Los Delincuentes de Rodrigo Moreno
“¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”, preguntaba Bertold Brecht en La Ópera de Tres Centavos. Así, inscribe la ilegalidad del robo en una imprecisa categoría ética. En Los Delincuentes, Rodrigo Moreno plantea la pregunta en términos más existenciales: ¿qué es robar un banco comparado con trabajar en uno? ¿cuánto vale la alienación de la vida seca y oficinista que ofrece el sistema, en la que se acepta inconscientemente la inflexible trama de la rutina, donde obedecer fue y sigue siendo una muestra de buena educación?
Los Delincuentes es una película beatnik alegremente anacrónica, que asimila la lógica del azar que guiaba a los surrealistas con la contracultura de los 60’s -del Jack Kerouac de En el Camino y Los Vagabundos del Dharma a Pappo’s Blues y Manal, del Godard de Banda Aparte y Pierrot le Fou al Abelardo Castillo de Also Sprach Señor Nuñez– para una fábula sobre salir de las convenciones, volver a la naturaleza y encontrar alguna forma de libertad. Pero Moreno canjea ese idealismo vintage por cierto escepticismo postmoderno: no ofrece garantías, incluso cuando la promesa de libertad es lo único que le queda a sus personajes.
El comienzo de la película propone un escenario que parece salido del pozo del tiempo de los 70’s: el entorno deprimente de un banco clase B, el hábitat natural de empleados gastados en la repetición incesante de lo mismo. Es la puesta en escena del Eterno Retorno de Nietzsche. Como escribe Castillo en Also Sprach Señor Núñez (1961) -su cuento sobre un empleado que le propone a sus compañeros de oficina un suicidio colectivo por el bien de la humanidad-: “El oficinista no pertenece a la especie. Es un estado intermedio entre el proletariado y el parásito social. Un monstruito mecánico íncubo del Homo Sapiens y la Remington”,
Pero ahí donde la contracultura era una rebelión consciente y colectiva contra el sistema, la conspiración de Los Delincuentes es individual, azarosa y contra uno mismo: contra todo lo que hasta ese momento se aceptó de la vida sin cuestionarlo.
Los Delincuentes y el viaje existencial
Un jardín y mis amigos / no se pueden comparar / con el humo infernal / de esta guerra de ambición / para lograr o conseguir / prestigio en la ciudad / dinero y nada más / sin tiempo de observar / un jardín bajo el sol.
Manal, Una Casa con 10 Pinos
Morán (Daniel Elías) no planifica robar el banco en el que trabaja de tesorero: cuando su compañero Román (Esteban Bigliardi) debe retirarse antes de la oficina, provoca una serie de casualidades que hacen que pueda ir solo a la bóveda, donde solo roba 650.000 dólares. Lo hace de una manera fría y mecánica, como si alguna fuerza inconsciente y objetiva dictara sus movimientos, que también refleja la fría objetividad de las matemáticas: la cifra equivale exactamente a lo que ganaría (x2) si continuara trabajando 25 años en el banco, hasta su jubilación.
Morán le propone a Román que esconda el dinero. Él cumplirá la pena prevista de tres años y medio en prisión y después lo dividirán en partes iguales. A pesar de trabajar juntos tantos años, no son amigos, ni siquiera se agradan. Moreno dibuja personajes que permanentemente están decididos por las circunstancias. Antes de entregarse, Morán toma un taxi a ninguna parte, que lo lleva hasta Alpa Corral, en la provincia de Córdoba.
Los Delincuentes rápidamente cambia de registro, menos interesada en las consecuencias dramáticas del robo que en sus efectos de desplazamiento hacia otro plano de la existencia. El dinero es anecdótico, siempre está desplazado: no se gasta ni provoca codicia, sino que activa la mecánica de la imaginación. Los dos hombres encontrarán en la naturaleza de Córdoba -Morán se entregará ahí, Román irá a esconder el dinero en las sierras cuando la paranoia de tenerlo en su departamento lo consuma- y en una misma mujer, Norma (Margarita Molfino) -una extraña joven hada del amor- un espejo invertido de su existencia: una postal bucólica llena de despreocupación y sencillez.
A dónde está la libertad
A dónde está la libertad / no dejo nunca de pensar / quizás la tengan en algún lugar / que tendremos que alcanzar.
A Dónde Está la Libertad, Pappo’s Blues vol. 1
Los Delincuentes es una película-espejo que encuentra en la duplicación una manera de representar lo igual pero distinto, como si Morán y Román estuvieran identificados en buscar algo que no saben exactamente qué es. Desde la confusión en el banco por la firma idéntica de dos personas hasta los juegos de palabras, los anagramas -Morán, Román, Norma (que colabora junto a su hermana Morna (Cecilia Rainero) con Ramón (Javier Soro), un cineasta que trabaja en un documental en Córdoba) y los dobles –Germán De Silva es el gerente del banco y el capo de la prisión, Norma es una especie de fantasía porno romántica de los dos protagonistas-, le dan a la película un tono de misterio esquivo, casi cósmico.
La película de Rodrigo Moreno está repleta de caminos sin salida, como si la vida fuera un permanente work in progress. Quizá la clave esté en Ramón -el videoasta chileno- que hace el plano de una flor que crece solitaria en medio de la nada, como si la “naturaleza no intervenida” fuera la única opción ética posible para filmar. O como el poema de Ricardo Zelarayán, El Gran Salar, que puntúa la salida de prisión de Morán. Desvíos casi oníricos que rompen el avance convencional de la narrativa y la imagen para representar las identidades intercambiables de los dos hombres.
Moreno explora lo inesperado, hace antropología psicodélica con dos personajes en pleno motín existencial. Si salir de las convenciones implica entrar en otro circuito convencional, lo importante, parece decir Los Delincuentes, es sacarse la sensación de estar embalsamado, no resignarnos a entregarnos como pide el sistema. En el fondo, Morán y Román son realistas. Pero aún no han decidido qué es la realidad.