20 años de Saw | La Colonia Penitenciaria

Hace 20 años, una película de bajo presupuesto filmada en 18 días se convirtió en el fenómeno que redefinió el cine de terror del siglo XXI.

En un depósito de Los Ángeles, durante 18 días y con un presupuesto que bordeaba la indigencia, dos estudiantes de cine australianos estaban a punto de reconfigurar el imaginario del terror contemporáneo. Con Saw (2004), su ópera prima, James Wan y el guionista Leigh Whannell inauguraban una nueva estética de la crueldad en su forma más trash, un espacio donde los cuerpos se convierten en un campo de batalla y proyectan la capacidad humana de negociar con el dolor.

Dos hombres despiertan encadenados en un baño industrial abandonado. Entre ellos, un cadáver. El espacio esconde pistas que deben descifrar. Y así comienza el juego. Pero lo que sigue no es simplemente una secuencia de torturas elaboradas, sino una exploración perturbadora de la moralidad post-11 de septiembre, marcada por la publicación, en abril de 2003, de los abusos psicológicos y físicos por parte del ejército de Estados Unidos a prisioneros árabes en Abu Ghraib.

Jigsaw, el arquitecto de estos juegos, es una figura paradójica: entre un psychokiller suburbano y un terapeuta radical, sus trampas, diseñadas con la manía de un cocainómano, no buscan simplemente matar: buscan transformar. Cada mecanismo es un espejo deformado donde las víctimas deben confrontar sus propias fallas morales.

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Leigh Whannell, Tobin Bell y Cary Elwes en Saw (2004)

Jigsaw y Kafka

Saw llegó en una época en que el cine de terror estaba en transición. Mientras Hollywood apostaba por remakes de clásicos como The Texas Chainsaw Massacre y Dawn of the Dead, o crossovers comerciales como Freddy vs. Jason y Alien vs. Predator, la película de Wan y Whannell proponía algo más incómodo: una ética del castigo físico que definiría la siguiente década del género, una influencia se puede rastrear no solo en sus numerosas secuelas, sino en todo un catálogo de películas que exploraron lo que la crítica denominó porno tortura.

Pero reducir Saw a esta categoría es perderse su verdadera naturaleza subversiva. Lo que hace la película es desarticular las leyes de lo soportable: no busca que el espectador disfrute de la violencia, sino que la contemple en su forma desnuda y, en última instancia, más aterradora por su proximidad a la estricta lógica de un juego. En el centro de Saw late una pregunta incómoda: ¿qué estamos dispuestos a hacerle a otra persona para seguir viviendo? Con cada nueva trampa, con cada nueva mutilación, Saw opera en ese territorio ambiguo donde la supervivencia y la moral se vuelven conceptos antitéticos.

Como en La Colonia Penitenciaria (1914) de Kafka, la pedagogía del horror se vuelve una forma de salvación. Pero mientras el aparato de tortura kafkiano representa la deshumanización de la burocracia estatal, las trampas de Jigsaw son producto de una época donde la violencia se ha privatizado y espectacularizado. La meticulosidad casi administrativa con la que diseña sus juegos lo conecta directamente con el oficial del cuento: ambos son tecnócratas del sufrimiento, apologistas de sistemas de tortura que consideran justos y necesarios, convencidos de que la redención solo puede alcanzarse a través del dolor extremo. Para ellos, el sadismo en una forma de misericordia.

Saw y La Colonia Penitenciaria exploran los límites y las contradicciones de la justicia, la redención y el dolor. Ambas historias dejan abiertas preguntas fundamentales sobre la moralidad del castigo y sobre el papel del juez en el ciclo de violencia que impone. Pero mientras Kafka critica una justicia absurda y demente, Saw subraya la ambigüedad de una moralidad que busca redimir mediante la tortura.

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Shawnee Smith como Amanda Young en Saw (2024)

El legado de Saw 20 años después de su estreno

La franquicia que nació de aquella modesta producción independiente se convertiría en un fenómeno global que recaudó más de mil millones de dólares sin comprometer su visión nihilista del mundo. El universo de Saw se expandió a videojuegos, atracciones de parques temáticos y un merchandising que transformó a Jigsaw en un icono pop. Sus imitadores multiplicaron las torturas y elevaron los presupuestos, pero ninguno logró replicar esa sensación visceral de estar atrapado en un juego donde la realidad se pliega sobre sí misma y hace colapsar todo rastro humanidad.

Si Saw perdura 20 años después de su estreno, más allá de sus innovaciones en el género o su impacto cultural, es por su capacidad para articular ansiedades sociales arraigadas el imaginario colectivo: el control, la vigilancia, la deshumanización institucional, la religiones que prometen la salvación a través del sufrimiento. Saw persiste la cultura pop como un enigma, una pieza incómoda que se resiste interpretaciones unívocas. No es simplemente una película de terror: es un espacio donde el dolor y la redención —en su versión más brutal y degradada— se vuelven uno.

La figura de Jigsaw, con su filosofía de redención a través del trauma, descompone la idea de justicia y venganza. En lugar de una revancha catártica, lo que ofrece es una pedagogía violenta, un artefacto que invita a sus víctimas —y al público— a un cálculo imposible. No hay justicia divina, ni siquiera humana: solo el álgebra de una moralidad deforme. Al introducir un villano que hace del sufrimiento ajeno un experimento, Saw se convierte en una parábola enferma sobre la violencia en su estado más elemental, casi burocrático. La pregunta ya no es si sobreviviremos al juego, sino qué quedará de nosotros cuando termine.

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