Hoy murió David Lynch y el cine se quedó sin inconsciente. Lynch – 78 años, cuatro matrimonios, cuatro hijos, un Oscar honorífico y la persistente sensación de que el mundo es un lugar más extraño de lo que nos cuentan – fue siempre una construcción: el personaje que interpretaba a un director de cine que hacía películas sobre personajes que interpretaban a personas que quizás no eran quienes creían ser.
Montana: el vacío que creó a un visionario
Nació en Missoula, Montana: ese dato aparentemente irrelevante es fundamental para entender todo lo que vino después. Montana es el estado más vacío de Estados Unidos, ese país que se construyó sobre la idea de llenar vacíos. En Montana hay más vacas que personas, más silencio que ruido, más nada que algo. Y en ese vacío, en 1946, nació un niño que aprendería a llenarlo todo de significados ocultos, de presagios, de misterios.
Lo llamaron David Keith Lynch y creció como crecían los hijos de la clase media norteamericana de posguerra: mudándose de ciudad en ciudad, siguiendo el trabajo de un padre que investigaba para el Departamento de Agricultura. Pero había algo que no encajaba en ese relato típicamente estadounidense: el chico dibujaba, pintaba, veía cosas que los demás no veían. O quizás las veía como realmente eran, despojadas del velo de normalidad con que la sociedad las suele tapar.
La pintura fue la primera obsesión de David Lynch. Estudió en Boston, viajó a Europa, terminó en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania. Allí, en Filadelfia, en un barrio que parecía el decorado perfecto para una pesadilla, comenzó a experimentar con el cine. La película se movía: podía contar historias que la pintura solo podía sugerir. Y Lynch tenía historias para contar, aunque no fueran las historias que la gente estaba acostumbrada a ver.
De Eraserhead a El Hombre Elefante: el outsider conquista Hollywood
Eraserhead (1977) fue su primer largometraje: cinco años le llevó hacerla, cinco años de trabajo obsesivo para crear algo que nadie había visto antes. La historia de Henry Spencer y su bebé deforme – una criatura que parece salida de las pesadillas más profundas del inconsciente colectivo – se convirtió en película de culto. La gente iba a verla a medianoche, trataba de descifrarla, salía del cine preguntándose qué era lo acababa de ver. Lynch aparecía en algunas proyecciones y solo decía: “No pregunten sobre el bebé”.
Mel Brooks – el director de Los Productores y El Joven Frankenstein – vio Eraserhead y decidió que ese tipo raro de Montana era exactamente quien necesitaba para dirigir El Hombre Elefante. La historia real de John Merrick, un hombre deformado en la Inglaterra victoriana, se convirtió en las manos de Lynch en una meditación sobre la belleza, la monstruosidad y la humanidad que se esconde bajo las apariencias. Ocho nominaciones al Oscar: Hollywood empezaba a tomar a David Lynch en serio.
Después vino Dune (1984): el fracaso más caro de su carrera. Cuarenta millones de dólares para adaptar una novela que necesitó la tecnología digital para dejar de ser imposible, tres años de rodaje para crear algo que no le gustó a nadie. La carrera de Lynch en el cine casi muere en el desierto de Arrakis, pero de las arenas de ese fracaso nació Blue Velvet (1986): la película que definió su estilo maduro, la que mostró que bajo la superficie perfecta de la América pequeñoburguesa se escondían horrores inimaginables.
Blue Velvet: la oscuridad tras el sueño americano
Kyle MacLachlan, Isabella Rossellini, Dennis Hopper: David Lynch los dirigió en una historia sobre la pérdida de la inocencia, sobre el mal que acecha en los jardines bien cuidados, sobre el deseo y la violencia que laten bajo las sonrisas educadas. Blue Velvet dividió a la crítica pero estableció a Lynch como un autor único: nadie más podía hacer películas así, nadie más se atrevía a mirar tan de cerca el lado oscuro del sueño americano.
Twin Peaks: la serie con la que David Lynch cambió la televisión para siempre
Y entonces llegó Twin Peaks (1990-1991): la serie que cambió la televisión para siempre. ¿Quién mató a Laura Palmer? La pregunta atravesó Estados Unidos como un rayo, pero era solo una excusa para explorar los secretos de un pueblo donde nada era lo que parecía. Sexo, drogas, violencia, posesiones demoníacas: Lynch llevó a la televisión temas que nadie se había atrevido a tocar, y lo hizo con un estilo que convertía lo cotidiano en surreal y lo surreal en cotidiano.
Hay un momento en que todo cambia: el cadáver envuelto en plástico de Laura Palmer aparece en la orilla y Estados Unidos ya no vuelve a ser la misma. Porque Twin Peaks es eso: el momento exacto en que la televisión estadounidense perdió la inocencia. O mejor: el momento en que admitió que nunca la había tenido.
Lynch y Frost construyeron un pueblo que es todos los pueblos y ninguno: ese lugar donde todos se conocen pero nadie se conoce, donde los secretos son el verdadero idioma nacional. La pregunta “¿Quién mató a Laura Palmer?” fue el McGuffin perfecto: mientras millones jugaban a los detectives, Lynch estaba haciendo otra cosa. Estaba contando la historia de cómo el mal – el verdadero mal, no esa cosa domesticada que muestran las series policiales – se infiltra en los hogares, se sienta a la mesa, duerme en nuestras camas.
El agente Dale Cooper – ese investigador del FBI adicto al café y a los métodos poco ortodoxos – es nuestro Virgilio en este descenso a los infiernos cotidianos. Pero incluso él, con sus sueños proféticos y sus deducciones tibetanas, termina perdiéndose en el laberinto de espejos que es Twin Peaks. Porque ese es el verdadero horror: no que haya un asesino suelto, sino que todos seamos, de alguna manera, cómplices del crimen.
Veinticinco años después, David Lynch volvió a Twin Peaks para dinamitarla. The Return (2017) es la anti-nostalgia: dieciocho horas de televisión que se niegan a darnos el consuelo del reconocimiento fácil. El agente Cooper está atrapado en un limbo mientras su doppelgänger maligno recorre América sembrando horror, y cuando finalmente regresa no es el que recordábamos.
Lynch toma todo lo que amábamos de la serie original y lo retuerce hasta convertirlo en otra cosa: más oscura, más extraña, más verdadera. El episodio 8 – ese Hiroshima en blanco y negro que explica todo y no explica nada – es televisión que se convierte en arte experimental, pesadilla nuclear, génesis del mal norteamericano. Y el final – ese grito que atraviesa el tiempo y el espacio – sugiere que quizás nunca hubo un Twin Peaks, que todo fue un sueño dentro de otro sueño, que la única verdad es la imposibilidad de alcanzar la verdad. Lynch, a los 71 años, no volvió para complacer: volvió para inquietar. Y lo logró.
El universo David Lynch: entre la realidad y los sueños
Sus películas posteriores a Twin Peaks – Wild at Heart, Lost Highway, Mulholland Drive, Inland Empire – profundizaron en esa exploración de la identidad, la realidad y los sueños. David Lynch construyó un universo propio donde las narrativas lineales se fragmentaban, donde los personajes se transformaban sin explicación, donde la realidad cedía ante algo más profundo y perturbador: la lógica del inconsciente, de los sueños, como si lo irracional fuera el fundamento de todo lo que acontece en el mundo.
Lost Highway (1997)
En Lost Highway (1997), un hombre mata a su esposa pero no recuerda haberlo hecho. O quizás no la mató. O quizás no es el mismo hombre. Lost Highway (1997) es el punto donde la narrativa tradicional va a morir: Lynch construye una cinta de Moebius cinematográfica donde el principio es el final y los personajes se transforman sin explicación como si fueran figuras en un sueño de opio.
Fred Madison y Pete Dayton son la misma persona o son personas distintas que viven la misma pesadilla: poco importa. Lo que importa es el viaje por esa carretera perdida del título, un noir psicodélico donde el saxo de jazz se mezcla con el metal industrial y las femme fatales tienen el rostro cambiante de Patricia Arquette.
La película es una meditación sobre la culpa, la memoria y la identidad, pero contada en el lenguaje de las pesadillas. No hay lógica que la contenga porque la lógica es parte del problema: estamos en el territorio de lo reprimido, de lo negado, de esas verdades que son demasiado horribles para recordar. David Lynch no nos da respuestas: nos da el vértigo de las preguntas correctas.
Mulholland Drive (2000)
La premisa de Mulholland Drive (2000) podría ser la siguiente: Hollywood es un sueño que devora a sus soñadores. Pero sería simplificar demasiado. David Lynch construye – o deconstruye – una historia de amor, ambición y traición que es también una historia sobre el cine mismo, sobre esa fábrica de ilusiones que convierte los deseos en películas y las películas en pesadillas.
Betty/Diane y Rita/Camilla son las dos caras de un espejo roto: la aspirante a actriz y la amnésica misteriosa, la inocencia y la experiencia, el sueño y el despertar. Lynch las hace bailar un tango noir por las calles de un Los Ángeles que es más estado mental que ciudad real. Y cuando llegamos al Club Silencio – ese cabaret donde nada es lo que parece – entendemos que hemos estado viendo la película al revés, o desde adentro, o quizás desde ese lugar donde los sueños se confunden con los recuerdos.
El legado de David Lynch: cuando lo ‘lynchiano’ se convirtió en género propio
El café negro, la meditación trascendental, los informes meteorológicos diarios en la radio: David Lynch cultivó una imagen pública tan cuidadosamente construida como sus películas. Era el tipo raro de Montana que había conquistado Hollywood sin dejarse conquistar por Hollywood. El artista que se negaba a explicar su obra porque, como él mismo decía, explicarla sería destruirla.
En 2024, David Lynch presentó su álbum Cellophane Memories en colaboración con Chrystabell y reveló que tenía enfisema: demasiados años fumando, demasiados secretos guardados en el humo. Ya no podría salir de casa para dirigir, dijo. Y ahora dicen que ha muerto, pero ¿qué significa morir para alguien que pasó su vida explorando los límites entre la realidad y el sueño, entre la vida y la muerte, entre lo que somos y lo que creemos ser?
Su familia anunció su muerte con una frase que parece salida de una de sus películas: “Hay un gran agujero en el mundo ahora que él ya no está con nosotros. Pero, como él diría, ‘Mantén tu ojo en la dona y no en el agujero'”. La frase es perfectamente lynchiana: un koan zen disfrazado de sabiduría popular estadounidense, un consejo que significa todo y nada al mismo tiempo.
David Lynch ha muerto, pero su influencia sigue viva en cada serie que se atreve a ser extraña, en cada película que juega con la realidad, en cada artista que decide que las reglas están para romperlas. Su apellido se convirtió en adjetivo – lynchiano – para describir todo lo que es surreal, inquietante, inexplicable pero de alguna manera profundamente humano.
El niño que creció en el vacío de Montana terminó llenando el mundo de imágenes y sonidos que nadie había imaginado antes. Sus películas son como sueños que siguen reverberando después de despertar: no siempre entendemos qué significan, pero sabemos que significan algo importante, algo que tiene que ver con quiénes somos realmente cuando nadie nos mira.
“Es un hermoso día con sol dorado y cielos azules todo el camino”, dice el último post en su página de Facebook. Suena como el comienzo de una de sus películas: demasiado perfecto para ser verdad, demasiado normal para no esconder algo siniestro. Pero quizás esta vez sea solo eso: un hermoso día para partir, un último guiño del maestro del misterio, un final que, como todos sus finales, nos deja con más preguntas que respuestas.
Y quizás eso sea lo más lynchiano de todo.