Crítica Alien: Romulus de Fede Álvarez
Rodrigo Fresán decía que los uruguayos son argentinos unplugged. No conoció a Fede Álvarez. Alien: Romulus es una película ginecológica, una especie de porno biomecánico. La puesta en escena integra de manera explícita la carga sexual inherente a la saga en su espacio diegético: túneles / orificios que se abren, naves que se acoplan, vulvas penetradas por pistolas láser, sublimaciones orales, etc. A Álvarez no le faltan ideas para la metáfora: el acto y el proceso de reproducción implican el desarrollo de un cuerpo extraño que amenaza con alterar el de su huésped.
A la ansiedad de penetración se une un horizonte de resurrección: ya sean xenomorfos o las propias películas, cada nueva Alien suena tanto a una promesa de renacimiento como a una de autodestrucción. Una cuestión de la que Álvarez es perfectamente consciente.
En el ciclo de vida de una franquicia siempre se llega a este momento: volver a las fuentes, a los fundamentos, prometer al público “la mejor película desde la primera” -en este caso, “desde las dos primeras”-. Alien: Romulus es de esta especie. Situada cronológicamente entre Alien, el Octavo Pasajero y Aliens: El Regreso, quiere estar a la altura de sus predecesoras, pero demuestra que “regresar a las bases” es el eufemismo utilizado por los estudios para justificar la redundancia y la falta de ideas: el acta de defunción de la originalidad.
Alien: Romulus es, sobre todo, una película de terror claustrofóbica, donde el factor de supervivencia eclipsa los grandes discursos de Scott. Basada en una dinámica de relanzamiento (del programa narrativo y temático, de una nave, de un monstruo que debe ser resucitado una vez más), la historia adopta un argumento simple: después de un prólogo dedicado a la captura del cadáver del xenomorfo expulsado al espacio por Ellen Ripley (Sigourney Weaver) en el final de la película original, Alien: Romulus sigue a un grupo de jóvenes de clase trabajadora (Cailee Spaeny, David Jonsson, Isabela Merced, Archie Renaux, Spike Fearn, Aileen Wu) atrapado en un colonia minera postapocalíptica, que busca salir de ese purgatorio marca Weylan-Yutani saqueando una estación espacial abandonada de la corporación, explorando por turnos su inminente tumba.
La película se resiente por su falta de espesor dramático, como si se conformara con reproducir el infierno primitivo de la primera Alien y todas sus secuelas. Al rehacer Evil Dead en 2013, Álvarez se inclinó por el exceso, y funcionó a través de su intransigencia. Era la película de un fan rebelde. Alien: Romulus, en cambio, es la película de un alumno demasiado respetuoso de la tradición. El director uruguayo subrayó que Alien es “una franquicia de cineastas”, que tenía que “sacar su ego de la ecuación” y no hacer “Alien de Fede Álvarez”. En definitiva, aplicar fórmulas. Actualizar para atrás. Como repite una y otra vez un personaje de la película, es “por el bien de la Compañía”.
Toda película es producto de su tiempo. Alien de Ridley Scott era un viaje al corazón de las tinieblas, que anunciaba los peligros del imperialismo, la conquista y la explotación. Realizada en una década ultraviolenta -Guerra de Vietnam, terrorismo, recesión económica, serial killers, Watergate-, en la que circulaba la idea de que algo completamente maligno, carente de lógica, estaba alojado en los pliegues de la sociedad, la película fue un éxito porque se hizo eco de historias e imágenes presentes en el imaginario colectivo.
En estos 45 años, el mundo no mejoró: masacres en Ucrania y Palestina, barbarización del debate político, aumento de la brecha entre ricos y pobres, democracias en crisis, neoliberalismo y otras perversiones. Pero la estereotipada narrativa de Alien: Romulus solo busca conectar con las películas anteriores en vez de ser una declaración de intenciones. De lo único que habla es del estado de ánimo de una industria que ya no necesita al mundo como referencia: las historias son secundarias, el tema principal de toda franquicia es su propio éxito, ser un déjà vu de sí misma.
Donde Prometheus y Alien: Covenant eran extraños objetos experimentales, fallidos y emocionantes, con los que Scott dialogaba con su propia mitología, a riesgo de implosionar, desnudando los clichés para buscar alguna verdad oculta en ellos, Alien: Romulus prefiere las certezas del fandom: una película cuidada, a veces eficaz, pero sin ego, sin visión. Es casi cínico que el nombre latino dado al ADN del xenomorfo sea Plagiarus.
No falta nada: ni un pasillo oscuro, ni una luz de neón, ni una pantalla retro de rayos catódicos: toda la imaginaría Alien está ahí, magnífica, escrupulosamente copiada, como un replicante. Scott, James Cameron, David Fincher y hasta Jean Pierre Jeunet: Álvarez estudió bien a sus clásicos. Si bien la copia -el simulacro, diría Baudrillard– resulta correcta y se sostiene por encima del cine de ciencia ficción de Hollywood, carece de singularidad. Su único lema es nacer, morir y luego resucitar. Indefinidamente.