Adaptaciones y biopics del Marqués de Sade
El marqués de Sade sigue siendo un personaje incómodo, aún 200 años después de su muerte. Todo lo que no tenga una posición moral sobre la violencia es condenado. Pero la literatura y el cine están más allá de la corrección política, que siempre resulta reduccionista. Sade advierte al lector que sus textos son repugnantes, pero que busca una verdad: esa verdad es la del deseo.
Más allá del cine porno soft adicto a Sade, de la biopic a la adaptación, del surrealismo a la más pura materialidad del inconsciente, presentamos una lista con algunas de las grandes películas que adaptaron la figura polimorfa del marqués de Sade y de Leopold von Masoch.
Saló o los 120 Días de Sodoma, Pier Paolo Pasolini (1975)
En Saló o los 120 Días de Sodoma la imagen es llevada al extremo de lo irrepresentable. Es una película demasiado sórdida, brutal, enferma. Pasolini hizo la misma lectura que la mayoría de los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX que analizaron la obra del marqués de Sade: el marqués fue el escritor que anticipó el fascismo. Y Saló reconoce que para mostrar la verdad del horror no hay que transar con el buen gusto ni hacer ninguna concesión estética que pueda servir como ansiolítico moral.
En una residencia burguesa de Saló (una república fundada por Mussolini en el norte de Italia, gobernada de facto por los nazis, donde el hermano de Pasolini fue asesinado en 1945), cuatro libertinos someterán a un grupo de adolescentes a todo tipo de torturas y degradaciones sexuales durante 120 días.
Pasolini se apropia el texto que el marqués de Sade escribió en la Bastilla en 1785 (el manuscrito desapareció durante la toma de la cárcel y se terminó publicando en 1904), para hacer un retrato contemporáneo de la obscenidad del poder: un banquero, un obispo, un juez y el presidente gobernarán la realidad de acuerdo a sus pulsiones más abyectas, organizadas en estrictas rutinas sádicas. Al igual que en en las novelas de Sade, las repeticiones de las torturas no sólo tienen relación con la satisfacción de los impulsos, sino también con la exploración sistemática de todas las posibilidades de aniquilación de la víctima-objeto.
Saló se ubica en el grado cero de lo simbólico. Pier Paolo Pasolini muestra todo: comer excrementos, violaciones, humillaciones, mutilaciones, como si estuviera inventando la provocación en cada plano. Ante tan absoluto rigor, lo que se desnuda no es el espacio retratado, sino nuestra mirada. Este concepto se vuelve explícito en el final de la película, cuando la cámara subjetiva nos obliga a ver a través de los ojos de los torturadores.
Además de ser una denuncia a la manera en la que el capitalismo reduce los cuerpos a una condición mercantil, la película muestra al fascismo y a las dictaduras en toda su esencia: ilustra cómo su uso sistemático de la violencia crea un nuevo orden que invierte las reglas de castigo y recompensa y en el que todo derecho, toda voluntad y autonomía quedan suspendidos por la arbitrariedad de un poder absoluto.
La capacidad de impacto y el rechazo que genera Saló permanece intacto, 44 años después de su realización – en algunos países todavía está prohibida su proyección-. Pasolini fue periodista, poeta, novelista, cineasta, comunista, homosexual: durante toda su carrera creó artefactos estéticos que mostraban una realidad marginal que mantiene lo social en estado de emergencia, contaminando el lenguaje con mensajes provocadores para preservarlo tanto de la nostalgia como del conformismo.
Tres semanas antes del estreno de Saló, Pasolini fue asesinado en una playa cerca de Roma. Las circunstancias todavía no fueron esclarecidas.
El Marqués de Sade como personaje
Marat / Sade, Peter Brook (1967)
Marat/Sade contiene a todo el cine europeo de la década del ‘60: una película llena de ideas, de teorías, de euforia y excitación, de buscar hacer lo que nadie había hecho todavía.
Un grupo de enfermos mentales representan en 1805 una obra de teatro sobre el asesinato de Jean Paul Marat en 1793. El baño del Hospicio de Charenton -donde el marqués de Sade pasó los últimos años de su vida- es el escenario. El público llena las plateas detrás de una reja protectora. El marqués fue vanguardia también en esto: la psicoterapia.
Las obras que escribió en ese manicomio se perdieron, pero el dramaturgo alemán Peter Weiss escribió en 1963 Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat representada por el grupo teatral de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade -aka Marat/Sade-, que Peter Brook puso en escena en Berlín Occidental, Londres y Nueva York. Después del éxito que tuvo en el teatro, en 1967 filmó su versión cinematográfica.
El marco histórico le sirve a Brook para poner el concepto de revolución en tensión: Marat, el líder jacobino que defiende la violencia como forma de cambiar las estructuras sociales; y el marqués de Sade, que entiende la revolución como consecuencia de la liberación individual de las personas. La película amenaza con salirse de control en cualquier momento. Los locos se excitan, gritan, se ponen violentos, aportando la dosis de caos necesario para recrear el clima del malestar que, tras la apariencia de normalidad impuesta por el orden napoleónico, bullía entre los oprimidos.
Marat/Sade usa la revolución francesa para decir algo sobre el presente, en una época en la que la juventud estaba cambiando el mapa social y cultural de la sociedad para siempre. En los 60’s nada era lo que había sido, porque todo estaba por ser a cada momento. Un momento en el que el cine creía que también podía cambiar el mundo.
Marquis, Henri Xhonneux (1989)
Ingeniosa, bizarra, perfectamente obscena. El director Henri Xhonneux y el artista David Topor escribieron para el bicentenario de la Revolución Francesa esta sátira pervertida inspirada en la obra y la vida del marqués de Sade en la Bastilla, tomando como eje algunos temas fetiche del marqués: la naturaleza primitiva y cruel del ser humano y la hipocresía moral y sexual de la sociedad.
El diseño de Topor -uno de los fundadores del grupo Pánico junto a Alejandro Jodorowsky– muestra todo un bestiario de personajes grotescos y lascivos que se mueven entre conspiraciones políticas y la zona roja del deseo.
Esta pieza surrealista, llena de humor negro, es una mezcla de animación en claymation y actores con máscaras de animales: una rata libidinosa obsesionada con tener sexo anal con Sade, una vaca violada y embarazada por el rey, un gallo masoquista, una yegua dominatriz, un camello sacerdote que se excita con las confesiones de las reas, un perro pornógrafo -el marqués de Sade- que escribe relatos eróticos para leérselos a su pene, que le critica su estilo afectado y grandilocuente.
El guion es inteligente y perverso. Presenta un marqués de Sade idealizado, no histórico: el artista cuyas ideas son demasiado incómodas para el poder, esa elite que practica las fantasías que Sade escribe.
Estos Muppets medio porno son demasiado extravagantes para ser excitantes, demasiado turbios para no ser humanos: es como si el interior se hubiera externalizado y hubieran quedado las pulsiones en la superficie de la piel. Marquis es una fiesta de máscaras, pero no de disfraces. Una película que quizás demuestre que para representar a Sade, hay que perder la forma humana.
Biopics del Marqués de Sade
Sade, Benoit Jacquot (2000)
Esta biopic del marqués Sade no intenta ocultar su revisionismo histórico, ni esquiva la provocación sexual. Benoit Jacquot se centra en el tiempo que Sade pasó en el sanatorio Picpus, donde fue internado junto a otros aristócratas deshonrados por el gobierno de Robespierre en 1794. Daniel Auteuil hace un marqués afectado, controlador, cachondo y depredador, el antídoto amoral contra la hipocresía de los que gobernaban Francia en ese momento.
Entre sus víctimas se encuentra una virgen inteligente y saludable llamada Emilie (Isild Le Besco) y la guía a través de un rite de passages sexual e intelectual. Para el marqués de Sade, la mente y el cuerpo son inseparables, y la película construye una pieza poderosa cuando se unen, fusionando miedo y deseo, placer y dolor, inocencia e iluminación.
Quills, Philip Kaufman (2001)
Menos una biopic que la puesta en escena de un mito, Quills propone un marqués de Sade rockstar en estado de orgasmo inminente. El gran Geoffrey Rush nos regala un marqués transgresor, egoísta y arrogante que necesita de la escritura para exorcizar sus demonios internos.
La película transcurre en el asilo de locos de Charenton, que está bajo la dirección de un cura progre (Joaquin Phoenix), quien le otorga privilegios y cierta libertad a los internos como forma de tratamiento. La llegada del psiquiatra Royer-Collard (Michael Caine) altera el ecosistema idílico del lugar: la mejor manera de curar la locura es a través de la tortura física.
Quills funciona en varios niveles: como comedia negra, con un humor corrosivo y erótico (la campesina lavandera de Kate Winslet le otorga atrevimiento y sensualidad al film); como denuncia a la pedagogía de la violencia para castigar el placer. El tópico es recurrente en las películas sobre el marqués de Sade: la hipocresía de un mundo violento que castiga con violencia a quien la expone. Para una sociedad atrapada en el espejismo de las apariencias, Sade era un terrorista del buen gusto. Cuando le confiscan el papel, la tinta y sus plumas, escribe con vino, luego con sangre y hasta con su propia mierda.
Las mejores películas sobre sadismo y masoquismo
Bella de Día, Luis Buñuel (1967)
Severine (Cahterine Deneuve) es fría, calculadora, distante. Su esposo (Jean Sorel) es tierno, amable y paciente. Quizás demasiado: ella fantasea que él le ordena a sus sirvientes que la aten, la azoten con una fusta y que la violen. Llevan un año de casados, pero todavía no tuvieron relaciones. Severine encuentra una solución práctica a sus necesidades: trabajar de prostituta durante el día.
Su doble vida le da cierto orden, cierta tranquilidad. No tolera la pasión romántica ni un estado constante de enamoramiento. La sexualidad y el amor están completamente diferenciados. Conoce las reglas del juego, pero uno de sus clientes no: un ladrón medio gánster la empieza a acosar y a ella le gusta, hasta que irrumpe en su vida doméstica y se quiebra el fina tela de su estabilidad.
Belle de Jour (Bella de Día) es un film fetichista, poético, en el que el principio de realidad define la fantasía. Como en casi todo el cine de Luis Buñuel, estamos en territorio extraño, pero aquí encuentra el perfecto equilibrio entre la realidad y el sueño. La película es potente porque explora todas las formas del erotismo justo antes de que la los 70’s trajeran más permisividad y cambiara por completo la iconografía en las representaciones sexuales.
La Naranja Mecánica, Stanley Kubrick (1971)
A Clockwork Orange (La Naranja Mecánica) es punk antes del punk: todo el hastío, la ira y la frustración de una generación están condensadas en Alex y sus droogs, una banda de inadaptados juveniles en pleno motín existencial contra la sociedad.
Si la novela de Anthony Burgess, publicada en 1962, es anterior a la revolución social y cultural de los 60’s, la adaptación de Stanley Kubrick se ubica en el nuevo zeitgeist, cuando las utopías habían resultado sólo un viaje comunitario de LSD y comenzaba la década del hedonismo y los excesos del yo.
Alex (un soberbio Malcolm McDowell) es puro cinismo histriónico y arrogancia. Lidera un grupo de delincuentes cuya ansiedad juvenil se manifiesta en una violencia desmesurada y eufórica. Hay golpizas, robos, violaciones. Y hay Beethoveen. Kubrick contrasta la alta cultura y sus formas degradadas y sugiere que el espectáculo contemporáneo es la agresión callejera e institucional.
Los droogs buscan, al igual que los libertinos de Sade, la crueldad como un fin en sí mismo. Intentan superar la prohibiciones, impulsados a romper los tabúes contra el asesinato, la tortura y el castigo para obtener el exceso erótico que viene a través de la transgresión. La cámara de John Alcot muestra el espacio vandalizado de un futuro próximo y kitsch.
El uso del gran angular deforma las superficies, aumentando el coeficiente de rareza del film: el espacio y las personas que lo ocupan forman también el mapa mental del protagonista. Las figuras de autoridad son caricaturas; los edificios de bloques suburbanos, las calles llenas de basura y los departamentos de mal gusto, conforman una geografía psíquica caótica y desolada.
Cuando Alex es arrestado por asesinar a una mujer con una “obra de arte” (un pene gigante de plástico), se lo somete a un tratamiento conductista para eliminar sus impulsos sexuales y violentos, recodificando las sensaciones placenteras que le generaban en una náusea insoportable. Alex parece ser curado por el experimento, desprovisto de libido: dejó de ser nadie, para empezar a ser nada.
Funny Games – Michael Haneke (1997)
Funny Games (Horas de Terror) es el sadismo como un juego. Pero las intenciones del austríaco Michael Haneke son muy serias: mostrarnos algo de nosotros mismos, hacernos reflexionar sobre el consumo masivo de violencia en la cultura pop.
Una familia de clase media alta va a pasar sus vacaciones a su casa cerca del lago. Su idea de la diversión es adivinar si es Mozart o Schubert el autor de las piezas clásicas que escuchan. Un joven muy tímido y muy educado se presenta como amigo de los vecinos para pedir huevos: la pesadilla ha comenzado. Peter (Frank Giering), junto a su compañero Paul (Arno Frisch), secuestrarán, humillarán y torturarán a la familia durante un día interminable.
El cine de Haneke es cine sin red de contención. El director no da respuestas precisas a tanta violencia gratuita. Peter y Paul no parecen malos. No sabemos nada de ellos. Nunca pierden la compostura ni los modales. Ellos mismos responden con historias contradictorias a por qué hacen lo que hacen.
Haneke conoce mejor a los espectadores que a sus propios personajes: siempre está un paso adelante de sus expectativas. Cuando el clima se pone demasiado espeso, manipula el lenguaje cinematográfico para sacarnos de nuestra pasividad, para hacernos conscientes de nuestra posición como espectadores y consumidores. Por mucho que podamos imaginar que nos identificamos con las víctimas, Funny Games se atreve a sugerir que en realidad es todo lo contrario.
La Pianista, Michael Haneke (2001)
La Pianiste (La Pianista) es la fantasía que se vuelve pesadilla. Erika (una Isabelle Huppert enorme) es profesora de piano en el Conservatorio de Viena. Y voyeur en sus ratos libres. Tiene un comportamiento subversivo para la sociedad patriarcal: se ha apropiado del derecho masculino a la mirada sexual.
Frecuenta librerías porno, ve películas hard core en cabinas de video clubs y espía a las parejas que cogen en los autocines. Estas conductas son menos excitantes que formativas: es como si ella aprendiera a desear de una manera brutal y teatralizada.
Erika necesita desesperadamente ser dominante fuera de su casa: tiene más de 40 años, pero todavía vive con su madre controladora (una digna madre fálica de Hitchcock) en una relación enfermiza y de sumisión adolescente.
Con sus alumnos es glacial, despiadada y exigente, pero cuando uno de ellos, Walter (Benoît Magimel), se obsesiona con conquistarla salen a la superficie todos sus deseos de ser sometida. Ella le entrega una carta con los términos de su propia tortura. El rechazo que sufre hace que su alienación y perversión se vuelvan extremas.
Las películas de Haneke están llenas de personajes perturbados. La explicación que da el director es simple: “No soy una persona feliz”. Su cine es de imágenes, no del significado de esas imágenes. La Pianiste muestra el mundo del arte clásico en el que subyacen inconfesables neurosis psicosexuales.
La adaptación de la novela de Elfriede Jelinek de 1983 es una exploración de la sexualidad no vivida del voyeurismo y cómo eso se traduce en la pérdida de las coordenadas del propio deseo. Cuando Erika realiza su fantasía, lo que queda no es la realidad: es el infierno.
American Psycho, Mary Harron (2000)
En American Psycho, la frivolidad no sólo es una estética, un argumento y un concepto: es una profesión. Patrick Bateman (Christian Bale) es un yuppie egocéntrico de Wall Street. Y le encanta serlo. Aunque no entiende por qué es un psicópata asesino.
Esta adaptación de la genial novela de Bret Easton Ellis es el marqués de Sade a través del filtro del consumismo: si los libertinos de las novelas del marqués enumeran sus elementos de tortura y pronuncian discursos sobre el sexo, la religión y la naturaleza humana, Bateman describe sus productos para la piel y diserta sobre Phil Collins y Withney Houston; los rituales sádicos se convierten en rutinas de ejercicios y cenas en los restoranes top de Nueva York.
Bateman vive en un mundo de objetos: quiere tenerlos, dominarlos, ingerirlos y cogerlos. La diferencia es que no siente placer. Es instintivo y caótico. Lo único que le provoca orgasmos es un espejo.
El acierto de la película es que trabaja en un solo plano: el furor homicida de Bateman y la banalización de la cultura están en el mismo nivel, como si la violencia se hubiera naturalizado a un extremo en que ya no es posible describirla por sí misma, como si ya no fuera posible separar el capitalismo de la insensibilidad.
El Duque de Burgundy, Peter Strickland (2014)
El lado B del masoquismo, que muestra su paradoja escencial: el esclavo como tirano que cumple la función activa de la pareja, mientras su partener se dedica a cumplir lo mejor que puede esos deseos de bajeza y servilismo.
Evelyn (Chiara d’Anna) es una yonqui de la sumisión. Una criada obediente que se ocupa de la casa y de la ropa interior de su ama. Pero siempre algo falla: una bombacha sin lavar, una bota mal lustrada. El castigo será en el baño, a puertas cerradas. Lo que en un pricipio parecía una situación de abuso laboral se transforma en algo más complejo: Evelyn escribe los guiones, los diálogos, los castigos que Cynthia (Sidse Babett Knudsen) debe interpretar y aplicarle para excitarla.
Es el amor como teatro: una obra con una estructura precisa, llena de rituales repetitivos, en la que una vive la fantasía de la otra. La película muestra con sarcasmo el detrás de escena: para una lluvia dorada se necesitan muchos vasos de agua, dormir atada en un baúl es imposible si hay un mosquito, la cama-sarcófago tarda ¡ochos semanas! en construirse (por suerte está la opción de un inodoro humano), además de las pestañas postizas, las medias de seda, las pelucas y el corset que Cynthia tiene que lucir todo el día cuando lo único que quiere es estar en pijama.
The Duke of Burgundy (El Duque de Burgundy) es un elegante homenaje a las películas sexplotation europeas de los 70’s, y algo más: un estudio sobre la incomunicación cuando todo se vuelve un simulacro.
La Venus de las Pieles, Roman Polanski (2013)
De las cinco películas sobre el clásico de Masoch La Venus de las Pieles -desde el porno soft clase B de Jesús Franco de 1969 hasta la elegante e insípida versión cine-arte de Victor Nieuwenhuijs de 1995- la adaptación de Roman Polanski de la obra teatral de David Ives de 2010 es la que mejor expone el núcleo conceptual de la novela.
Cuando la cámara entra a un teatro de París y muestra al director Thomas Novacheck (el gran Mathieu Amalric) discutiendo por teléfono la pésima calidad de la actrices que auditó para el papel de Wanda, uno no puede dejar de sospechar que es el propio Polanski. Cuando llega una mujer para hacer la prueba (Emmanuelle Seigner, la esposa de Polanski), uno lo confirma.
Ella es es vulgar, está toda desarreglada por la lluvia, tiene un tono de voz molesto y está vestida de cliché BDSM -toda de cuero, ligas y collar de perro-. Dice llamarse Wanda, igual que la protagonista de la obra, y es pura actitud: una energía avasallante que empieza a manipular a Thomas, que poco a poco va perdiendo el control de la situación hasta que ya no quede nada de su autoridad, de su profesionalismo, y finalmente de su dignidad.
A la manera de The Servant (Josep Losey, 1963), Polanski maneja con gran sutileza el ritmo de este juego psicológico sobre la sumisión y el dominio, sobre la obediencia y el sometimiento. Pero si la película de Losey reflejaba el resentimiento entre clases sociales, La Vénus à la Fourrure intelectualiza la lucha de los sexos, revitalizando a Masoch con destellos feministas, y actualizándolo para el siglo XXI.
Los Perros no Usan Pantalones, J.-P. Valkeapää (2019)
Juha (Pekka Strang) y Mona (Krista Kosonen) conocen la mecánica de los cuerpos, los límites del dolor: uno es cirujano, la otra dominatriz. Dogs Don´t Wear Pants (Los Perros no Usan Pantalones), del finlandés J.-P. Valkeapää, se mueve entre contrastes: va de la asepsia blanca del quirófano al rojo del sótano masoquista, del delantal al látex, del duelo al placer, del drama existencial a la comedia negra, reinventando los géneros y evitando cualquier cliché sobre el BDSM y quienes lo practican.
A Juha lo acosan los flashes de la muerte de su esposa, ahogada en en un lago hace 10 años. Conoce por casualidad el submundo de neón de Mona. El prestigioso cirujano acepta ser un perro, y los perros no usan pantalones.
Pronto desarrolla una adicción a ser asfixiado y cada sesión intensifica su búsqueda de ¿placer? ¿alivio? ¿pulsión de muerte? Quizá todo eso junto: en esos abismos sin aire parece poder simbolizar finalmente su pérdida, mientras su vida ordenada y gris se cae a pedazos. Valkeapää no juzga a sus personajes, sino que muestra personas desesperadas, que sólo pueden comunicarse a través de un lenguaje hecho de tacos agujas, correas, látigos y bolsas en la cabeza.