Licorice Pizza es la continuación del rock n’ roll por otros medios: una celebración de la juventud, de sus motivaciones, sus arrebatos, sus histerias, su falta de miedo al fracaso, donde el drama está configurado por pequeñas tragedias amorosas: que la chica que te gusta se suba a la moto de un actor muy pasado de moda que va a intentar una peligrosa acrobacia de sus días de gloria, que el chico que te gusta -y con el que pensás cambiar el mundo-, sea gay.
Paul Thomas Anderson pone en escena el manifiesto de Jim Morrison para la generación del ’60: Queremos el mundo / y lo queremos ahora. Un mundo de jóvenes excitados, imprevisibles, autosuficientes, que actúan como adultos sin desencanto, no consumidos por la amargura y el peso de la vida.
Los adultos apestan: perdieron su autoridad o viven de su nostalgia, de su recuerdo de haber sido jóvenes alguna vez. Si la trama de Magnolia giraba en torno a la culpa trastornada de los errores cometidos – “hemos dejado el pasado, pero el pasado no nos deja” -, Licorice invierte los términos para hacer un ácido retrato de la adultez, en el que el pasado ha dejado a los personajes, pero ellos se aferran desesperadamente a él.
Licorice Pizza y el amor adolescente
Licorice Pizza es una historia de amor inminente, siempre postergado -como un Kafka pasado de porro en un suburbio de California-, entre un adolescente de 15 años, Gary Valentine (Cooper Hoffman), y una veinteañera, Alana Kane (Alana Haim). Gary es puro deseo, ambición, seguridad. Ella odia su vida.
Estamos en el Valle de San Fernando, en Los Angeles, en 1973. Alana trabaja como asistente de un fotógrafo que hace retratos estudiantiles. Cuando le toca ir a la escuela de Gary, él la invita a salir. Así: sin prólogos, pura insolencia. “¿Cuántos años tenés, 12?”. Él permanece inmutable, ella reticente. La escena es marca registrada de PTA: un largo travelling de tiempo diferido, en el que los personajes entablan una amable batalla de ocupación simbólica. Gary es un catálogo de carisma y caballerosidad, y aprovecha para filtrar su currículum como actor precoz a la conversación. Es atrevido, pero no arrogante. La desconfianza inicial de Alana pasa a ser duda, luego posibilidad. Gary no es el equivalente masculino de Lolita, pero desborda personalidad. “Quizás vaya, pero no será una cita”.
Cuando Gary tiene que viajar a Nueva York para hacer un programa de televisión – con un plantel de niños conducidos por una estrella añeja y vencida – y necesita un tutor mayor de edad que lo acompañe, va con ella. Un exceso en su rutina marcará el fin de su carrera actoral. De allí en más se hacen amigos, compañeros; comparten proyectos, celos, desventuras. Un juego marcado por el enamoramiento de él y la búsqueda de autodescubrimiento de ella.
La filmografía de Anderson está sostenida por grandes actuaciones capaces de absorber densas construcciones dramáticas y narrativas. El tono ligero y alegre de Licorice Pizza no la hace menos compleja. Anderson optó por dos debutantes, y el casting es inmejorable. Cooper Hoffman – hijo de uno de los actores fetiche de PTA, el genial Philip Seymour Hoffman, fallecido en 2014 – es puro magnetismo. Lo de Aldana Haim – miembro de la banda Haim, para la que PTA hizo nueve videoclips – es talento en estado natural.
Si hay algo que fascina más a Paul Thomas Anderson que la ambición personal traducida en emprendimientos épicos, son esos personajes que tienen algo de vendedor de feria barato: desde el comercio televisivo de virilidad hipermasculinizada de Frank (Tom Cruise) en Magnolia (1999) – Respect the cock! – , el lastimoso Barry (Adam Sandler) en Punch-Drunk Love (2002), el histriónico mercader de Dios Eli (Paul Dano) de There Will Be Blood (2007), hasta el creador de un culto pseudo científico, Lancaster (Philip Seymour Hoffman) en The Master (2012). Pero allí donde todos ellos fracasan – en la vida, por cargar un pasado demasiado pesado, por la propia lógica extorsiva de lo que venden – Gary sobrevive, por estar proyectado al futuro.
Gary es una mezcla de esas dos especies, mitad emprendedor y mitad embustero: cuando se le acaba la carrera de actor juvenil, crea un compañía de venta de camas de agua, luego una productora audiovisual y finalmente inaugura un local de pinball. Aldana es una easy rider, alguien que busca su destino: es parte integral de los proyectos de Gary, va a castings de películas, se ofrece como voluntaria para la campaña de un aspirante a consejal (Ben Safdie). Sale con púberes-galanes de televisión, con ex galanes de cine, con el aspirante a consejal al que ayuda a hacer campaña.
La decadencia de la autoridad patriarcal en las películas de Paul Thomas Anderson
Cada escena tiene su peso específico dentro del guion, que responde menos a una lógica narrativa que a la expansión de los personajes, en una serie de encuentros con una galería freak, que incluye a Rex Blau (Tom Waits) como el mejor maestro de ceremonias del cine, a William Holden (Sean Penn) como una envejecida estrella que habla con frases de sus antiguas películas, a Jon Peters (Bradley Cooper) como el libidinoso y narcisista novio de Barbra Straisand.
Paul Thomas Anderson parece uno de esos directores incapaces de hacer una película mala – ni siquiera una mediocre – , y con Licorice Pizza sigue demostrando que es uno de los cineastas más versátiles e interesantes de Hollywood. Su filmografía es un retrato de la decadencia de la autoridad patriarcal, en la que abundan los padres – varones – abusadores, ausentes, alcohólicos; personas arruinadas por padres abusadores, ausentes, alcohólicos; una cultura de la celebridad que hace tanto daño como esos padres. Si el programa infantil de Magnolia preguntaba “¿Qué saben los niños?”, en Licorice los niños han crecido, y dan un fuck you como respuesta.