SADISMO:
1. m. Perversión sexual de quien provoca su propia excitación cometiendo actos de crueldad en otra persona.
2. m. Crueldad refinada, con placer de quien la ejecuta.
Los textos del Marqués de Sade (1740-1814) son pura sustancia erótica, la fórmula química de la sexualidad: fantasías masturbatorias en las que el deseo está liberado de todo límite, de todo tabú, de toda culpa.
Sade fue el típico libertino de su época, pero su rechazo a la aristocracia y sus normas sociales basadas en la adulación, los contactos y la ostentación, lo aislaron de la protección que tenía por pertenecer a la elite. Todos los regímenes políticos en los que vivió -monárquico, revolucionario y napoleónico- lo encerraron en sus calabozos: pasó 27 años de su vida en distintas prisiones y hospicios con criminales mansos y violentos, con locos que no se daban cuenta que estaban locos, con tullidos que sí, con oligofrénicos a los que no les importaba demasiado estar ahí. Su ambición era ser un dramaturgo respetado, pero en la cárcel se convirtió en el pornógrafo más conocido, más moderno, más lúcido de la historia.
El marqués de Sade es una de las pocas personas que dieron nombre a un sustantivo. El uso de la palabra sadismo comienza a mediados del siglo XIX, pero fue en 1886 cuando el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing utilizó el término para describir una perversión en su obra clínica Psychopathia Sexualis.
El Marqués de Sade y su época
El sadismo de Sade se inscribe en la crueldad generalizada de una época. Tenía buenos maestros: la Iglesia Católica, los reyes y aristócratas, que ejercitaban su libido con cuanta campesina, pobre, prostituta se les cruzara; que en público ensayaban su perversión con cuanto ladrón, criminal, pensador desafiaba su autoridad.
La pedofilia no era castigada, pero la sodomía – para cualquier sexo – merecía la pena de muerte, por ser una práctica contraria al mandato divino de reproducirse. Además, se torturaba con hierro fundido, se mutilaba y desmembraba en la plaza pública a quienes atentaran contra la voluntad del rey: experiencias edificantes para la moral popular.
El libertinaje era el derecho de los nobles y sacerdotes. Los colegios jesuitas – donde Sade estudió – aplicaban castigos corporales a los alumnos: postales sado de la pedagogía cristiana, con varas y látigos incluidos. Sus curas eran conocidos en todos los burdeles de París por pedir a las prostitutas que los azotaran. En argot, la pederastia se conocía como ‘molinisme’, en honor al teólogo de la congregación Luis de Molina.
El marqués de Sade fue acusado a lo largo de su vida de blasfemia, incitación al sacrilegio, sodomía y envenenamiento e intento de homicidio. En todas las denuncias estuvieron involucradas prostitutas, algunas menores de edad, todas de bajos recursos, muchas intoxicadas del afrodisíaco de moda, la mosca de España, que Sade disfrazaba de caramelos de anís. Fue condenado a muerte y ejecutado en efigie, mientras él se encontraba prófugo. Luego los cargos fueron retirados, pero ya era demasiado tarde: la incipiente prensa sensacionalista lo hizo célebre, sus orgías – festivales hardcore de varios días – , se conocían en toda Francia.
Tanta publicidad no era buena para el apellido, por lo que su familia política comenzó a decidir su destino. El asunto no era complicado: el rey firmaba lo que se conocía como ‘lettres de cachet’, que se entregaban a las casas poderosas para que pudieran encerrar a los parientes indeseables sin demasiado escándalo, a su discreción, de por vida. Y Sade tenía la mala costumbre de seguir siendo él.
Marqués de Sade: la cárcel y la escritura
En su celda de la Bastilla se inventó una religión fetichista para sus orgías solitarias: comenzó su carrera de escritor. Llevó al extremo sus fantasías más depravadas. Fue el primero que intentó hacer una teoría del libertinaje, el habla de la transgresión. El más prisionero de los prisioneros habló como nadie había hablado de la libertad a aquellos que se creían por fin libres.
Después del velorio de Dios, la Razón tomaba su lugar con el garbo que le daba la ciencia, aunque igualmente distanciada de toda autonomía, de todo deseo: una racionalidad frígida que creó instituciones frígidas para producir leyes frígidas destinadas a la regulación y control de individuos frígidos.
El anarquismo del marqués de Sade consistió en introducir el desorden del deseo en un mundo dominado por el deseo de orden y clasificación. Sus novelas son utopías nihilistas, alucinaciones orgásmicas, puro surrealismo sádico. Sus personajes legalizan la violación como una de las formas del arte, el crimen como el apéndice humano de la naturaleza, el incesto como el paroxismo de la fraternidad. Si la naturaleza destruye para crear nuevas formas, obedeciendo la ley del más fuerte, el ser humano debe entregarse a sus pulsiones, que esencialmente son egoístas, mezquinas y crueles.
Los libertinos y libertinas de Sade son racionalistas del goce perverso. Se entregan por completo al juego de poder que ellos mismos proponen: poder sobre el otro, su negación absoluta, una víctima-objeto que será ultrajado de todas las maneras posibles hasta que no quede nada de él. Una dictadura del cuerpo en la que el placer debe ser buscado hasta lo indecible, en la que no hay límites para el deseo, en el que no se tiene en cuenta el dolor de los demás.
Marqués de Sade en la Revolución Francesa
El marqués de Sade fue le revolucionario que peleó la revolución equivocada. Él, que había nacido en una de las familias más ilustres de Francia – y nunca había hecho nada por disimularlo – , no quería la libertad para la burguesía, en la que veía una aristocracia low cost, con las mismas aspiraciones, los mismos vicios y bajezas.
La familia burguesa era la esclavista de toda erótica (o, al menos, eso intentaba aparentar), y Sade prefería otras prisiones: la servidumbre de la razón al lenguaje promiscuo del deseo.
El 13 de julio de 1789 el marqués era el único prisionero en la Bastilla. París hervía de protestas. Desde su celda agitó a la masa para que asaltara ese símbolo del despotismo, usando un urinal como megáfono y arrojando a la calle panfletos antimonárquicos escritos por él. La toma de la cárcel sucedió al día siguiente, cuando ya lo habían trasladado a un manicomio. En los disturbios perdió casi todos sus manuscritos, incluido el de su primera novela Les Cent Vingt Journées de Sodome, ou l’École du libertinage (Los 120 días de Sodoma o la Escuela del Libertinaje), escrita en 1785.
Ya liberado, por oportunismo o convicción, se dedicó a ser un buen ciudadano. Fue secretario de la sección de Picas, orador, escribió discursos, folletos, peticiones, obras de teatro, una novela política y asexuada que nadie leyó: el combo agit prop del perfecto revolucionario.
La descristianización y relajación de las costumbres que habían comenzado con la caída del absolutismo terminó con Robespierre. El ateísmo pasó a considerarse un lujo aristocrático y los ateos agentes contrarrevolucionarios. Sade volvió a prisión y fue condenado a muerte. Un error burocrático -quizás menos un error que un oportuno soborno – lo salvó de la guillotina. Poco después, Robespierre no tuvo tanta suerte.
A la frigidez jacobina, el marqués de Sade respondió con su habitual hedonismo cínico. La Philosophie dans le Boudoir (La Filosofía en el Tocador), publicado de forma anónima en 1795, es una parodia de la ética de la Ilustración, de los ideales que colocan a la virtud como fundamento moral y político de la sociedad: “Coger bien convierte a la persona en un mejor republicano, ya que constituye una forma de expulsar la dosis de despotismo que la naturaleza ha grabado en nuestros corazones”. Como servicio público aconsejaba burdeles 24 horas para hombres y mujeres. Los sueños húmedos de Sade eran las pesadillas siniestras de Rousseau.
Con Napoleón llegó la brigada antivicio para hacer una depuración moral de la nación. Se secuestraron todos los manuscritos del marqués de Sade y los ejemplares de Justine, que había tenido varias reediciones desde 1791, y de Juliette, que acababa de publicarse y era un succès de scandale en todo París. Después de pasar por varias prisiones, a las autoridades les pareció más educado encerrarlo por loco que por escritor. Para eso inventaron una enfermedad: “demencia libertina”. De esta manera, se convirtió en el primer paciente oficial de la policía.
El marqués de Sade pasó sus últimos 13 años de vida encerrado en el Hospicio de Charenton, a 5 kilómetros de París. Allí escribió obras de teatro para que representaran los internos, bajo la mirada de un público muy burgués y muy progre que disfrutaba del espectáculo de la locura y del personaje más célebre e infame de Francia, a una distancia prudente y con una reja protectora de por medio.
La influencia del Marqués de Sade en el siglo XX
Entre el Banquete de Platón y las novelas del marqués de Sade pasaron mil años de un silencio casi absoluto sobre la sexualidad. El marqués de Sade atacó todos los principios que sostenían la cultura occidental – Dios, ley, familia – y colocó un espejo deformante que ponía en relieve la inflexible ambivalencia de las fuerzas eróticas y destructivas que rigen las relaciones humanas, en las que la pulsión de muerte llega a tener tanta intensidad como el instinto de supervivencia, y los impulsos pueden llevarnos, aunque sea en nuestras fantasías, a un estadio arcaico más animal, liberados de los tabúes más fundamentales impuestos por la civilización.
Cien años antes que Freud develara los subsuelos del alma, el marqués de Sade fue el retorno de lo reprimido, de todo aquello que se quiere ocultar bajo la apariencia de normalidad. En sus textos el principio de placer termina borrando toda realidad exterior: exponen una doctrina extrema de la libertad individual al tiempo que describen aquellas inclinaciones más oscuras del deseo, aquello que ahora llamamos inconsciente.
Sus novelas presentan dos clases de personas: los libertinos y los demás. Y los libertinos son los que tienen derechos sobre el mundo que los rodea. Una descripción aterradora de las jerarquías sociales y del poder absoluto que se ejerce sobre el otro, un objeto sobre el cual se liberan las tendencias más perversas de la psique humana.
Fue profético en sus ideas andróginas sobre el comportamiento sexual. Un erotismo polimorfo en el que la heterosexualidad no es más que una expresión posible de la libido.
Para el marqués de Sade, la ley cumple una función castradora, en tanto ordena la represión de los instintos naturales. Y donde había ley, Sade prefería la ley sin ley del deseo. Supo, antes que nadie, que en la relación entre placer y dolor se juega la vida humana. Dijo, de manera cínica, que el placer está conectado al dolor, pero el placer busca la eternidad.
Leopold von Sacher-Masoch
MASOQUISMO:
1. m. Perversión sexual de quien goza con verse humillado o maltratado por otra persona. 2. m. Complacencia en sentirse humillado o maltratado.
Si Sade grita: “sos mío”, Masoch suplica: “hazme tuyo”. Son dos formas distintas de entender el goce a través del dolor. Masoch quedó a la sombra del marqués de Sade, como su contraparte o complemento, aunque Lacan y Deleuze se encargaron de desactivar el mito: jamás un verdadero sádico soportará a una víctima masoquista ni un masoquista soportará a un verdugo verdaderamente sádico.
Los personajes femeninos de Masoch son glaciales, capaces de una gran crueldad. Sin embargo, es el sometido quien arma la escena, quien dicta a la mujer su conducta. Ella, por su parte, tiene algunas dudas sobre el asunto. Es la víctima quien habla a través de su verdugo.
Leopold von Sacher-Masoch nació en 1836 en Lemberg, entonces parte del imperio austro-húngaro. De niño se sintió atraído por una pariente hermosa: la condesa Xenobia. Él la ayudaba habitualmente a vestirse, pero un día corrió los límites: cuando le besó los pies al ponerle los zapatos, ella respondió con un golpe suave y una sonrisa.
Un día el niño se escondió en el placard de la habitación de la condesa. La vio desnuda, con un abrigo de piel sobre los hombros. A su lado estaba su amante. Cuando entró su marido, ella agarró un látigo y echó a los intrusos. El amante aprovechó la escena para escaparse. Leopold quiso hacer lo mismo y lo descubrieron. La condesa dirigió su furia contra su sobrino: lo arrojó al suelo y lo azotó mientras lo sujetaba con una rodilla sobre la espalda: el niño sintió un fuego de placer que lo devoraba.
Su novela Venus in Peltz (La Venus de las Pieles, 1870), es una ficcionalización de su vida con la escritora Fanny Pistor, con la que firmó un contrato para ser su esclavo por seis meses: su alter-ego Severin quiere ser humillado, que le peguen, que lo aten, que lo azoten. En definitiva, dejar anulada su voluntad. Ella le hace firmar un segundo acuerdo, en el que declara que ha perdido su propia vida, por lo que puede matarlo si lo desea. Su primera orden es prohibirle que la mire durante un mes.
La Venus de las Pieles se transformó en un clásico de la literatura universal. Es un retrato feroz sobre las obsesiones fetichistas y los caprichos del deseo.