Robert Eggers se reveló como un precoz productor de fantasmas en sus dos primeras películas. The Witch (2015) y The Lighthouse (2019) son dos monumentos al terror psicológico, de una belleza retorcida, que encontraban su condición de misterio en una espacio opresivo -el bosque, una isla desierta- habitado por personajes sometidos a sus obsesiones -la religión, los secretos que esconde un faro-. The Northman (El Hombre del Norte) continúa esa línea de exploración por las zonas oscuras de la psique humana, pero no lo hace desde lo abstracto sino desde lo físico: la obsesión de Amleth (Alexander Skarsgård) es la venganza, y para realizarla ha dejado de ser un hombre y se ha convertido en un animal.
El Hombre del Norte, el animal primitivo
Ya no hay miedos originarios o locura existencial: lo que queda es un trauma inaugural. Amleth es un niño-príncipe feliz por el regreso de su padre de la guerra después de una temporada ausente. El rey Aurvandill (Ethan Hawke) vuelve victorioso pero mal herido. Es cariñoso con su hijo y distante con la reina Gudrún (Nicole Kidman). Es un monarca que intuye su final y solo quiere dos cosas: nombrar a Amleth su sucesor y volver a la batalla.
En el prólogo de la película Eggers muestra su marca registrada: una estética de lo siniestro, un vocabulario de ideas, imágenes y ritmos que traducen el primitivismo en fuerza visual y los rituales antiguos en una fiesta macabra. Un espacio de personajes-sombras iluminados por el fuego. Aurvandill es un animal mutilado de voz cavernosa, que inicia a su hijo en esa lógica territorial basada en la fuerza y la violencia. Un rite de passage en el que el sacerdote Heimir (un perturbador Willem Dafoe) hace que Amleth pierda su forma humana: que coma en cuatro patas, que aúlle como un lobo hambriento, que desee como una bestia salvaje.
El rey necesita una última batalla que sea la definitiva, la que le permita morir con honor bajo la espada enemiga. El favor llegará en forma de traición: no hay combate sino una emboscada en el bosque, la espada enemiga será la de su hermano Fjölnir (Claes Bang), y el honor guerrero se convertirá en la dignidad del indefenso que mira la muerte de frente. Amleth es testigo de la escena, pero logra escapar mientras su tío pide su cabeza. Después de ver el saqueo del reino y el secuestro de su madre, se va del feudo que ya no será suyo, repitiendo un mantra: “Te vengaré padre. Te salvaré madre. Te mataré Fjölnir”.
Tras una elipsis de muchos años, vemos a un Amleth adulto que pertenece a una horda de vikingos vestidos con pieles de oso, que está a punto de vandalizar, violar y matar a casi toda una aldea. El director de fotografía Jaris Blaschke -colaborador habitual de Eggers- hace de esta escena una poesía violenta, como si la cámara participara de una danza brutal, un recorrido en travelling a corta distancia que forma una coreografía de la muerte.
Eggers y el guionista y poeta islandés Sjón (Lamb, Valdimar Jóhannsson, 2021) hacen de esta leyenda nórdica- que inspiró a Shakespeare para escribir Hamlet– un tour de force hacia los abismos de la naturaleza humana, allí donde la herencia animal palpita con más fuerza que cualquier rastro de sensibilidad y razón.
Robert Eggers y la ética de la violencia
Alexander Skarsgård es una presencia primitiva de una fuerza indomesticada, una especie de zombie prehistórico con una idea fija, un ser que vive en la muerte esperando su momento de revancha. En el camino conocerá la ternura de una hechicera, Olga (Anya Taylor-Joy) -“tú le quiebras los huesos a los hombres, yo les quiebro la mente”- que tiene sus propios motivos para vengarse de Fjölnir. En el medio, Islandia como una geografía mental y monocromática de su protagonista, un territorio áspero, duro y gris, por el que deambula un cuerpo que ya ha dejado este mundo para estar en contacto con los espíritus que lo guían hacia la redención del honor patriarcal.
Eggers hace del folklore antiguo un teatro de la crueldad. Su debut en el mainstream (con un presupuesto cuatro veces más grande que su dos películas anteriores juntas) tiene un estilo autoral que sostiene el film. Una persecución y consciencia de la imagen que le da el marco adecuado a una historia que nunca se siente nueva. Lo que hace que la película sea emocionante es la puesta en escena, la fisicidad de Skarsgård, la banda de sonido de Robin Carolan y Sebastian Gainsborough, una fuerza percusiva que hace del pathos vikingo una partitura épica hecha de tambores que rugen.
Si en The Witch y en The Lighthouse lo sobrenatural dictaba las leyes de una realidad que se volvía cada vez más inconsistente, aquí es a la inversa: lo místico está atado a la inexorabilidad de un futuro que se vuelve cada vez más palpable. Eggers cambia enigma por dureza argumental para marcar un itinerario que es menos espiritual que corporal, un trayecto unidireccional hacia lo que ya conocemos, que hace de El Hombre del Norte un manifiesto sobre el destino y la fatalidad, un retrato oscuro de la violencia como mandato, como síntoma de una masculinidad alienada que anula la tensión entre lo humano y su piel animal.