El Napoleón de Ridley Scott es un hombre de pasiones fuertes: él mismo, Francia, Josephine, la guerra. Es un animal no domesticado, intenso y urgente en su camino hacia la gloria desmedida que transforma a un hombre en mito y que marca su inevitable caída. La película captura el patetismo inherente de la megalomanía sin esquivar el erotismo y la peligrosidad del poder, y en ese equilibrio de lo imponente y lo absurdo, Scott ofrece un retrato antiheroico del militarismo, un relato gigante sobre el poder, la obsesión y la explotación humana.
Napoleón fue un exceso histórico. Scott lo satura de pulsión de muerte en sus sueños húmedos de conquista -y su genialidad innata para hacerlos realidad- al mismo tiempo que lo humaniza cuando pierde las coordenadas de su propia humanidad: este Bonaparte cree en su propio mito, en la intimidad coge como un mono espástico y, sobre todo, tiene una incapacidad total para ver, o incluso concebir, sus propios defectos. Pero Napoleón no representa el narcisismo en sí mismo: es más bien un ejercicio solipsista, un modo de vida en el que el mundo fuera del yo no existe materialmente.
Napoleón, la deconstrucción del mito
Cuando María Antonieta camina hacia la guillotina entre el desprecio popular, la mirada de Napoleón (Joaquín Phoenix) es de una neutralidad inquietante. ¿Ve el final de régimen obsoleto asesinado por su insensibilidad? ¿O la última muestra de dignidad de una vida que no pide perdón por su idea de superioridad? Es una mirada cargada de significado, que resume un relato en el que el patriotismo disfraza el delirio de grandeza y la revolución y la conquista son el prólogo para el retorno de los fantasmas monárquicos del pasado.
En el incipit de la película, Bonaparte es un comandante de artillería que lidera a las fuerzas francesas en el asedio de Toulon en 1793. Su nerviosismo y agitación son tan evidentes como su coraje en la toma del fuerte. Esta victoria le permite progresar en la jerarquía militar durante el Reino de Terror de Robespierre y se convierte en el arma orgánica para defender y expandir la Revolución. Napoleón enmarca su ascenso en la vida pública de Francia menos como una serie de triunfos calculados que como los caprichos de un adolescente atrevido e impaciente de gloria.
Josephine (Vanessa Kirby) es su punto débil, la viuda intrigante que ha aprendido a usar su sexualidad para sobrevivir al Terror y ahora puede poner bajo su pulgar al hombre más ambicioso del mundo. La animalidad de Napoleón contrasta con la racionalidad de Josephine en un complejo juego de poder psicosexual privado, en escenas que Scott presenta con humor psicodélico. Ella es la esposa adorada y abusada por un mito; él nunca es más pequeño que cuando se da cuenta de que Josephine tiene más control sobre él que él sobre Europa. Es el encuentro entre Sthendal y Tennesse Williams. Te amo te odio dame más.
La estética de la violencia de Ridley Scott en Napoleón
Con esta película, Ridley Scott se reafirma como el heredero de la épica monumentalista de David Lean, pero con cosas de Kubrick -de hecho, la vida del militar francés fue uno de los proyectos que escribió, pero nunca llegó a realizar- y de ese manifiesto modernista que es Napoleón de Abel Gance de 1927.
Al igual que Napoleón era un teórico del caos -con el extraño don de percibir líneas estructurales de orden en la anarquía de las masas humanas en movimiento-, Scott hace de las batallas una estética. Como ningún otro director contemporáneo, la guerra es una hermosa y masiva coreografía de la muerte –Gladiator, La Caída del Halcón Negro, Cruzada, Éxodo: Dioses y Reyes–, escenas monumentales codificadas por una matemática del plano que proporciona vistas macro de maniobras y movimientos estratégicos y microinstantáneas hechas de heroísmo y miedo, gloria e indignidad, sacrificio y codicia. Es el señor de la guerra de masas del cine moderno.
Es droga ver las batallas de Austerlitz, Waterloo y el incendio de Moscú, mientras estas campañas se convierten en la película en expresiones perversas de las ambición y de la arrogancia humana, una egomanía que se traduce en un poder intimidante y un patetismo neurótico. Pero también en algo más contundente y anónimo: Scott decide terminar su película con el número de muertos en cada una de las principales batallas del militar francés, una cifra cercana a los 3 millones de muertos en menos de 20 años. Napoleón no es un héroe, es un psicópata.
Las dos horas y cuarenta minutos de la película simplemente no son el tiempo suficiente para contar una historia larga y compleja como ésta -el corte de de cuatro horas se podrá ver en Apple TV+-. Pero en definitiva, Napoleón es la puesta en escena de una violencia desmesurada y primaveral, el espectáculo épico de un ego desproporcionado, una mezcla de genialidad estratégica, neurosis y orgasmos de poder que construyen la permanente tragedia humana.