Manifiesto conceptual, banda de diseño o asociación ilícita, a esa malformación llamada Sex Pistols le alcanzó un solo disco para cambiarlo todo. Un casting de marginados malditos que prendió fuego al Reino Unido con sus impulsos nerviosos de transformación comprimidos en dos minutos. Pistol es la crónica de una revuelta social, de una época y una banda que vandalizó la Historia y reescribió el futuro de quienes no tenían ninguno.
Danny Boyle tiene las credenciales como realizador de alguien que sabe hacer del margen una estética y del sistema el lugar de la alienación. Pero si había logrado tomarle el pulso a la generación X con Trainspotting (1996) -una épica yonki saturada de los residuos ideológicos del punk-, en Pistol parece tomar distancia emocional de su propia juventud -tenía 20 años en 1976-, cuando Inglaterra fue invadida por unos terroristas culturales en su batalla de ocupación simbólica contra el establishment.
Pistol, el mito de los Sex Pistols según Danny Boyle (y Steve Jones)
Basada en la autobiografía de Steve Jones Lonely Boy: Tales From a Sex Pistol (2016), la serie tiene momentos de magia caótica, de fantasía rock, de la potencia insana del punk. Pero también está llena de clichés, de autocompasión y de exageración de la historia hasta hacer del mito algo manipulable hasta su límite kitsch. El resultado deja sensaciones mixtas. Y quizá en eso se parezca a la banda: ¿Circo mediático con un discurso político? ¿Vagabundos resentidos? ¿Héroes de la clase trabajadora? Los Sex Pistols fueron todo eso. Y mucho más.
Pistol va de menor a mayor. Es como si Boyle aprendiera los secretos de la cámara a medida que va haciendo la serie. Con los dos primeros capítulos descartables -que solo valen la pena por la banda de sonido demoledora que incluye a Bowie, T. Rex, Ottis Redding, Pink Floyd y Sly and the Family Stone-, a partir del tercero toma velocidad y comienza a captar algo de esa celebración pagana hecha de furia y asco que fue el punk. El último episodio es una H bomb filmada como un sueño lisérgico de una belleza sucia y sofisticada.
El comienzo es una puesta en escena deformada del mito de los Sex Pistols. Es el punto de vista del guitarrista -guionista y productor ejecutivo de la serie-, que desequilibra el relato a su favor, con las dosis indispensables de justificaciones, miedos, culpas, pseudoromance, triunfos y reconocimientos, que termina de dar una imagen adulterada de la banda -especialmente de Johnny Rotten, un personaje más complejo e interesante que Jones-, un grupo de conspiradores a la que Boyle no logra inyectarle la autenticidad lumpen del contexto en el que surgieron.
Pistol tiene una marcada influencia del documental definitivo de los Pistols: The Filth and the Fury (La Mugre y la Furia, Julien Temple, 2000), cuando usa imágenes de archivo intercaladas en la diégesis de la serie que muestran huelgas, a la realeza, la represión policial, a la clase media con banderitas británicas: la foto de un país dividido, al borde de una crisis social.
El punk está hecho de desempleo masivo, de familias rotas, de crisis del Estado de Bienestar y ascenso del neoliberalismo y neo fascismo. Pero a Boyle no le interesa dar explicaciones sociológicas como a Temple -ni tiene su sentido del humor, su sentido estético-anárquico-: los Sex Pistols de Pistol parecen nihilistas sui generis, salidos de la nada, un grupo manipulado por Malcolm McLaren, el mánager que los usó para hacer una gran intervención del espacio público con el objetivo de derrocar al Gobierno. “No quiero músicos: quiero saboteadores, asesinos, tropas de choque. Estoy haciendo una revolución. Del caos, el futuro puede emerger”.
¿Cómo hacer un retrato de la anarquía, el caos y la desesperación desde un formato convencional para televisión? No se puede. O solo acumulando capas de sordidez, resentimiento y peleas entre los miembros que no llegan a representar el alma de la banda.
Eso es Pistol al comienzo -luego las luchas por el poder interno se van dosificando para dejar lugar a la música, pero nunca desaparecen-, con Steve Jones como protagonista absoluto para recrear -y aumentar- su propio mito: el robo de los equipos de Bowie del teatro Odeon, el robo a la tienda de ropa de McLaren, los flashbacks de los abusos que sufrió por parte de su padrastro, su miedo escénico, los 4 días colocado de speed en los que aprendió a tocar la guitarra.
Johnny Rotten, el genio trastornado
La gran apuesta de la serie es acertada: no usa la música original, sino que usa las canciones en vivo grabadas por los actores, que le da una fuerza y veracidad estremecedoras a los conciertos, desde el pequeño motín en la escuela de arte a la sensación de tragedia inminente cuando tocan para los presos de la cárcel de Chelmsford -“¿Quién viene al pub después?”-, de los garitos del interior de Inglaterra a las enormes salas de Estados Unidos: son las imágenes más vívidas y realistas de un recital que ha dado la televisión.
Además de Jacob Slater -un baterista de la vida real que interpreta a Paul Cook-, Toby Wallace (Steve Jones), Louis Partridge (Sid Vicious) y Christian Leeds (Glen Matlock) tuvieron que aprender a tocar sus instrumentos. Wallace también pasó un tiempo en Los Ángeles con Jones para capturar mejor su personalidad. Para Boyle no se trata de que se vean iguales a los músicos o de la excelencia actoral: lo importante es capturar la intensidad y la urgencia del punk, su nerviosismo y aceleración. Y lo logran.
El más perjudicado -por la trama, pero también por la interpretación- es Johnny Rotten, quien demandó (sin éxito) a la producción por el uso de sus canciones y calificó a la serie como “la mierda más irrespetuosa que he tenido que soportar. Uno de mis problemas con los Pistols es la forma en que todos piensan que Malcolm manipuló a la banda y que nosotros éramos sus títeres. La serie lo perpetúa un poco. Pero esa es la historia: mucha gente lo cree y mucha gente sabe que no es verdad”.
El guion lo retrata como un genio egocéntrico y maníaco en estado de agresión permanente. Anson Boon no matiza los gestos, el ceño fruncido, la sonrisa cínica, el humor corrosivo y la vulnerabilidad del Rotten verdadero: solo queda la imagen trastornada y demente y los movimientos deformes que tenía en sus performance en vivo -un personaje grotesco que había copiado del Ricardo III de Shakespeare-. El mejor del reparto es Partridge, que le da a Vicious la dosis de abandono, inteligencia emocional y actitud que borra ese retrato lobotomizado de Gary Oldman en Sid & Nancy (Alex Cox, 1986).
También se destaca Thomas Brodie-Sangster como ese afectado dandy-intelectualoide-revolucionario que fue Malcolm McLaren. Sus discursos -y los de su pareja Vivianne Westwood (Talulah Riley)- son encendidos, sus ganas de prender fuego Inglaterra a través del caos son palpables, un pensamiento social a través de lo artístico que sigue teniendo validez 50 años después. “Las mentes de las personas han sido aprisionadas por la mentira, el miedo y un respeto equivocado por las propias instituciones que los han explotado durante siglos”, dice Vivianne.
Pistol reivindica el lugar en la historia del rock y de la banda que tiene su tienda de ropa sado Sex, en la calle King’s Road -heredera maldita del Swinging London, cuando cambiar el mundo empezaba cambiando el guardarropa- “No es una tienda fetichista. El fascismo es el resultado de la falta de sexo” -una idea actualizada de la Filosofía en el Tocador del marqués de Sade-. En el look lumpen del punk puede estar una clave de su éxito y de su abrupto final: “Con la heroína llegaron las camperas de cuero y las crestas. Se volvió un uniforme, cuando de lo que se trataba era de que seas vos mismo”, dice Rotten en The Filth and the Fury.
La fuerza bruta del punk
“Los verdaderos misterios no pueden resolverse, pero pueden convertirse en mejores misterios”, escribió Greil Marcus en el estudio definitivo sobre el punk, Rastros de Carmín (1989).
Pistol no hace de los Sex Pistols un mejor misterio, pero por momentos alcanza la fuerza bruta de una banda de excluidos que se expresaron radicalmente para decir que nadie tenía derecho a decirles quiénes eran, que hicieron del desafío a la autoridad un deporte masivo y que abrió una brecha en la cultura cuyos ecos siguen resonando en cada espacio alternativo al mainstream que se abre -de eso se trata la genial 24 Hour Party People (Michael Winterbottom, 2002) una película sobre la movida de Manchester convertida en la capital del mundo (primero con la escena postpunk, luego con el nacimiento del dance) después de que los Pistols tocaran allí en 1976-.
Si los Ramones inventaron la música, los Sex Pistols hicieron el resto: actitud, ropa, ideas, unas letras saturadas de inteligencia y cinismo que eran una invitación a ser quien sos, a que empieces algo nuevo; el funeral del futuro de aquellos que se entregan a la época sin cuestionarla, a la vez que la celebración del futuro de aquellos que no esperan nada de nadie porque saben que son descartables. El punk fue el instinto hecho forma, el grado cero del rock, un primitivismo demoledor, una obra de arte que intervino lo social y que le sacó al mundo la sensación de estar embalsamado.
Yonkis consumistas… Here’s The Sex Pistols: la barbarie con rostro humano, el chiste que se hizo el sistema a sí mismo, aquellos que dijeron que no había futuro, pero que lo siguen inventando con cada canción que dice fuck off a las instituciones, a los hipócritas, a los indiferentes, a los adiestrados que hacen coincidir su deseo con el deseo del poder.
Do it yourself.