Ferrari: la vida imperfecta de un ícono según Michael Mann
Al inventar la máquina perfecta, Enzo Ferrari se transformó en una: eficiente, decidido, imperturbable, con un convulsionado mundo interior oculto debajo de una sobria elegancia. Por eso las gafas oscuras, que usa todo el tiempo: esos ojos sugieren tempestades. Ferrari de Michael Mann nos lleva al año -1957- en el que el hombre-máquina se midió con el abismo: su empresa está al borde de la quiebra, su esposa le apunta con un arma a la cabeza, su hijo legítimo murió hace un año después de una larga enfermedad, su amante regular pregunta cada vez menos amablemente si su hijo bastardo llevará el apellido que le corresponde.
Enzo Ferrari (un Adam Driver glacial, de dudoso acento italiano) tiene una visión de la vida reducida a los autos y las carreras: la obsesión como un mecanismo de defensa que le permite mantener la razón mientras transita el vacío de la pérdida, los dramas domésticos y la presión económica. El Commandatore sólo existe de verdad cuando observa sus autos rojo sangre tomar velocidad en su danza con la muerte que acecha en cada curva. Como le dice a sus pilotos Peter Collins (Jack O’Connell), Piero Taruffi (Patrick Dempsey) y Alfonso de Portago (Gabriel Leone): “las carreras son nuestra pasión mortal, nuestra terrible alegría”.
Ferrari no compite para vender autos, vende autos para poder competir. Pero el escudo que ganó todos los circuitos en los últimos años ha sido la competencia: Maserati. El ex piloto devenido empresario ahora tiene casi 60 años, y si no consigue que su equipo gane el circuito más importante de 1957 -la Mille Miglia, la carrera de 1.000 millas a través de las rutas y caminos de Italia- verá cómo cae el imperio que creó hace 10 años junto a su esposa -dueña de la mitad de la empresa- entre los escombros de Módena después de la Segunda Guerra Mundial.
El mercado no es la única fuerza que amenaza a Ferrari: Laura (una extraordinaria Penélope Cruz, con firme vocación para el martirio), es una mujer al borde de un ataque de nervios, la esposa abandonada y combativa que quiere verlo de rodillas por sus infidelidades, que lo extorsiona, le dispara, lo culpa por no salvar a su hijo como había prometido. Pronto, ella descubre lo que ya sabía todo Módena: Enzo mantiene una relación con la joven Lina Lardi (Shailene Woodley ), con quien tiene un hijo llamado Piero.
“Dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo”, Enzo le explica a sus pilotos por qué no deben frenar en las curvas para dejar pasar su rival. Pero también puede leerse como un comentario sobre sí mismo: en todos los aspectos de su vida profesional y privada conviven personas incompatibles y realidades irreconciliables.
Ferrari, la deconstrucción del mito
Con Ferrari, Michael Mann -que regresa al cine a 8 años del estreno de Blackhat– construye un estudio de carácter de fuerza y sentimiento sutiles. La imagen del Commandatore es la de un ser humano que nunca está satisfecho y que es consciente de que está a una fracción de segundo del desastre. Es la adrenalina que burbujea debajo del dolor lo que le da a la película su atmósfera de ocaso de los dioses, como ya lo había hecho en Public Enemy y en Ali. Mann brilla al filmar el comportamiento de hombres complejos que realizan trabajos de vida o muerte. Junto al director de fotografía Erik Messerschmidt (habitual colaborador de David Fincher)- llena la pantalla de emociones escondidas en el espacio entre las palabras.
Dios no juega a los dados, juega a las carreras. “Si te subes a uno de mis autos te subes para ganar”. Esa es la filosofía práctica de Ferrari: no se compite, se gana. Por ese perfeccionismo mecánico e instinto competitivo, tiene un plantel de pilotos muertos: la prensa lo llama el hacedor de viudas. Ferrari hoy es una marca, un frívolo sueño húmedo de estatus, pero Mann nos recuerda que en el pasado hubo un ser humano que luchó por un ideal, incluso sobre la vida de sus pilotos, de sus trabajadores, sus colaboradores y sus familias, para convertirse en el mito que es hoy.