En el vértice pop donde la autenticidad se diluye en la saturación de selfies y la identidad se fragmenta en píxeles de Instagram, Parker Finn nos ofrece Smile 2, una secuela que trasciende la reiteración para convertirse en el espejo negro de la cultura contemporánea. Si la primera Smile (2022) era un ejercicio de horror psicológico que hacía del trauma un nuevo psycho killer, esta nueva entrega se sumerge en el estrellato y la alienación, con una protagonista que encarna todas las contradicciones y angustias de la era digital.
Aunque el demonio suicida y su insidiosa sonrisa regresan, el núcleo emocional de Smile 2 gira en torno a Skye Riley (Naomi Scott), una pop star cuya vida y carrera colapsaron tras un accidente automovilístico en el que murió su novio Paul (Ray Nicholson). Después de un año de rehabilitación, se está preparando para lanzar una gira redentora, pero todavía no puede dejar los opioides. Skye se presenta al mundo en su entrevista con Drew Barrymore, pero sus miedos más profundos se manifiestan a través de la sonrisa que pronto empezará a ver en todas partes, desde su círculo íntimo hasta las fans que la idolatran.
Finn aprovecha este nuevo enfoque para explorar la fragilidad de las celebridades contemporáneas, subvirtiendo el glamour y convirtiendo la vida pública en un espectáculo de horror íntimo. Skye no es solo una víctima más del demonio: es un producto de una maquinaria cultural que se alimenta de la imagen, la perfección y el sacrificio personal.
El reflejo distorsionado de la fama: Naomi Scott como Skye Riley
Naomi Scott, en el papel de Skye, oscila entre la fragilidad y la furia contenida. Su personaje es una construcción, una amalgama de influencias pop que se desmorona ante nuestros ojos, víctima de un mal que es tanto sobrenatural como profundamente humano. Lo que persigue a Skye no es más que la manifestación grotesca de las sonrisas forzadas que proliferan en las redes sociales, esas muecas vacías que ocultan abismos de soledad y desesperación.
Finn construye un universo claustrofóbico donde la realidad y la alucinación se confunden. Los espejos, omnipresentes, no reflejan identidades sino fracturas, grietas en la fachada cuidadosamente construida de la estrella pop. La partitura de Cristobal Tapia de Veer, con sus texturas industriales y sus disonancias inquietantes, subraya la alienación de Skye, creando un paisaje sonoro que es tanto externo como interno. El sonido se convierte en un coro griego electrónico que comenta y amplifica el descenso de la protagonista hacia la locura.
El guion es redundante, pero logra tejer una red de símbolos y referencias que intentan trascender el género. La obsesión de Skye con el agua Voss, por ejemplo, se convierte en una metáfora de la sed de pureza y control en un mundo contaminado por la mirada ajena. El personaje de Elizabeth, la madre-manager interpretada por Rosemarie DeWitt, encarna todas las contradicciones de una industria que devora a sus jóvenes, siempre en nombre del amor y el éxito.
Entre selfies y demonios: la metáfora del fan en Smile 2
Pero es en su tratamiento del fenómeno fan donde Smile 2 alcanza sus momentos más perturbadores y lúcidos. La escena del meet & greet, con su procesión de rostros anónimos que buscan un pedazo de Skye —un autógrafo, una foto, un momento de reconocimiento mutuo—, se convierte en un crescendo de horror existencial. Cada fan es un espejo deformante, un recordatorio de la fragmentación del yo en la era de la reproducción digital.
Si la primera Smile jugaba con la idea del trauma como un virus contagioso, esta secuela expande esa metáfora hasta abarcar la totalidad de la experiencia celebrity. El mal que aqueja a Skye no es solo el demonio sonriente, sino la mirada constante y voraz del público, esa entidad amorfa y siempre hambrienta que exige autenticidad y perfección en partes iguales.
Smile 2 vs. la Cultura Pop: un análisis de la autodestrucción y el renacimiento
Parker Finn demuestra madurez, transitando con soltura el horror psicológico. Las secuencias de violencia, lejos de ser gratuitas, funcionan como catarsis necesarias, explosiones de realidad en un mundo cada vez más mediado por pantallas y filtros.
El director también logra que el infierno cotidiano de ser una estrella del pop —eternamente visible pero irremediablemente sola— se convierta en un terreno fértil para la explotación sobrenatural. La estructura de Smile 2 se basa en un ciclo de episodios, en los que la realidad y las alucinaciones de Skye se mezclan hasta volverse indistinguibles. ¿Dónde termina la psicosis y dónde comienza la realidad? Este juego de espejos se debilita en la segunda mitad de la película, cuando la narrativa se despliega de manera fragmentada y el terror pierde su efecto debido a su sobreexplotación visual.
Si bien Smile 2 cae en las trampas que pretende denunciar, ofreciendo un espectáculo de horror que corre el riesgo de convertirse en otro producto más para ser consumido y olvidado, en sus mejores momentos, la película alcanza cierto grado de lucidez, develando las costuras de una sociedad obsesionada con la imagen y el espectáculo.
En última instancia, Smile 2 es un artefacto cultural, un objeto pop que se devora a sí mismo en su afán de crítica. Como Skye Riley, atrapada en un loop de autodestrucción y renacimiento, el filme oscila entre la complacencia y la subversión, entre el terror convencional y el comentario social. Es, en suma, un espejo sonriente y cruel de nuestros tiempos, un recordatorio de que detrás de cada selfie perfecta acecha el vacío, y de que la sonrisa más perfecta puede ocultar un grito desgarrador.