Desde El Orfanato (2007) hasta Un Monstruo Vino a Verme (2016), Juan Antonio Bayona se convirtió en un artesano indispensable del cine español. Si bien su carrera no está exenta de errores, no se puede negar ni su increíble conocimiento técnico y narrativo, ni la influencia de Guillermo del Toro y Steven Spielberg –otros hacedores de milagros emocionales–, en esas historias que buscan tocar las fibras sensibles de los espectadores.
Siguiendo la tradición de Lo Imposible (2012), La Sociedad de la Nieve reinvierte el drama inspirado en un hecho real: el accidente de un avión uruguayo en la Cordillera de los Andes en 1972. Aunque el acontecimiento marcó su época –en particular por el canibalismo necesario para la supervivencia de los pasajeros–, el cineasta vuelve a producir una película con una puesta en escena emotiva y visceral.
La Sociedad de la Nieve de J. A. Bayona
La Sociedad de la Nieve despliega desde sus primeros minutos un dispositivo importante: el de la fotografía. Si los en la introducción de la película los planos reúnen a los personajes en la pista de un aeropuerto, es para inmortalizar la calma antes de la tormenta que se avecina y capturar un instante de esas vidas que nunca volverán a ser las mismas. Pero Bayona va más allá, ya que se tomarán y observarán otras fotografías como otras tantas pruebas y recuerdos de esta sociedad alternativa que se creará en la brutalidad de la montaña.
Al adaptar la trágica historia real de este equipo de rugby atrapado en los Andes después de un accidente aéreo, el director toma conciencia de las fantasías que rodean esta noticia tan publicitada. Al salvar momentos fugaces, al preservar lo evanescente, la noción de reconstrucción emerge como la cuestión central del largometraje. ¿Cuál debería ser el límite a la hora de recrear un suceso tan traumático?
La gran inteligencia del cineasta español es aceptar la naturaleza de su tema: en esta cresta donde los supervivientes fueron condenados al ostracismo durante tanto tiempo, La Sociedad de la Nieve sólo puede abrazar la subjetividad de sus personajes y su testimonio. Al igual que la fotografía, el cine de Bayona capta fragmentos de tiempo suspendido, donde la voz de los vivos se expresa tanto como la de los muertos, en una magnífica estructura narrativa.
La idea es importante en este contexto, que evoca implícitamente el lugar particular de la muerte. Omnipresente e intratable en este territorio inhóspito, también se enfrenta a los elementos y se ve sumida en una especie de éxtasis. Debido al frío, los cadáveres nunca desaparecen, excepto cuando otros los ingieren.
Entre caníbales
Evidentemente, el tan discutido canibalismo de esta historia se convierte en el punto sensible de la película. Si bien Bayona no lo esquiva, lo trata con la delicadeza necesaria para que su dimensión de shock nunca pierda de vista el dilema moral. Filma cuidadosamente los debates y las lógicas opuestas en torno a esta cuestión, para poner en perspectiva la paradoja de esta solidaridad última, de esta humanidad reunida bajo el prisma de la supervivencia, mientras cruza una barrera a priori indefendible.
Lo que entonces ocupa al grupo ya no es la práctica de su supervivencia, sino su idea, su teoría. La inversión realizada por el cineasta es brillante y subraya su respeto y su compasión por el tema: a la bestialidad que acecha, contrasta la espiritualidad del don y, por tanto, la humanidad persistente de estos supervivientes a pesar del horror que los abruma.
La Sociedad de la Nieve empuja así al espectador a la misma introspección, fase imprescindible de inmersión total a través de la puesta en escena. Entendemos por qué la historia atrajo al cineasta, y por qué el libro homónimo en el que se basa -un testimonio de Pablo Vierci publicado en 2009-, redefinió la percepción sobre el incidente.
A través de sus cortas distancias focales que acentúan el más mínimo detalle, la más mínima textura y la flagrante falta de recursos de los que dispone el grupo, cada plano se aferra a la interacción de los cuerpos y su transformación en este desierto helado. A medida que avanzamos, se tiene la impresión de sentir el frío y los olores de este espacio mortífero, mientras que los escasos signos de vida presentes en la pantalla parecen alcanzar una forma de sublime poesía.
Bayona evita sistemáticamente la trampa de la narración a través de la acción en favor de un drama penetrante a través de su evolución psicológica. Tanto es así que los fantásticos planos generales de la inmensidad helada del desierto funcionan como planos cerrados del cuerpo de un monstruo.
Como suele ocurrir con el cine del español, esta belleza se expresa en el equilibrio a veces precario entre la dimensión melodramática de la historia –llevada al límite por la música melancólica de Michael Giacchino– y su deseo de ceñirse lo más posible a la agotadora experiencia de los protagonistas. La hazaña es lograr afrontar de frente la dureza de su tema y sus cuestiones morales, sin hundirse en la vulgaridad sensacionalista. Sin embargo, la película no evita ciertos inconvenientes, ya sea su duración un tanto anestésica o su búsqueda de la integridad, necesariamente compleja en una película coral.
Y si podemos criticar el conjunto por su dificultad para caracterizar algunos personajes importantes de la historia, casi lo perdonamos en vista de la potencia de su producción, cuyo nivel de visceralidad supera a la ya impresionante Lo Imposible. Bayona también teje una conexión fascinante entre las dos obras y sus historias desesperadas que se niegan a ceder al nihilismo.
Mientras los supervivientes buscan sentido a la muerte de sus amigos, una forma de espiritualidad asoma su cabeza, a pesar de la naturaleza de este territorio que parece haber sido abandonado por los hombres y por Dios. Los impulsos etéreos de la fotografía confirman el valor simbólico del cine del director: ante la adversidad, el ser humano se convierte en su propia religión, en su propio dios.
La religión humanista
La creencia en la propia capacidad de trascendencia se convierte en una necesidad, que permite soportar lo peor y lograr lo impensado. Un poco como en Gravity (Alfonso Cuarón, 2013), donde el personaje de Sandra Bullock redescubre el gusto por la existencia reconectándose con la condición física de la humanidad en un entorno hostil, La Sociedad de la Nieve parte de lo íntimo para expandirse y trascender.
Los personajes aceptan su pequeñez en la aterradora inmensidad del mundo y abrazan su belleza en suntuosos planos generales. Suficientes para afirmar la coherencia del cine de Bayona. Si aquí se estudia una “sociedad de la nieve”, como la presenta el título, se profundiza en los sistemas que nacen de nuestros instintos, nuestra sed de supervivencia y nuestro miedo a la muerte, todo ello con un enfoque universal que parece casi mitológico.
Mientras que cualquier película colectiva debe teóricamente hacer existir a cada uno de sus miembros, Bayona se esfuerza por el contrario en hacerlos indistinguibles, tanto los rostros como los nombres o las personalidades. Cada uno se funde con el todo, la muerte se convierte en un homenaje, un sacrificio, el acceso a una conciencia global.
La Sociedad de la Nieve logra esta inversión de perspectiva al poner en escena al colectivo como el verdadero personaje principal. Los temas religiosos –Vida, Muerte, Sacrificio, Santidad, Resurrección– son así reformulados en una versión secular holística, el Cuerpo del Hombre en lugar del Cuerpo de Cristo, en un enfoque que podría ser blasfemo si no fuera también profundo, doloroso y visceralmente compasivo.