Como observó Susan Sontag en su ensayo de 1965 La Imaginación del Desastre: “Solo las películas nos permiten participar de la fantasía de experimentar la muerte y más, la muerte de las ciudades, la destrucción de la humanidad”. Con Guerra Civil, ahora el cine también registra el espectáculo hard core de la guerra moderna en suelo norteamericano: Alex Garland lleva el apocalipsis now a Estados Unidos, un país en guerra consigo mismo, convertido en un infierno primitivo hecho de caos, confusión y balas compatriotas. Una distopía que funciona como el espejo deformante del clima intransigente y radicalizado de los últimos años, marcado por la erosión de las instituciones democráticas y la barbarización del debate.
Mientras las películas catástrofe de Hollywood ofrecen una elaborada estética de la destrucción -la belleza del caos, el espectáculo puro de la desintegración del espacio- combinada con la celebración implícita de los valores éticos de los norteamericanos decentes y comunes, que vinculan sus habilidades de supervivencia para formar una comunidad donde las diferencias de clase desaparecen, Guerra Civil es su reverso sociológico: en un territorio dominado por la violencia primal y la ausencia total de reglas, los individuos rompen todo lazo colectivo en un festival gore de todos contra todos: un nuevo proceso de selección natural determinado por las armas, la crueldad y el instinto asesino.
Como muchas de las mejores películas bélicas, Guerra Civil tiene la estructura de La Odisea (el primer guion de una road movie de la historia), pero responde al formato de terror postapocalíptico heredado de George A. Romero (The Walking Dead, The Last of Us, Fallout). Una fantasmagoría del desastre urbano. Una vez más, la fascinación de Estados Unidos por la puesta en escena de su propia destrucción. Home sweet home.
Crítica Guerra Civil (Civil War) de Alex Garland
Ambientada en un Estados Unidos donde las divisiones sociales han evolucionado hasta convertirse en una Segunda Guerra Civil, cuatro periodistas emprenden el camino de Nueva York a Washington con el objetivo de realizar la entrevista definitiva al despótico presidente (Nick Offerman) en sus últimos días en el poder, antes de la inminente entrada del ejército rebelde a la Casa Blanca. El trayecto es a través una no man’s land saturada de violencia, que sirve como telón de fondo de una nación política y moralmente devastada.
La sensación de confusión le da el tono a la película. A Alex Garland no le interesa explicar el origen ni la lógica del conflicto, sino mostrar sus consecuencias: los estadounidenses torturan y asesinan a sus compatriotas por razones tan diversas que ya ni siquiera sabemos a qué bando se supone que pertenecen.
Lee (Kirsten Dunst, perfecta) es la veterana fotoperiodista de guerra de ojos muertos. Como el Coronel Kurtz de Apocalypse Now, ya ha visto el horror demasiadas veces, demasiado cerca. Se asoma a la realidad como alguien que ha perdido la fe en la capacidad de las imágenes de cambiar el mundo y solo ve allí una causa perdida, un fracaso de lujo (“Pensé que mi trabajo en otros países serviría como advertencia en mi país, pero no funcionó”).
La aspirante a fotoperiodista Jessie (Cailee Spaney) es una versión joven de Lee: inexperta, entusiasta, irá asimilando el espanto a lo largo del camino. A Joel (Wagner Moura), el peligro le hace circular la sangre de otro modo: parece menos un periodista que un yonqui de las situaciones extremas, un extasiado que nunca desaprovecha la oportunidad de una buena toma por arriesgada que sea. Sammy (Stephen Henderson) es una figura paterna, la voz de razón en un mundo que la ha perdido por completo.
Guerra Civil se conecta directamente con dos clásicos del cine bélico: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) y Salvador (Oliver Stone, 1986). Alex Garland captura ese sentimiento de lo extraño, la inquietud de ver cosas que no deberían existir en un espacio determinado. Pero mientras que Stone y Coppola registran el vértice psicodélico de la guerra, la imposibilidad de sustraerse al nihilismo destructivo del entorno a través de los ojos de personajes que se han alejado de la realidad, Guerra Civil adopta una mirada insensibilizada, la aparente objetividad neutral del punto de vista de los fotógrafos.
Alex Garland no da respuestas, pero elige sus preguntas con cuidado. ¿Cuánta distancia (moral, práctica) es necesario poner entre el objetivo y la realidad? ¿Hasta dónde se puede llegar en busca de la toma perfecta que abarque la vida, la muerte, la verdad? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto puede permitirse ser neutra la mirada, considerando que toda fotografía convierte la tragedia en espectáculo y estimula el cómodo voyeurismo del espectador?
Guerra Civil gana en profundidad al explorar este impulso macabro de manera tortuosa. Como Michael Haneke en Funny Games (1997), Garland manipula el lenguaje cinematográfico para sacarnos de nuestra pasividad, para hacernos conscientes de nuestra posición como consumidores de violencia.
El desafío de cada escena consiste -según el programa de una película de terror-, en encontrar la manera de acercarse lo más posible al peligro. Sin caer nunca en una fuerte puesta en abismo, los personajes parecen encuadrar ellos mismos las secuencias. Los planos filmados se alternan con fotografías de Jessie, haciendo evidente el paralelismo entre las armas de los soldados y las cámaras de los fotógrafos: en ambos casos, lo que importa es apuntar correctamente.
Todo el cinismo del personaje de James Wood en Salvador (un fotoperiodista gonzo que ha viajado tan lejos, visto tanto y usado tantos químicos que cada historia es solo una nueva versión de cómo el mundo es un infierno) en Lee se convierte en resignación. Ella es el contrapunto moral de la película (si para Jessie y Joel la guerra es droga, Lee toma conciencia de la gravedad de lo que sucede ante sus ojos), pero las razones de su desesperación son ambiguas: ¿es el resultado de no haber advertido los horrores de la guerra hasta que suceden en su país o por haber participado de manera indirecta estilizando sus peores excesos?
Con Guerra Civil, Alex Garland explora el pathos contemporáneo
En un era calificada de posthistórica, una parte del mejor cine postmoderno invoca el caos y el fin de los tiempos para reflejar el estado de ánimo del mundo contemporáneo, marcado por la inestabilidad del presente, la incertidumbre vinculada a la ausencia de futuro, las turbulencias políticas, las amenazas económicas, el tribalismo virtual, la xenofobia, el racismo, los resentimientos de clase, la desigualdad social y el fanatismo religioso.
Si el ascenso político de figuras de la ultraderecha parece indicar el fracaso de la civilización, de las instituciones políticas, de una cultura que reprime los instintos más primarios del ser humano para permitir la socialización de la especie, Guerra Civil es la puesta en escena de viejas ideas que hablan con la urgencia de un presente que se inclina peligrosamente hacia el neofascismo.
En Civilización y sus Descontentos, Freud retoma el concepto “el hombre es el lobo del hombre” de Thomas Hobbes en Leviatán: “Los hombres no son criaturas amables, que quieren ser amadas, que a lo sumo pueden defenderse si son atacadas; son, por el contrario, criaturas entre cuyas dotes instintivas se debe contar con una parte poderosa de la agresividad. Como resultado, su prójimo es para ellos no sólo un ayudante potencial u objeto sexual, sino también alguien que los tienta a satisfacer su agresividad, a explotar su capacidad de trabajo sin compensación, utilizarlo sexualmente sin su consentimiento, apoderarse de sus bienes, humillarlo, causarle dolor, torturarlo y matarlo”.
El cine de Alex Garland (Ex Machina, Aniquilación, Men) toma la temperatura de la época, de sus violencias y estereotipos, sus identidades y miedos. Con Guerra Civil realiza una película kamikaze que aniquila las ideas que Estados Unidos tiene sobre sí mismo. El sueño americano convertido en pesadilla. American Psycho. Un viaje al corazón de las tinieblas de la política moderna y cómo representarlo: en definitiva, la película es una radiografía sobre la distancia emocional y la responsabilidad ética de la mirada.
En el final (antológico, hiperrealista, orgásmico), el trofeo de los vencedores es una fotografía en la que posan con su presa, con la mirada fija en la cámara. Desde las tomas televisivas de la represión policial que abren la película hasta su conclusión, todo conduce a una guerra de imágenes, reforzada por la falta de un discurso político explícito. Fantasía apocalíptica, denuncia, alegoría, documento y espectáculo masivo, Guerra Civil asimila las tensiones sociales para explorar la espectacularización del dolor relacionada con la búsqueda y el testimonio de la verdad. Y no hay nada más fotogénico que la muerte.