The Jack in the Box 2, la fantasía homicida de Lawrence Fowler
Aquellos que decidimos ver una película sobre un juguete asesino no esperamos Lacan aplicado a la psicología de los personajes o ver la influencia de Tarkovski en la construcción dramática en el plano: buscamos sentir un miedo atávico, disfrutar de un ritual gore, de una aceptable representación de la cercanía de la muerte.
Si la primera entrega era un festival de sangre sin sentido que explotaba la figura de un inquietante demonio arlequín, en esta secuela el director Lawrence Fowler se aleja de los tropos del horror adolescente para darle a la película un tratamiento cinematográfico más orientado a lo psicológico a través de un Edipo no resuelto y un pacto homicida madre-hijo, en el que Jack es menos un protagonista que una herramienta, cuya presencia está limitada por distintas secuencias sacrificiales: las víctimas que el payaso exige a cambio de un deseo y que Edgar (Matt McClure) se encarga de proporcionarle.
El problema con The Jack in the Box 2: Awakening (Jack en la Caja Maldita 2: El Despertar) no es que sólo sea un insulto intelectual, sino que también es una estafa slasher, en la que la violencia asesina permanece fundamentalmente fuera de campo mientras intenta sostener la trama en una tensión de elementos góticos que nunca funcionan.
La mansión de campo de Olga Marsdale (Nicola Wright) es una postal gótica que sirve de cárcel abstracta alejada del mundo y de las comunicaciones para sus empleados. Olga es rica, coleccionista de juguetes antiguos y moribunda. Pero conoce los secretos de la Caja de la Sorpresa original, esa que consigue a través del mercado negro y que no tarda en accionar: el objeto tiene la capacidad de cumplir deseos a cambio de seis almas que el demonio atrapado en él reclama por su servicio. Ella pide curarse del cáncer que le devora los huesos; su hijo Edgar deberá buscar las víctimas de Jack.
McClure intenta ser un Norman Bates moderno, atrapado entre la devoción a su madre y la culpa por ser un delivery de inocentes, pero el guion es demasiado básico como para tocar la fibra freudiana. Edgar está siempre bien ubicado en la infinita mansión para escuchar o descubrir alguien que lo critica, que lo traiciona, que lo ofende. Y es todo tan ordenado y previsible que The Jack in the Box 2 se transforma en un loop argumental, con Jack como sacerdote de la muerte, Olga recuperando su salud de a poco y los empleados que de a uno escuchan esa música infantil y ven accionarse la manivela de una caja antigua.
Fowler se inclina hacia la antiespectacularidad, no sobreexpone la figura del clown y las escenas gore son apenas entrevistas. Intenta mantener una atmósfera claustrofóbica a través de la relación enfermiza entre una madre autoritaria y un hijo que transpira patetismo. Canjea sangre por historia -que incluye un origen para la caja en la que se encierra el alma de un payaso esquizofrénico-, horror corporal por teatralidad, pero lo hace con una falta de imaginación que convierten a The Jack in the Box 2 en una colección de clichés del suspenso y el horror, en un pacto fáustico bajo el prisma de un déjà vu.