Crítica Los Fabelman de Steven Spielberg con Michelle Williams y Paul Dano
¿Cómo Steven Spielberg, un niño desarraigado varias veces a lo largo de su vida, llevado de ciudad en ciudad y luego destrozado por el divorcio de sus padres, se convirtió en uno de los grandes pilares de la cultura popular? En The Fabelmans (Los Fabelman), nominada al Premio a la Mejor Película de la Academia, el director reúne, conmemora y ficcionaliza su propia infancia. El guion -que coescribió con Tony Kushner– es mucho más inquisitivo que festivo; socava la cuestión última de su existencia.
Mitzi (Michelle Williams), que guarda muchas similitudes con la propia madre de Spielberg Leah, es una mujer que se amarró al mantra de “todo pasa por una razón”. Es una concertista de piano que dejó de lado artístico para formar una familia, una romántica obstinada que se conformó con el hombre -el Burt de Paul Dano, basado en el padre del director Arnold–, cuyo amor es firme y, en el peor de los casos, sofocante. No es infeliz en su mayor parte, pero solo puede sobrevivir con la seguridad de que alguien más está realmente al mando de su vida.
Los Fabelman, en realidad, no era necesaria para entender a Spielberg como artista. Esa sensación de desplazamiento, ese anhelo infantil de sanar lo fracturado, está eternamente presente en su obra, desde ET (1982) y AI Inteligencia Artificial (2001) a Atrápame si Puedes (2003). Pero hay algo cautivadoramente humilde en la simplicidad de su deseo de identificar las raíces ordinarias de la grandeza futura.
Su sustituto en pantalla, Sammy Fabelman (interpretado primero por Mateo Zoryon Francis-DeFord y luego por Gabriel LaBelle), le permite a Spielberg imaginarse a sí mismo como la síntesis perfecta de sus padres. Mitzi cree que “las películas son sueños”, mientras que Burt, un ingeniero informático, se enorgullece de lo que puede crear con sus propias manos.
Al sentimentalismo de las películas de Spielberg se le da una base sólida en Los Fabelman, a través del virtuoso trabajo de cámara habitual del director, que se desliza y se abalanza alrededor de sus personajes en todo tipo de ángulos improbables pero poco vistosos. La melancolía de cuento de hadas de Williams se ve contrarrestada por la quietud de Dano, mientras que la ingenuidad de ojos brillantes de LaBelle tiene sus raíces en la belleza lacada de la cinematografía de Janusz Kamiński.
El desenfrenado cameo en el que Sammy tiene un encuentro formativo con “el director más grande que jamás haya existido”, John Ford (David Lynch), profundiza las capas de la película entre la realidad y la ficción, el personaje y la personalidad. Ford irrumpe a través de la puerta, con el rostro cubierto de lápiz labial. Luciendo un parche en el ojo y vestido como un cazador, cojea desafiante a través del marco. Lynch -un cineasta brillante por derecho propio-, interpreta al autor como ruidoso y descarado. La escena, basada en el encuentro real de Spielberg con Ford, une perfectamente los intereses binarios de la película.
Se trata de perspectiva: Sammy y, a su vez, Spielberg ven esta historia desde dos extremos, a través de los ojos de su madre y su padre, lo que hace que estos recuerdos sean más complejos, más fascinantes. Cuando los padres de Sammy lo llevan a ver su primera película, The Greatest Show on Earth (Cecil B. De Mille, 1952), se obsesiona con replicar su choque culminante con sus trenes de juguete.
Y es aquí cuando Spielberg comienza a acotar la verdad fundamental: que la vocación de su vida no nació simplemente del amor, sino de un miedo profundo. El choque asustó a Sammy. Al recrearlo él mismo, puede ejercer cierto control sobre él. Pero también comienza a darse cuenta de cómo la cámara lo entrenó para buscar los signos de existencia más pequeños, pero esclarecedores: el pulso lento de un pariente enfermo, palpitando a través de la piel de su cuello; una fila de carritos de compras, arreados como ovejas por un tornado inminente; o la formación de escuadrones de niños montados en bicicleta (un futuro elemento básico de Spielberg).
La cámara le permitió a Sammy ver lo que tantos otros se pierden, lo que resulta tener consecuencias devastadoras no solo para sus padres sino también para el mejor amigo de su padre (Bennie de Seth Rogen).
Como le advierte el tío abuelo de Sammy, Boris (Judd Hirsch), su único pariente con vínculos reales con la industria: “El arte te dará coronas en el cielo y laureles en la tierra, pero te arrancará el corazón”. La motivación de Spielberg para Los Fabelman tiene poco que ver con consolidar su propio mito: es un viaje agridulce hacia la comprensión de que, aunque la cámara nunca miente, lo que nos muestra puede ser difícil de digerir.