Hilson, la película es The Rover (David Michôd, 2014) y el actor es Robert Pattinson.
Una escena que busca estar más allá del relato, como si Pattinson dejara el personaje para recordarse a sí mismo qué está haciendo ahí, en un desierto inhóspito de Australia, haciendo un film al que probablemente pocos prestarán atención. La respuesta es contundente: está ganándose el título de actor.
La carrera de Robert Pattinson: un actor que se inventó a sí mismo
A Robert Pattinson le llegó la fama antes que el instinto. La saga Twilight (2008-2012) fue una bomba pop, la fórmula química del éxito. Uno de esos triunfos instantáneos y vacíos que se terminan pareciendo a un estigma.
Pattinson buscó en el cine indie lo que el mainstream nunca le había dado: reconocimiento. Un millonario autodestructivo, un delincuente traicionado y otro adrenalínico, un pastor con exceso de testosterona, un condenado a muerte en el espacio, un marinero en un tour de force hacia la locura: las mejores actuaciones de su carrera están hechas de talento en toda su materialidad.
Personajes que se encuentran al borde de algún abismo mental y físico, cuya fragilidad emocional se traduce en excesos vitales o irreflexivos, en un nihilismo que será aplicado hasta el final. Figuras implosivas, en su camino de dejar de ser nadie, para empezar a ser nada.
Las primeras películas de Robert Pattinson
Sus comienzos como actor fueron toscos, unidimensionales: un chico lindo haciendo de chico lindo. Melancolía adolescente para consumo infanto-juvenil. Su debut como actor fue un debut fantasma: la única escena que rodó para Vanity Fair (Mira Nair, 2004) fue eliminada en el montaje final de la película. La edición en DVD fue más amable: se lo ve en pantalla, pero su nombre no figura en los créditos. Fue el púber-mago rival de Harry Potter (Globe of Fire, 2005, Order of the Phoenix, 2007), el vampiro lúbrico de Twilight, el músico fracasado de How To Be (Oliver Irving, 2008), un joven lleno de ira y tragedia en Remember Me (Allen Coulter, 2011).
Cuando quiso hacer algo diferente lo hizo mal. Mientras la primera Twilight (Crepúsculo) estaba en postproducción, viajó a España para interpretar a una de las personas con más genio y carisma de la historia del arte: Salvador Dalí. Robert Pattinson no desentona con lo que fue Little Ashes (Paul Morrison, 2008), un film que quiso ser provocador y resultó un melodrama kitsch sobre tres de los personajes que marcaron la cultura española del siglo XX: Dalí, Luis Buñuel y Federico García Lorca.
Pattinson confunde timidez con hipertrofia cerebral: su Dalí de 18 años es un ser al borde de la idiotez, un inadaptado social que mantiene un affaire secreto con el poeta mientras descubre su sexualidad errática y reprimida. Una actuación brusca e inexperta, mal trabajada, que borra los matices para dar un retrato deslucido de la personalidad compleja del pintor en su educación sentimental, en su incipiente carrera de freak profesional y talento desmedido.
Durante mucho tiempo me gustó hacer papeles donde la energía proviene de la inseguridad. Y luego se volvió un poco aburrido, así que básicamente elegí jugar al revés: gente que no tiene absolutamente ninguna vergüenza ni miedo. Un tipo de personas que están muy a la vanguardia, tomando decisiones dinámicamente. Es raro. Si sigues interpretando papeles, su realidad empezará a contagiarte después. Entonces, si de alguna manera sigues interpretando a los perdedores pasivos, te sentirás como uno”.
Robert Pattinson
Robert Pattinson encuentra su estilo en Cosmopolis, Maps to the Stars y Water for Elephants
El estilo expresivo lacónico y minimalista de Twilight y Remember Me funcionó con un director kamikaze, con una filmografía perturbadora como David Cronenberg. En Cosmopolis (2012) Robert Pattinson es Eric Packer, un genio del mundo de la tecnología y las finanzas que ve cómo el sistema se derrumba a su alrededor. Ha apostado todo su capital a la suba del Yen, y a pesar de las amenazas y las protestas callejeras, Packer tiene un objetivo: cortarse el pelo.
Para eso recorre una ciudad caótica que arde de descontento mientras tiene reuniones en su limusina con su amante, con su jefe de programación, de inversiones, con su esposa, con su médico -que le hace un examen de próstata ambulante-, hasta el encuentro final con un ex empleado resentido que quiere asesinarlo.
Pattinson hace un papel tan hermético como la película, otorga imprevisibilidad a un personaje con motivaciones poco claras pero definidas. Una crónica del fin de una era, en la que demuestra que puede actuar con solo una máscara de sobriedad cuando lo irracional es el fundamento de todo lo que acontece en el film.
Cronenberg volvió a llamarlo para Maps to the Stars (2014), en la que invierte su rol: Jerome es un chofer de limusinas que conoce en uno de sus recorridos a una esquizo que vuelve a Los Angeles para redimir su pasado, cuando prendió fuego a su casa en una ceremonia incestuosa con su hermano menor. Un ácido retrato de Hollywood, de sus obsesiones por la fama y el cuerpo, en el que Pattinson, en su papel secundario, repite un gestualidad cercana a la inexpresión, pero capaz de demostrar ingenuidad y ambición de un outsider que busca su lugar en un ambiente perverso, que devora toda inocencia para mantener su mito.
Para 2014, Robert Pattinson todavía no es un actor completo. Un mismo molde interpretativo para personajes que a su vez tienen cosas en común: se desarrollan en un ambiente hostil, tienen secretos que guardar, viven en una marginalidad viscosa y juvenil.
El vampiro contranatura que no mata personas de Twilight, el pintor en la España conservadora de los años ’20 de Little Ashes, el bohemio enfrentado a su padre corporativo de Remember Me, el cirquero veterinario de Water for Elephants (Francis Lawrence, 2011), el multimillonario aislado del mundo exterior de Cosmopolis, el escritor que vive la cultura de la celebridad desde el volante de un auto de lujo en Maps To The Stars.
Robert Pattinson en The Rover
Esa experiencia es llevada al extremo en The Rover, un western post apocalíptico en el que Robert Pattinson interpreta a Rey, un delincuente que es abandonado por sus compañeros tras un intento de robo. Pattinson amplía su registro con un personaje embotado y algunos tics, que no es muy lúcido, está malherido y quiere darle sentido a una vida que ha perdido todo significado. Ese sentido se lo da Eric (Guy Pierce), que lo manipula para que lo ayude en una venganza personal, entre los que se encuentra el hermano de Rey.
Si con Dalí había llevado este recurso hasta lo grotesco, aquí encuentra un equilibrio que hace creíble el desorden sináptico y emocional de Rey y que se traduce en desesperación y torpeza. Funciona como complemento de Pierce, pura determinación y racionalidad, una figura paterna para un Rey que es un sobreviviente a la segunda potencia: al crack económico que hizo desaparecer a la civilización y a la traición de su familia, y que necesita un guía en la nada de lo que queda del mundo: ser el perro de alguien.
En Good Time podías sentir su vulnerabilidad y desesperación, pero también se podía sentir su poder. También tiene esa cosa de Kurt Cobain, donde parece una estrella de rock, pero también sientes que podría ser un recluso. Se me ocurrió que en lugar de convertir a Bruce Wayne en la versión de playboy que hemos visto antes, hay otra versión que había pasado por una gran tragedia y se había convertido en un prisionero.
Matt Reeves
Life
Si en Remember Me había sumado simpatía a un personaje marcado por la tragedia y en The Rover había crecido como actor al mostrar una figura desesperada y en estado salvaje, en Life (Anton Corbijn, 2015) vuelve a su marca registrada: la mirada baja, la sonrisa forzada de la timidez de alguien que se siente incómodo fuera de su hábitat privado.
Life parece una biopic sobre el ícono juvenil de los 50’s, James Dean, pero es otra cosa: la relación entre el arte y la vida. Pattinson es Dennis Stock, un fotógrafo free lance que vive en Los Ángeles haciendo fotos de estrellas de cine. Alfombra roja y conferencias de prensa. Tiene un hijo en Nueva York y una idea fija: la exhibición de su trabajo en una galería de arte.
Cuando conoce a un desconocido Dean (Dan DeHann), que está a punto de estrenar su primera película –East from Eden (Elia Kazan, 1955)-, Stock ve algo: una figura trágica, la próxima revelación de Hollywood, una oportunidad. De allí en más tienen una relación que oscila entre la amistad y la sospecha, entre el perseguido y su perseguidor, entre el fotógrafo y su objeto.
La película funciona como un tándem: Dean es demasiado artista como para tomarse en serio, Stock se toma demasiado en serio su faceta de artista. Robert Pattinson hace el retrato de una obsesión, con la sensibilidad suficiente como para mostrar a un hombre que se mueve entre la seguridad y la duda, la intensidad y la resignación, pero siempre transitando lo indecible de la mirada.
Robert Pattinson como actor secundario
En sus papeles de relleno cumplió con el trabajo aunque sea poco, aunque no aporte nada a la trama y sí a la taquilla. Un nombre en un afiche.
Robert Pattinson participó como el mítico Lawrence de Arabia en Queen of the Desert (2015), de un irreconocible Werner Herzog intentando una épica feminista en el exotismo de Egipto; como un proto nazi en la oscura The Childhood of a Leader (Brady Corbet, 2015); como el ingenioso heredero del trono de Francia, de muerte prematura en el duelo entre caballeros más triste de la historia del cine en The King (David Michôd, 2019); en Waiting for the Barbarians (Ciro Guerra, 2019), como un militar colonialista opacado por el sadismo del general de Johnny Depp.
Robert Pattinson se reinventa como actor en The Lost City of Z
Robert Pattinson brilla en The Lost City of Z (James Grey, 2016), un viaje al corazón de las tinieblas del Amazonas a principios del siglo XX. Es la historia del coronel británico Percy Fawcett (Charlie Hunnam), un explorador al servicio de la corona que deja de estarlo para ponerse al servicio de sí mismo, de su obsesión: encontrar la ciudad perdida, cuna de la cultura originaria de América del Sur. Pattinson interpreta a Henry Costin, un científico medio alcohólico que es contratado por Fawcett como asistente.
Pattinson llena de humanidad a Costin, un hombre perdido que encuentra lo que necesitaba: un ideal. Funciona como contrapunto a la rigidez tan british de Hunnam, dando flexibilidad a las emociones en el vaivén existencial de la travesía. The Lost City of Z es una épica sin la locura megalómana de Aguirre o Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1972, 1982) o la entropía de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), pero que en su sobriedad llega a mostrar lo desmesurada que puede llegar a ser la ambición humana.
Robert Pattinson es explosivo en Good Time
Festival de Venecia, 2014. Luego de ver el estreno de Heaven Knows What (Ben y Josh Safdie) -una estética documental cercana al primer Casavettes, al Dogma 95, a los hermanos Dardenne: puro realismo sucio sobre la decadencia yonki en la Nueva York contemporánea-, Robert Pattinson no lo dudó. Se contactó con los directores para que lo tuvieran en cuenta para su siguiente proyecto. Tres años después estaba interpretando a Connie Nikas, el primer trabajo en el que está inmenso, en el que desborda la pantalla con el pulso anfetamínico de un delincuente en el límite de todo, en un viaje a lo profundo de la marginalidad.
Good Time (Ben y Josh Safdie, 2017) es tensión a 24 fotogramas por segundo. Una película punk, llena de ansiedad, en la que Pattinson se pone la máscara de sordidez que la falta de sueño, las drogas caseras y las malas decisiones provocan en los expulsados del sistema. Connie es una figura paterna impulsiva, que cuida a su hermano Nick (Ben Safdie), que tiene problemas mentales.
El tratamiento psicológico pone nervioso a Nick, pero Connie tiene su propio método terapéutico para el narcisismo deprimido de su hermano: robar un banco. No hay planificación, solo actitud. El robo es bizarro -con guiños a Dog Day Afternoon (Sidney Lumet, 1975)-, y Nick termina en el hospital herido y arrestado. Su hermano va a intentar rescatarlo, pero libera a otro internado por accidente, mientras es buscado por la policía.
Un ejercicio fílmico nervioso, sin centro de gravedad, pero con el alma puesta en un Connie arrebatado, que conjuga toda su torpeza y lealtad en un coctel de autoconfianza, paranoia y exaltación. Una versión urbana y desacomplejada del Rey de The Rover: el mismo instinto de supervivencia, el mismo camino a la perdición, pero con una seguridad en sí mismo a prueba de toda racionalidad.
El existencialismo espacial de High Life
La versión espacial y anestesiada la hace en High Life (Claire Denis, 2018), un film extraño, de una serenidad inquietante, que transcurre en en el vacío infinito del universo. Si Good Time era una onda expansiva que buscaba el vértigo de la experiencia cinematográfica, High Life es todo lo contrario: un film sci-fi de engañosa pasividad, lleno de preguntas sin respuesta sobre el acto de vivir, la reproducción de la especie y la búsqueda de perpetuidad.
A un grupo de presos condenados a muerte se les cambia la silla eléctrica por una nave espacial: un escuadrón suicida con la misión de extraer energía de un agujero negro. No hay pasaje de vuelta, pero ellos no lo saben. Pattinson interpreta a Monte, el único sobreviviente de la tripulación, que resiste el tiempo por un motivo: su hija Willow, nacida en el espacio por los experimentos de inseminación artificial de la mad doctor de Juliette Binoche.
Robert Pattinson logra una conexión emocional con la niña que sostiene toda la película, le da un aura de tranquilidad frágil a un personaje que pelea en una batalla perdida y hace de esta oscura odisea espacial una reflexión sobre las fronteras del cuerpo, un retrato de la conservación bajo la amenaza del olvido.
Robert Pattinson en Damisel
Damisel (David y Nathan Zellner, 2018), es un evidente western y una dudosa comedia, en la que Pattinson hace nuevamente pareja con Mia Wasikowska -con la que había trabajado en Maps to the Stars-. Samuel Alabaster es un cowboy intolerante al whisky y un pony como caballo. Quiere rescatar a su prometida de un supuesto rapto, que es menos un secuestro que una escapada con un polvoriento bad boy.
Robert Pattinson exagera el acento sureño hasta deformarlo -el antecedente desprolijo del tono perfecto del pastor de The Devil All the Time (El Diablo a Todas Horas)– pero parece amenazante en su enamoramiento y obstinación. Una papel deslucido, en el que no queda claro dónde termina la parodia y comienza la sobreactuación.
El mejor papel de la carrera de Robert Pattinson: El Faro
Como había ocurrido con los Safdie, Robert Pattinson llamó al director Robert Eggers después de ver The Witch (La Bruja, 2015) en el Festival Sundance. El resultado es un monumento al terror psicológico: The Lighthouse (El Faro, 2019).
Si Willem Dafoe como Thomas Wake es una fuerza viva que conjuga superstición, alcohol y desprecio, Pattinson como Ephraim Winslow hace una actuación de combustión lenta, en el gradual descenso a la locura de un hombre que solo quiere hacer su trabajo. Winslow huye de su pasado, Wake está atrapado en él. El joven aprendiz es humillado una y otra vez por el viejo marinero. Y el ron -y luego el querosene- como único remedio para anestesiar la soledad.
Eggers hace de su película un teatro de la crueldad asfixiante. Pattinson y Dafoe aumentan el coeficiente de rareza del film, en el duelo de dos almas rotas en la no man’s land de una isla desierta. Los intercambios confesionales, las explosiones de camaradería alcohólica, las fantasías masturbatorias, son solo la superficie de un clima de amenaza inminente que se filtra por los agujeros del relato, que Pattinson traduce en agonía mental, en violencia resentida, en el viaje sin retorno a la nada de la razón.
Robert Pattinson en Tenet y The Devil All the Time
El regreso de Robert Pattinson al mainstream fue con el pastiche temporal Tenet (Christopher Nolan, 2020), en la que interpreta a Neil, una versión pragmática y moderna de Costin, el asistente devenido acompañante terapéutico de The Lost City of Z.
Pero su último gran papel lo hizo en The Devil All The Time (Antonio Campos, 2020), un gótico ubicado en el sur profundo de Estados Unidos, habitado por personajes perturbados por la fe en un Dios silencioso que hace lo que toda superstición: fingir que permite lo que no puede evitar. Pattinson es Preston Teagardin, un joven reverendo que llega a Ohio para guiar la moral del pueblo, pero prefiere guiar a las púberes a tener línea directa con el Creador a través de él.
Pattinson llena de perversión, desprecio e hipocresía a un personaje que causa rechazo desde su primera aparición, cuando da un encendido sermón sobre la dignidad de la pobreza que se parece mucho a la humillación.
Robert Pattinson ha mostrado sus credenciales para hacer de Bruce Wayne en The Batman. Como Robert Redford, Leonardo DiCaprio o Brad Pitt, pudo salir de las etiquetas fáciles y la subestimación general del cine mainstream eligiendo papeles exigentes, ampliando su registro actoral y mostrando gran sensibilidad para interpretar todo un inventario de figuras de distinto calibre. Uno de los actores contemporáneos más interesantes de Hollywood, uno de los pocos capaces de entregarse por completo al personaje, buscando en él una sombra de eternidad.