Saltburn presenta una lucha de clases trastornada, sexy y decadente, en un vodevil enloquecido que recorre los bordes astillados de la sociedad contemporánea. La segunda película de Emerald Fennell es un estudio sobre el fetichismo: el de la clase trabajadora, que ha internalizado los valores de la aristocracia, se ha vuelto individualista, insensible, ha fetichizado la riqueza; el de las élites, que han fetichizado la servidumbre del pobre, la caridad, a ellos mismos. Saltburn pone en escena un mundo enrarecido y sociópata, donde las relaciones humanas están legisladas por todo tipo de intercambios -emocionales, físicos, materiales-, con su incómoda mezcla de deseo y desechabilidad.
Saltburn, el teatro de la crueldad de Emerald Fennell
La Universidad de Oxford es el campo de batalla donde el solitario y becado niño proletario se encuentra con los hijitos marca Dior de la élite. La amabilidad y la lastimosa historia de vida de Oliver Quick (Barry Keoghan) hacen que sea adoptado por el fauno y sobrenatural it boy de la institución, Felix Catton (Jacob Elordi). Felix es todo lo que Oliver no es: hermoso, popular y pornográficamente rico. Su relación está marcada por la obsesión y parasitismo de Oliver y la buena conciencia de Felix. Cuando Adonis invita al orco a pasar el verano en la lujosa mansión de su familia, llamada Saltburn, se activa la mecánica del goce y las cosas se ponen salvajes.
Keoghan -un intruso depredador en contextos familiares ajenos, como en El Sacrificio del Ciervo Sagrado de Yorgos Lanthimos– hace una interpretación eléctrica, mientras deja entrever que por debajo de su timidez y corrección supura algo insano; Elordi es puro magnetismo, una despreocupada sustancia erótica con toda la levedad del ser a la intemperie de las miradas, alguien que no necesita imponer su presencia sino que tiene la cualidad de una aparición, de un satisfecho objeto de deseo con algo ligeramente triste y vulnerable en los ojos. Felix está fascinado con Oliver, hasta que descubre que su nuevo amigo puede estar mintiendo. Especialmente sobre su pasado.
La mansión Saltburn está habitada por el plantel de freaks de la familia Catton, la Casta Horror Show saturada de frivolidad, pasividad emocional y desconección con el mundo real. Mamá Elsbeth (Rosamund Pike) es intensamente amigable y casualmente cruel, una ex groupie libertina de la época del britpop adaptada a su papel de Primera Señora; su infantiloide y ocioso esposo, Sir James (Richard E. Grant); Venetia (Alison Oliver), la hermana cáustica y con trastornos alimenticios; Pamela (Carey Mulligan), la amiga intensa y pobre de la familia; Farleigh (Archie Madekwe), el adoptado que ve la intrusión de Oliver en su aislada unidad familiar como una amenaza para mantener el afecto y financiamiento de los Catton.
Si Saltburn comienza como una oscura coming of age universitaria, Fennell cambia el ritmo para describir el descenso a la violencia dictado por la dialéctica entre sexo y poder y subvertir las expectativas sobre cómo se supone que debe comportarse la gente rica en público y en privado. En estos tiempos dominados por el puritanismo cultural y los microfascismos políticos, la película parece indicar que es el momento de escandalizar a la burguesía y a las bellas mentes de la sociedad con vómitos, fluidos corporales, necrofilia romántica y flujos menstruales vampirizados.
Miedo y asco en la mansión Saltburn
Las imágenes del director de fotografía Linus Sandgren muestra toda la opulencia del viejo mundo, la capacidad infecciosa de las clases altas, un ensueño que poco a poco se va convirtiendo en un delirante teatro de la crueldad. La cámara filma a Elordi envuelto en suaves travellings e inmerso en luces cálidas, y revierte décadas de historia del cine filmadas desde el sexualizado punto de vista masculino. Saltburn está filmada de manera excitada y confusa, pero con una innegable vitalidad creativa en su deseo de herir los cánones del buen gusto.
Con ecos de El Talentoso Sr. Ripley, La Historia Secreta, Brideshead Revisited o cualquier examen cultural en el que una plebe se ve repentinamente empujada a los niveles superiores de la sociedad, Saltburn pone en escena una trama llena de dependencia y chantaje afectivo. Si en su primera película Hermosa Venganza, Emerald Fennell mostró una historia cruda, escondida bajo capas de música pop y colores pastel y con un fuerte impulso ético, en Saltburn vuelve a elegir el camino de la violencia, no sólo física, sino también emocional y visual, con una gran y lúcida maldad.
La estatua del Minotauro vencedor preside el laberinto de la mansión. Pero aquí no hay Teseos, ni hilos ni Ariadnas: la película a veces se pierde en el jardín de su propia ambición, gira en el vacío que queda alrededor de su transgresión. Por su preferencia por el escándalo, Saltburn tiene pulso surrealista; incomoda incluso con su falta de ideología: un mundo donde el afecto es una efímera commodity, poblado por una versión parasitaria de la clase trabajadora y el autismo emocional de la aristocracia. Aún así, es celebrable el intento de sacudir la frigidez actual del cine con un pequeño bestiario escatológico lleno de amoralidad.
De alguna manera, todos somos Oliver: amamos las cosas que no nos amarán.