Hay algo extraño en ver a un hombre de 94 años hacer una película sobre la culpa. Sobre el peso insoportable de los secretos. Clint Eastwood decidió que si Jurado N°2 iba a ser su última película —aunque dicen que no, que lo vieron leyendo guiones— tenía que hablar de la justicia. No de esa justicia que tanto le gustaba hacer por mano propia en sus días de Harry el Sucio, sino de la otra: la de las togas, los martillos, los “su señoría”. La justicia institucionalizada, burocratizada, perfectamente falible.
Una noche de tormenta. Un bar de carretera. Una pareja que discute —él rompe botellas, ella se va, él la sigue, se insultan, se amenazan—. Y un hombre, Justin Kemp (Nicholas Hoult), que mira un vaso de whisky como quien mira su propia destrucción. No lo toma. Sale. Maneja bajo la lluvia. Golpea algo —¿un ciervo?— y sigue. Al día siguiente una mujer aparece muerta cerca del puente.
Nicholas Hoult en Jurado N°2 de Clint Eastwood
Nicholas Hoult, con su cara de yerno ideal, queda en ese lugar incómodo donde nadie quiere estar: el lugar donde la moral personal choca contra el deber cívico. Donde el pasado y el futuro se encuentran en un presente insoportable. Eastwood lo sienta en la silla del jurado número dos. Lo hace escuchar testimonios. Ver fotos. Pruebas. Todo apunta al novio violento. Todo es perfecto. Demasiado perfecto.
El Justin Kemp de Hoult es el tipo de protagonista que Eastwood adora: un hombre común atrapado en una situación extraordinaria: ser jurado en un caso de asesinato donde él mismo es el culpable. ¿Qué hacer cuando descubrís que deberías estar sentado del otro lado? ¿Cuando tu secreto puede mandar a un inocente a la cárcel pero salvarte la vida? ¿Cuando tu mujer embarazada te espera en casa y vos jugás a ser juez sabiendo que sos responsable de una muerte?
En la sala del jurado, once personas quieren terminar rápido. Tienen vidas, tienen trabajos, tienen razones. Un ex policía que cree saber. Una madre que extraña a sus hijos. Un fiscal que quiere ser más que una fiscal. Una defensa que duda. ¿Y Kemp? Él sabe.
Eastwood convierte un juicio en una lucha contra la conciencia
La fiscal —Toni Collette, brillante en su ambición mal disimulada— quiere usar este caso como plataforma política (la gente, los consumidores del morbo mediático, siempre necesitan un culpable, algo que les de una imagen satisfecha de sí mismos). Es el tipo de personaje que en manos equivocadas sería una villana unidimensional, pero Eastwood y Collette la convierten en algo más complejo: una persona real con ambiciones reales y dilemas morales reales.
El acusado —Gabriel Basso, cara de culpable perfecto— jura su inocencia. El abogado defensor —Chris Messina— intenta sembrar dudas. El padrino de Kemp en Alcohólicos Anónimos —Kiefer Sutherland, que también es abogado, que también guarda secretos—. Está la esposa que espera —Zoey Deutch—. Está la muerta —la hija del director, Francesca Eastwood, en un guiño que solo Clint Eastwood se puede permitir—. Y mientras tanto, en esa sala sofocante, doce personas juegan a ser dioses. Jurado N°2 es una bomba de tiempo moral que hace tic-tac durante dos horas de pura tensión.
Jurado N°2, la última obra de un maestro del cine
La Savannah que filma Eastwood no es la Savannah turística de las postales. Es una Savannah de interiores claustrofóbicos, de maderas oscuras y ventiladores que no alcanzan para refrescar las conciencias. La cámara se mueve como si fuera un jurado más: observa, analiza, duda. A veces parece que Eastwood está haciendo una película de otro tiempo —quizás porque él mismo es de otro tiempo—. No hay explosiones, no hay persecuciones, no hay efectos especiales. Solo personas tratando de hacer lo correcto, o lo que creen correcto, o lo que les conviene creer que es correcto.
Con Jurado N°2, Clint Eastwood nos deja pensando —como siempre lo hizo, desde que era un tipo flaco con poncho hasta ahora, cuando todavía es capaz de hacer una película que importa—. Que quizás la justicia no es lo que creemos que es. Que quizás ser justo no es tan simple como decir la verdad. Que quizás todos somos, en algún momento, jurados de nuestro propio caso.
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