En el subterráneo de Seúl hay un hombre que sonríe. No es una sonrisa cualquiera: es el gesto pulido de quien sabe que está vendiendo la muerte. El Reclutador —así lo llaman— es la primera grieta en el muro que separa la civilización del horror de El Juego del Calamar. Es la mano que te llama antes de empujarte al abismo.
Gong Yoo, el actor y modelo que le da vida, construye una figura que subvierte las convenciones de los villanos de la serie. No usa máscara —los otros sí—, no esconde su rostro porque su rostro es su arma. La belleza como anzuelo, la elegancia como carnada. Atractivo, carismático y trastornado: es el vendedor perfecto de la desesperación.
En la primera temporada de El Juego del Calamar, el Reclutador es una versión del juego en forma humana: ofrece una oportunidad que parece inofensiva, hasta que la situación revela sus bordes afilados y los jugadores ya están demasiado shockeados como para no aceptar sus reglas. Es el prólogo de la brutalidad. Es Patrick Bateman si Patrick Bateman fuera coreano y no tuviera una motosierra a mano.
El papel de El Reclutador en El Juego del Calamar 2
La satisfacción que le da al Reclutador lanzar bofetadas insinúa un sadismo que el episodio estreno de El Juego del Calamar 2 retoma y desata. Han pasado tres años desde que Gi-hun (Lee Jung-jae) ganó el juego. El looser con conciencia social devenido mega millonario ahora busca venganza. Primero salda sus deudas con su usurero, el Sr. Kim (Kim Pub-lae), y luego lo contrata para coordinar equipos de hombres que rastreen las estaciones de subte de Seúl.
El Sr. Kim y Woo-Seok lo localizan y lo siguen hasta una plaza, donde El Reclutador reparte pan y billetes de lotería entre los mendigos —una parábola cruel sobre la elección y el destino— y cuando la mayoría elige el juego por encima del alimento, destroza el pan bajo sus zapatos italianos. La metáfora se vuelve física: él es quien aplasta las migas de la esperanza.
En El Juego del Calamar 2 ya no es solo el emisario del infierno: es su arquitecto auxiliar. Lo fascinante del Reclutador es su propia historia de degradación. Comenzó como incinerador de cadáveres —”basura”, dice él— en los juegos que ahora promociona. La primera vez que sostuvo un arma sintió que existía. Es la parábola perfecta del capitalismo salvaje: el oprimido que se convierte en opresor, el torturado que encuentra placer en la tortura.
En una habitación cerrada, dos hombres lloran. El Reclutador sonríe. Los tiene ahí: al Sr. Kim y a Woo-Seok. Los mira como miraría un niño a sus hormigas antes de quemarlas. Les propone un juego. Esta vez es piedra, papel o tijera. Después viene la ruleta rusa. El que pierde se juega la cabeza.
Los números bailan en el aire mientras él los recita: las probabilidades de sobrevivir son cada vez menores. Los hombres sollozan. Él permanece impasible —¿cuántas veces habrá visto llorar así? El señor Kim hace trampa —quiere que Woo-Seok viva— y el Reclutador lo mata como quien aplasta un insecto. La sangre le salpica la cara. Las vísceras del viejo le manchan el traje perfecto. Y entonces —solo entonces— algo cambia en él. Es como si la muerte lo liberara: su máscara de ejecutivo prolijo se quiebra y aparece otra cosa. El monstruo que siempre fue.
La Ruleta Rusa y la muerte de El Reclutador
El Reclutador busca a Gi-hun —lo encuentra, claro. Le propone otro juego —siempre otro juego. Ruleta rusa: la muerte como diversión suprema. Y mientras juegan, habla. Cuenta su historia: fue el que quemaba los cadáveres, el que convertía en humo a los perdedores. “Basura”, dice. “Como vos”. Hasta que le dieron un arma.
“Por primera vez existí”, dice. Y sonríe —ahora sí, una sonrisa verdadera. La primera sonrisa real en toda su vida de sonrisas falsas.
Le cuenta a Gi-hun que mató a su padre en los juegos. La sangre del señor Kim todavía le mancha la cara. Sus ojos brillan con el recuerdo de todas sus muertes. El arma gira entre ellos. Click. Click. Click. La muerte jugando a las escondidas.
El Reclutador recarga con la elegancia de un pianista. Levanta el revólver hacia su sien como quien brinda. Suspira cuando sobrevive —pequeño suspiro de amante satisfecho. Se ríe de Gi-hun: “Un pedazo de basura con suerte”, le dice. Y después la sorpresa: ha perdido. Pero no muere como mueren los cobardes. Muere como vivió: representando su papel hasta el final. La ópera suena —Nessun Dorma, el aria de la muerte. Él sonríe. Se pone el arma bajo el mentón. Aprieta el gatillo.
Así termina el hombre que nos abrió la puerta del infierno de El Juego del Calamar: con una sonrisa, con un disparo, con una última bofetada al mundo. El mejor vendedor de la muerte finalmente compra su propia mercancía.
Lo que queda es el eco de una pregunta: ¿cuántos Reclutadores caminan entre nosotros, vestidos de traje, sonriendo en los subtes de nuestras ciudades, ofreciendo salvación a cambio del alma? El verdadero horror no está en los juegos mortales sino en la facilidad con que nos convertimos en sus vendedores.
El Reclutador de El Juego del Calamar es el espejo negro de nuestra época: el rostro amable del sistema que nos devora. Y su muerte no es un final sino una advertencia: siempre habrá otro dispuesto a tomar su lugar, a vestir el traje, a perfeccionar la sonrisa. Porque el juego, el verdadero juego, nunca termina.
El Juego del Calamar 2 está disponible en Netflix.