Drácula: Mar de Sangre, la épica sobrenatural de André Øvredal
Drácula es el héroe trágico por excelencia. Toda ficción vampírica es su comentario, que escapa o se apoya en su atracción gravitacional. Si el postmodernismo sustituye el engranaje gótico por un escenario técnico-científico (Rabid, Morbious), explora la sexualidad, el narcisismo y la drogadicción (Entrevista con el Vampiro, Addiction) o toma la forma del cómic, del gore y de la distopía apocalíptica (Blade, The Crow, Vampires), The Last Voyage of the Demeter (Drácula: Mar de Sangre) aborda el mito desde un clasicismo formal que lo despoja de todo subtexto (del orden sexual, político y metafísico) para dejar al vampiro desnudo en su naturaleza bestial.
La película es una extensión del capítulo 7 de la novela de Bram Stoker, que narra brevemente el viaje de Drácula desde su Transilvania natal hasta Inglaterra. Las entradas del cuaderno de bitácora -el equivalente literario a un metraje encontrado- del capitán del Demeter detalla la travesía de un barco que nunca llegará a destino: el vampiro -escondido en una caja llena de tierra que se envía como carga-, comienza a eliminar a la tripulación hasta que naufraga en las costas rocosas de Whitby, Inglaterra.
Dirigida por el noruego André Øvredal (Trollhunter, The Autopsy of Jane Doe) -con un guion de Bragi Schut Jr. y Zak Olkewicz– Drácula: Mar de Sangre apuesta por una escritura lacónica y minimalista, que busca su condición de misterio y shock en un monstruo superstar apenas visible hasta el acto final y en los excesos de violencia. Pero una historia que ya es parte del inconsciente colectivo cultural universal le resta intensidad a la trama y atenta a que sea seductoramente enigmática, por lo que termina siendo un previsible relato oscuro y desesperado sobre personajes aislados que no pueden escapar de su destino.
La naturaleza bestial de Drácula
Estamos en Valaquia. 1897. Mientras los lugareños huyen del puerto conscientes de la presencia de algo siniestro dentro del Demeter, el médico itinerante Clemens (Corey Hawkins) se une a la tripulación y rápidamente se vuelve impopular: es negro… y tiene educación. Eliot (Liam Cunningham) -acompañado por su nieto (Woody Norman)- planea su último viaje como capitán, antes de dejarle el barco a su primer oficial Wojchek -una referencia a Wojciech Kilar, el compositor de la música de la adaptación de Francis Ford Coppola de 1992-, interpretado por el siempre genial David Dastmalchian (The Suicide Squad, Boogeyman).
El descubrimiento de Anna (Aisling Franciosi) en la bodega de carga -herida y con una extraña infección en la sangre-, desencadena la predecible serie de eventos. Se sabe: no es el único pasajero clandestino en el Demeter. El barco está marcado por los muchos viajes que ha realizado. Todo cruje, gotea y se mueve en dirección a la muerte en su infierno privado. Cada vez que cae la noche durante la travesía, la niebla llega de todas partes y aumenta el número de víctimas.
Si el capítulo de la novela es un psicodélico viaje a la noche de la razón, marcado por el reflejo alucinado de lo irreal, una histeria creciente y la sensación generalizada de que el destino final de todos es la perdición, Drácula: Mar de Sangre es un thriller paranoico sin paranoia, con la estructura de una película slasher y una atmósfera sobrenatural no demasiado interesada en explotar lo sobrenatural.
Drácula: Mar de Sangre es épica por naturaleza, de terror por el tono y moderna por la manera de poner en escena el mito que presenta. Nada queda de ese ser maldito, sofisticado y orgulloso, del dandy romántico que se maldice a sí mismo por la eternidad debido a un amor perdido. A diferencia de Stoker -el capitán describe a su mortal pasajero como “un hombre alto y delgado”-, Drácula: Mar de Sangre toma su iconografía para crear una figura monstruosa sin relieve: una especie de gárgola animada.