No Hables con Extraños, la alegoría social de James Watkins
Cualquiera que haya visto el thriller danés de 2022, Speak No Evil, sabe una cosa: que ya nunca más hará amigos durante las vacaciones. La película de Christian Tafdrup es eso que David Fincher le pide al cine: que deje marcas. Una obra maestra del terror contemporáneo, que construye un escenario hiperrealista cargado de tensión psicológica, antes de que se convierta en un teatro sádico de la naturaleza humana, donde el miedo a ofender es más fuerte que el miedo al dolor y los buenos modales son una manera de morir con educación.
La remake No Hables con Extraños (2024), dirigida por James Watkins (The Woman in Black, Eden Lake) para Blumhouse, retoma la premisa de la versión original, pero de alguna manera la adultera: hace concesiones con su lado más violento y sexual, para dejar sólo la atmósfera enrarecida, llena de incomodidad y amenaza latente, donde la cortesía forzada y la obediencia debida a las normas sociales se convierten en una sentencia de muerte.
No Hables con Extraños sigue a Ben (Scoot McNairy) y Louise Dalton (Mackenzie Davis), una pareja educada de estadounidenses que viven en Londres con su hija, Agnes (Alix West Lefler). Durante sus vacaciones en la Toscana italiana, conocen a Paddy (James McAvoy) y Ciara (Aisling Franciosi), y su hijo mudo, Ant (Dan Hough). Paddy y Ciara son lo que ellos no, pero les gustaría: ruidosos, carismáticos, transgresores. Libres. No pasa mucho tiempo antes de que Ben y Louise acepten su invitación a quedarse en su remota granja rural durante un fin de semana.
Lo que era un viaje de placer se convierte en un juego perverso de sumisión y poder, donde cada gesto amable es una trampa y cada sonrisa una amenaza disimulada. Pero si en la película danesa las dos parejas convivían en un plano más horizontal, el guion de Watkins elige el contraste directo, como una versión postmoderna de civilización y barbarie, donde James McAvoy es una fuerza de la naturaleza rústica alrededor del cual giran el resto de los personajes.
Como en la versión danesa, No Hables con Extraños esquiva los clichés del cine de terror convencional. Aquí el verdadero horror no reside en lo sobrenatural, sino en las situaciones cotidianas. Paddy, como anfitrión, es una figura que se mueve entre la hospitalidad exagerada y la amenaza apenas disimulada. La relación con Ben y Louise se convierte en una coreografía macabra de gestos forzados y sonrisas tensas, donde la condescendencia da paso gradualmente a una incomodidad hecha de pequeños gestos y comentarios que desnudan la hipocresía de la clase media, y cada disculpa esconde un acto de manipulación.
Muchas escenas están cargadas de un doble sentido, de una ambigüedad que a veces recuerda a los mejores trabajos de Michael Haneke –Caché o Funny Games– y al masoquismo maníaco de Sam Peckinpah en Perros de Paja. Watkins, como Haneke, nos obliga a confrontar nuestra propia complacencia con lo que vemos, nuestra tendencia a ignorar las señales de peligro por miedo al conflicto, como un reflejo distorsionado de la pasividad y dependencia de la aceptación social.
No Hables con Extraños es una reflexión sobre la fragilidad de la civilización moderna: sobre el poder destructivo de la apatía, de la obediencia debida a las convenciones que, en última instancia, son deshumanizadoras. Pero a diferencia de la versión original, que se inclinaba más hacia el minimalismo nórdico, Watkins opta por un enfoque más barroco en su manejo de los personajes y situaciones, para terminar ofreciendo la recompensa moral -completamente ausente en Tafdrup- del cine de masas.
Watkins no llega a arruinar el material original, pero domestica su transgresión, su patetismo, su vitalidad y las convierte en entretenimiento. Igualmente, No Hables con Extraños es un ejercicio de tensión sostenida que subraya la idea de que el mal puede ser banal, cotidiano, y esconderse detrás de la diplomacia y la amabilidad. En este sentido, la película es política, tanto un estudio social como un thriller psicológico: una exploración de los límites de nuestra tolerancia, de cuánto estamos dispuestos a soportar antes de que sea demasiado tarde. El verdadero horror no está en lo desconocido, sino en quienes nos dicen lo que queremos escuchar.