Hay algo perturbador en la forma en que Ryan Murphy ha convertido el horror en una especie de liturgia pop, un ritual tan predecible como necesario para la televisión contemporánea. Grotesquerie, su última creación para FX (disponible en Disney+ en Latinoamérica), podría parecer otro engranaje más en esa maquinaria que produce pesadillas en masa. Pero hay algo diferente aquí, algo que se resiste a la catalogación fácil, algo que hace que la serie sea una anomalía en el corpus de Murphy.
Grotesquerie está cargada de una atmósfera oscura y grotesca: una obra que se mueve entre la exuberancia narrativa de su creador y un intento de descifrar los mecanismos del género. Como sucede con todas las producciones de Murphy, la serie queda atrapada entre la fascinación por el artificio y la necesidad compulsiva de subrayar cada uno de sus gestos, como si desconfiara de la capacidad de las imágenes para comunicar por sí mismas.
La ubicuidad del mal en Grotesquerie
Desde los primeros momentos, Grotesquerie se establece como un teatro de lo crueldad: familias masacradas con la artesanía de una puesta en escena, cuerpos dispuestos como cuadros renacentistas, signos bíblicos escritos con sangre como una caligrafía apocalíptica. Sin embargo, bajo la brutalidad explícita y la estética gótica, hay un interés por el deterioro no solo de los cuerpos, sino del tejido de una sociedad que parece haber perdido la brújula moral.
En Lois Tryon, la detective alcohólica y devastada interpretada por Niecy Nash, encontramos una figura que sintetiza las contradicciones de la serie. Lois es, por un lado, un catálogo de clichés: la investigadora marcada por la tragedia personal, ahogada en vodka y desbordada por su incapacidad para reconectar con una familia fragmentada. Pero Nash le inyecta a su personaje una dosis de humanidad que transciende el estereotipo, haciendo que su vulnerabilidad no solo sea evidente, sino también incómoda. Su dolor es palpable, y la forma en que Grotesquerie articula su relación con el esposo en coma y su hija obesa evoca algo parecido a lo conmovedor.
La serie transmite una sensación de fin de los tiempos que resulta inquietante. No es el fin del mundo como evento espectacular, sino como una erosión lenta y constante de todo lo que alguna vez tuvo sentido. Los asesinatos funcionan menos como set pieces de horror y más como instalaciones artísticas que comentan la descomposición de la sociedad. El mundo que Lois habita —un pueblo perpetuamente sumido en tinieblas y lluvias torrenciales— no es tanto un espacio físico como una metáfora psíquica. El escenario mismo es una extensión de su mente, un lugar donde el tiempo parece haberse detenido y todo está corroído por la desesperanza.
En el corazón de Grotesquerie late una obsesión con el mal, pero no el mal como fuerza abstracta, sino como un fenómeno sociológico que atraviesa las instituciones humanas. La verdadera fuerza de Grotesquerie es su capacidad para hacer que lo religioso y lo profano se encuentren. La Hermana Megan (Micaela Diamond) — una monja periodista que podría haber salido de una novela de Flannery O’Connor reescrita por David Lynch— , funciona como una guía por este infierno donde la Biblia se mezcla con el sensacionalismo y la fe se mide en clicks.
Grotesquerie: religión, crimen y espectáculo
Quizás el elemento más fascinante de Grotesquerie sea su ambivalencia hacia su propia naturaleza como producto trash. La serie intenta articular una crítica a la obsesión de la cultura contemporánea por el true crime, pero lo hace desde una paradoja que nunca termina de resolver: explota tanto en los detalles de los crímenes que la crítica se desvanece en el aire.
Lo que hace que Grotesquerie trascienda sus limitaciones genéricas es su comprensión del horror como algo más que sangre y vísceras: el verdadero horror no está en los elaborados tableaux de muerte que construye su psychokiller, sino en la forma en que estos se han convertido en algo rutinario, en cómo la sociedad los procesa y los consume: el apocalipsis se ha convertido en ruido de fondo de nuestra vida cotidiana. En definitiva, Grotesquerie es un espejo oscuro que refleja no solo nuestros miedos más primitivos, sino también nuestra incapacidad para procesarlos de manera significativa.
Como todas las creaciones de Murphy, la serie roza constantemente con el exceso, pero aquí ese exceso tiene un propósito más allá del shock: es un método, una forma de documentar una época donde todo – la violencia, la fe, el entretenimiento – se encuentra en el límite. Grotesquerie no es solo el título de la serie: es un diagnóstico de nuestro tiempo.
Grotesquerie, entre el exceso y el vacío del horror contemporáneo
Si algo define la obra de Ryan Murphy es su obsesión por la forma. En Grotesquerie, esa obsesión alcanza niveles extremos: cada asesinato es concebido como una instalación artística, cada escena está iluminada para maximizar la sensación de asfixia moral. Sin embargo, este barroquismo resulta agotador. Hay una sensación de redundancia que impregna cada cuadro: la lluvia, las sombras, los rostros crispados; todo parece gritar su significado, dejando poco espacio para la ambigüedad o la interpretación.
La dirección de Max Winkler intenta, en los primeros episodios, imprimir un ritmo que conjugue el “slow burn” con momentos de impacto visceral, pero el resultado es desigual. El espectáculo visual choca con una narrativa que se tambalea bajo el peso de sus propios excesos. Los diálogos, cargados de alusiones bíblicas y reflexiones existenciales, carecen de la sutileza necesaria para equilibrar la densidad de las imágenes.
Uno de los mayores problemas de Grotesquerie es su falta de confianza en el espectador. La serie se empeña en explicarlo todo, en desentrañar sus propios misterios con una minuciosidad que termina por esterilizar el contenido. Cada giro de la trama, cada pista oculta en las muertes rituales, es expuesta con una claridad que elimina cualquier posibilidad de sorpresa. Incluso el gran giro argumental de la temporada —un cambio radical en la naturaleza de los asesinatos— se siente telegráfico, más como una concesión que como una revelación orgánica.
Grotesquerie es una serie atrapada entre dos impulsos contradictorios: la necesidad de ser relevante y la compulsión de ser espectacular. Hay en ella destellos de algo perturbador, una sensibilidad para capturar los miedos contemporáneos, pero el proyecto naufraga en su propia grandilocuencia, incapaz de reconciliar su crítica con su fetiche por el artificio. Al poco tiempo, Grotesquerie comienza a mostrar las grietas en su superficie. Tal vez en una segunda temporada, si llega a existir, la serie encuentre la sobriedad que tanto necesita. Por ahora, se queda como una curiosidad fallida, un intento de reconfigurar el género que se pierde en su propios vicios.
Grotesquerie está disponible en Disney+.