Para Martin Scorsese, el dinero es una máquina de producir ficciones. En algunas de sus mejores películas (Malas Calles, Buenos Muchachos, Casino, Los Infiltrados, El Lobo del Wall Street, El Irlandés y, ahora, Los Asesinos de la Luna), el dinero legisla la economía de las pasiones y organiza la trama de la historia, donde la arbitrariedad de los canjes, las deudas y las transferencias son causa y efecto de la ficción: causa, porque es preciso mentir, inventar, transgredir; efecto, porque la violencia necesaria para obtenerlo acerca a los personajes a un nihilismo autodestructivo inevitable.
O mejor: para Scorsese, el dinero es la ficción misma. Primero, porque para poder conseguirlo hay que inventar, falsificar, estafar, crear una ficción; y a la vez, porque enriquecerse es siempre la ilusión que se construye a partir de una inversión del mito del sueño americano: la creencia de que el dinero pertenece no a quien lo produce (gracias, Marx), sino a cualquiera lo suficientemente insensible como para tomarlo. La epopeya de una apropiación violenta y fuera de la ley.
Civilización y Barbarie en Los Asesinos de la Luna de Martin Scorsese
Killers of the Flower Moon (Los Asesinos de la Luna) es un post western que continúa esa línea del cine contemporáneo que deconstruye la historia de Estados Unidos para poner en escena su pecado original. Scorsese lo rastrea hasta principios de los años 20’s, en los que los últimos vestigios del Viejo Oeste se mezclan con la modernidad capitalista como una posdata bárbara de las guerras indígenas.
Estamos en Oklahoma, el gueto al que fue desplazado el pueblo Osage luego de la conquista del país por parte del hombre occidental. Una tierra olvidada, que se convierte en el escenario de una conspiración sangrienta cuando se descubre petróleo en la zona y se otorgan los derechos de propiedad a los Osage (un giro que hablaría de la fina ironía de los antiguos dioses de la tribu -o de la cínica perversión del dios católico- si la sensibilidad religiosa de Scorsese se lo permitiera).
Oklahoma presenta entonces una inversión del orden social natural, en el que los indígenas adaptan el estilo de vida y la frivolidad de la aristocracia blanca. La riqueza de la ciudad atrae a ladrones, falsificadores, jugadores, estafadores, fabricantes de alcohol ilegal y vendedores ambulantes. Pero también prospera un tipo más sutil de delincuente: el hombre blanco de negocios, el vecino con aura de respetabilidad que obtiene acceso a la intimidad y a las fortunas de los Osage a través de la venta de tierras, seguros y patrocinios (los indios son considerados incompetentes para manejar sus propias finanzas sin un tutor blanco designado).
La violencia como el orden subterráneo del sistema
Los Asesinos de la Luna comienza con el regreso de Ernest (Leonardo Di Caprio) a su ciudad natal de Fairfax, Oklahoma, después de pelear en la Primera Guerra Mundial. Allí lo recibe su tío William Hale (Robert De Niro), el autoproclamado “Rey de Osage Hills”, un líder respetado por la comunidad que sabe reconocer a un idiota útil cuando ve uno. Hale es alguien que puede dar todo lo que necesita su sobrino -afecto, familia, dinero- y algo más, que Ernest no sabía que necesitaba: una esposa, preferentemente Osage.
Ernest coteja y se casa con Mollie (una enorme Lily Gladstone) -individuo y símbolo de una comunidad corrompida por los blancos-, que reconoce en él a un tierno y poco lúcido coyote que quiere su dinero. Es una historia de amor perversa, en la que Ernest intenta proteger a su mujer, mientras la ciudad es testigo de la muerte de toda su familia y el asesinato de parte de su tribu.
Todo se desarrolla a través de un gran pacto de impunidad, hasta que los continuos pedidos de investigación por parte de los Osage repercuten en Washington: un equipo del recién creado FBI -dirigido por Tom White (Jesse Plemons)- entra en escena para descubrir la sordidez que cubre todos los espacios simbólicos de Oklahoma.
Los Asesinos de la Luna está saturada de los tics y las obsesiones de Scorsese, pero es ese tipo de historia que el cineasta demuestra que todavía puede contar mejor que nadie: un relato sobre la codicia, la corrupción y la escenificación de la violencia como el orden subterráneo del sistema. La película es una versión western de Pandillas de Nueva York, el plano de los cimientos defectuosos de Estados Unidos, una nación construida a través de un perverso darwinismo social, en el que el conflicto entre comunidades se resuelve en la aniquilación del Otro.
Los Asesinos de la Luna y el Nacimiento de una Nación
La película es una historia monumental de hipocresía en la búsqueda de riqueza y poder, una vez más moldeada por los egos de hombres mezquinos reflejados (originalmente DiCaprio iba a asumir el papel del líder del equipo del FBI). Pero aquí, Scorsese se permite explorar la psicología masculina desde una perspectiva más postmoderna: en la interpretación matizada e intransigente de Leonardo DiCaprio, la masculinidad plena deviene en una identidad ambivalente, en la que se mezclan la dureza y la violencia con el miedo, la afectividad y la ternura.
Además, el cineasta refleja ciertas ideas contemporáneas -la crisis de las instituciones y del discurso de la autoridad- en la figura del mentor y su manera de ejercer poder: paternalismo -que implica protección y oportunidades- y abuso de autoridad -que genera sumisión y provoca una servidumbre voluntaria-. El Hale de De Niro es un personaje afablemente siniestro -que evoca al de Jack Nicholson en Los Infiltrados y a The Butcher Cutting de Daniel Day-Lewis en Pandillas de Nueva York-: una figura paterna pintada por Goya, un Saturno a punto de devorar a sus hijos.
Todo funciona: el glorioso diseño de producción de Jack Fisk está atravesado por travellings sinuosos y cuadros barrocos sangrientos, llenos de simbolismo católico; la hipnotizante banda sonora de Robbie Robertson suena como el llanto de la tierra en un réquiem tribal; la fotografía de Rodrigo Prieto crea un ritual crepuscular en medio del caos; el guion coescrito con Eric Roth -basado en la novela histórica de David Grann– hace un complejo estudio de personajes mientras avanza hacia la verdad detrás de los asesinatos de los Osage.
Los Asesinos de la Luna es una película anti nostálgica, si entendemos la nostalgia como la incapacidad de imaginar algo diferente al pasado, la incapacidad de producir formas que puedan comprometerse con el presente -y mucho menos con el futuro-. Scorsese es Shakespeare cuando retrata el ascenso y la caída espectacular del poder, y aquí finalmente exhuma el trauma fundacional de Estados Unidos y registra la lenta descomposición de una determinada idea que el país tiene sobre sí mismo. En Los Asesinos de la Luna, Estados Unidos es un gran Overlook, un edificio construido sobre un cementerio hirviente de codicia y ambición, que no nació en las malas calles urbanas, sino encima de los restos sepultados de sus pueblos nativos.