Allí donde las biopics musicales suelen caer en la complacencia del drama prefabricado, Kneecap (2024) levanta su dedo contra el sistema, sacudiendo cualquier idea preestablecida de lo que una película biográfica debe ser. La ópera prima de Rich Peppiatt es noctámbula, insomne, eufórica: una explosión de actitud punk sin espacio para la nostalgia o para la redención. Kneecap no es la historia de Belfast atravesada por el IRA: es una celebración trash del poder de la música como herramienta política.
La revolución cultural de Kneecap
Entre Trainspotting y Straight Outta Compton, entre el documental y las propiedades disociativas de la ketamina, la historia del trío de rap homónimo —Mo Chara, Naoise aka Móglaí Bap y DJ Próvaí— se narra a través de animaciones psicodélicas, persecuciones alocadas y escenarios que oscilan entre la realidad y el trance lisérgico. El grupo se interpreta a sí mismo con una autenticidad no domesticada. No son actores: son pura energía punk-rap en su camino a transformar las cenizas de la resistencia irlandesa en un motín cultural fuera de control.
La historia de Kneecap es, ante todo, la historia de una lengua que se niega a morir. Cuando el gaélico (la lengua nativa de la isla antes de la ocupación inglesa, ahora hablada por el 6% de la población) tenía destino incierto, tres héroes de clase trabajadora hicieron del idioma irlandés en un arma de destrucción masiva. No son músicos tradicionales: son los guerrilleros contra la muerte climatizada de la invasión extranjera. Cada palabra es una barricada, cada beat, un acto de resistencia.
Kneecap es un cóctel molotov cinematográfico sin concesiones. En lugar de explicar el contexto político de Irlanda del Norte, lo vive y lo respira. Aquí no hay discursos didácticos: la lucha por la lengua irlandesa es parte de su ADN. El trío sabe que la libertad no se pide de manera educada, sino gritando su verdad sobre ritmos demoledores. Cada secuencia tiene la electricidad de una generación que se niega a ser silenciada.
Arlo, el personaje de Michael Fassbender en Kneecap
“Cada palabra hablada en idioma irlandés es una bala disparada por la libertad irlandesa”, dice Arlo (Michael Fassbender), el padre de Naoise, un ex revolucionario que fingió su muerte para dejar de ser perseguido por la policía. Arlo no es un héroe romántico, sino un hombre fragmentado, un fantasma político que flota entre la clandestinidad y el recuerdo. Su decisión marcó la vida de su familia: su esposa quedó sumida en una depresión crónica y su hijo creció bajo la sombra de un padre menos real que mítico.
Arlo es una especie de profeta revolucionario que condiciona la identidad de su hijo. Fassbender transmite una mezcla de orgullo, dolor y tristeza por las generaciones que heredaron un conflicto que él mismo ayudó a perpetuar. Es una figura trágica, es Shakespeare, en medio de una comedia punk.
Si su presencia es el eco de una guerra que nunca termina, Kneecap es la épica de una generación que nació después de los Acuerdos de Viernes Santo, que todavía lleva las cicatrices de The Troubles como una marca de nacimiento, pero que se niega a ser definida por un conflicto que no les pertenece. Kneecap no busca explicar la historia, la reescriben a través de la música.
Kneecap reescribe la historia de Irlanda
Peppiatt sabe que el punk rap no es un género musical: es una manera de estar en el mundo. Con este trío, el gaélico dejó de ser una materia obligatoria en la escuela para transformarse en el idioma de las calles. Sus beats interrogan a los cuerpos como si fuera la expresión de la unidad originaria de todo lo existente, como si lo instintivo se manifestara de manera inmediata en una violencia desmesurada y primaveral. En un mundo anestesiado de memes, desinformación y las promesas vacías del mercado, Kneecap es un glorioso fuck you a la historia colonial, una celebración de la revuelta cultural y un recordatorio de que la verdadera revolución siempre suena a algo que se puede bailar.
