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Crítica DMZ: La Ciudad de la Furia

Una médica quiere encontrar a su hijo en una Nueva York que se ha convertido en una no man's land gobernada por pandillas. Un retrato trash del submundo latino en una ciudad vandalizada, donde vivir es estar en peligro.

DMZ es la serie que adapta el cómic publicado por DC Vertigo, escrito por Brian Wood entre 2005 y 2012. Con cuatro episodios de una hora, presenta la historia de una ciudad alternativa de Nueva York dividida por la Segunda Guerra Civil estadounidense, provocada por un conflicto interno sobre la postura del intervencionismo militar del país posterior al 11 de septiembre.

En esta nueva Nueva York, el estado de derecho lo dicta el que tiene más poder, algo que puede cambiar de cuadra en cuadra. En este futuro cercano alternativo, el país está dividido en los Estados Libres de América y lo que queda de los Estados Unidos, con Manhattan declarada una “Zona Desmilitarizada”, una tierra de nadie abandonada por ambos gobiernos, donde aquellos que pudieron evacuar se fueron y los que no, se vieron obligados a valerse por sí mismos.

El relato sigue a Alma “Zee” Ortega (Rosario Dawson), una médica en una ciudad fracturada. En el primer episodio, los colores saturan la pantalla: el azul claro de la luna inunda la escasa habitación donde ella duerme entre turnos; un verde enfermizo sombrea el baño donde se desinfecta antes de ver a los pacientes; las luces brillantes chocan contra los bordes negros del estadio que sirve como centro de detención para las personas que intentan cruzar la frontera ilegalmente.

Estas tomas iniciales brindan una impresión cruda de un país devastado casi una década después de su segunda guerra civil. Alma trabaja en Brooklyn, mientras espera encontrar una ruta viable hacia Manhattan, el último lugar donde vio a su hijo Christian.

Crítica DMZ
Benjamin Bratt. Fotos cortesía HBOMax.

DMZ establece tanto su status quo como las motivaciones de Alma de manera rápida, pero los espectadores que deseen comprender qué condujo al colapso de los Estados Unidos y por qué Manhattan es una zona desmilitarizada no estarán satisfechos. Las reglas de este futuro alternativo son confusas. La serie se aborda mejor en términos de personajes: Alma busca a su hijo y va al lugar más peligroso del país para encontrarlo. Un lugar donde ella tiene conexiones pasadas incómodas.

Cuando llega a Manhattan, la ciudad se está preparando para su primera elección de gobernador, y el campo se ha reducido a dos candidatos: por un lado, está Parco Delgado (Benjamin Bratt), un líder pandillero tan temido como respetado, que predica la unidad como un medio para alcanzar la condición de Estado. Parco se presenta a sí mismo como un hombre del pueblo, pero el logotipo de su campaña coloca una corona sobre su nombre, que anuncia sobre cómo reinaría si fuera elegido.

Mientras tanto, Wilson Lin (Hoon Lee) está más cerca de un clásico político corrupto. Ha amasado una pequeña fortuna en oro junto con un ejército leal en Chinatown, y se postula con una plataforma simple: la libertad. No busca que la DMZ sea reconocida por los Estados Unidos o los Estados Libres Separatistas; le gustan las cosas tal como están: con él viviendo a lo grande y sin la carga de la burocracia.

La forma en que la imagen de cada candidato se yuxtapone con sus posiciones es un giro intrigante que poco a poco resalta sus verdaderas intenciones. Al principio, a Alma no le importan las elecciones. Ella solo quiere encontrar a su hijo y salir de ahí. Pero a medida que sus intereses comienzan a superponerse con los de Wilson y Parco, se ve obligada a elegir un bando y comenzar a cabildear, enredándose en una ciudad y su gente de la que apenas era consciente horas antes.

A pesar de este enfoque personal, los cuatro episodios de la miniserie no son suficientes para hacer que el viaje de Alma sea satisfactorio: el mundo que la rodea es demasiado rico para ignorarlo. La vida en la DMZ es peligrosa pero no desalentadora: es una comunidad de neoyorquinos variopinta que se unen para superar un momento difícil, a pesar de las fuerzas externas e internas que prefieren subyugarlos de una forma u otra. 

Crítica DMZ

Bajo la dirección del showrunner Roberto Patino, a quien conocemos por el bestial trabajo que hizo en Sons of Anarchy, DMZ se transforma silenciosamente en una historia latinoamericana, no sólo en virtud de seleccionar talentos latinos para su elenco, sino al centrarse en personajes del barrio hispano de Harlem de Manhattan y la cultura nuyorican. Es un espectáculo que se preocupa por cómo vive la gente, en la música que escuchan y la jerga que utilizan, resaltando la podredumbre del machismo que envenena su cultura, aunque por momentos solo caricaturiza estereotipos.

Aunque tanto el showrunner como la guionista se esfuerzan en la construcción de su universo, reducir a 4 horas una historia narrada a lo largo de 5 años en 72 volúmenes le juega en contra. Porque DMZ podría haber sido un trabajo oportuno. La miniserie ya roza docenas de ideas relevantes para el momento actual: sugiere un futuro en el que los estadounidenses destruyen con violencia su propio país en un presente en el que parece demasiado plausible.

DMZ presenta una distopía que se trata de personas que construyen comunidades en lugar de entregarse a la fantasía de supervivencia cliché. Y en ausencia de aplicación de la ley, sugiere un cuestionamiento de su real necesidad. La lista continúa: DMZ tiene mucho espacio para contar historias convincentes y vitales, centrando a las personas que de otro modo habrían sido abandonadas en las narrativas habituales norteamericanas. En cambio, refleja el país que representa: lleno de promesas, pero dejado en ruinas.

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