Gran Turismo, la publicidad como forma de arte
Una película como esta es más y menos que una película: es un artefacto cultural, en el que el dispositivo cinematográfico es el medio para poner en escena algunas de las cosas que definen lo contemporáneo: los videojuegos y la publicidad como una forma de arte, los deportes como poesía en salvaje movimiento y los límites cada vez más difusos entre realidad y simulacro. Bienvenidos al desierto de lo Real.
Gran Turismo: De Jugador a Corredor celebra sin complejos la Matrix a la vez que reproduce lo que intenta vender: es una simulación en sí misma, que disfraza su condición de gran campaña de marketing -es uno de esos films que incluso remarca lo accesible que es (para un chico de clase media inglés) comprar los periféricos del juego- dentro de un drama deportivo. ¿Cómo analizar una película que está menos interesada en los Oscar que en los Premios Clio?
La película de Neill Blomkamp -basada en la historia real de Jann Mardenborough– está estructurada como la mayoría de las biopics, con esa compulsión que tienen los estadounidenses de representar la vida de sus artistas y celebridades en tres actos: auge, caída y redención.
El joven Jann (Archie Madekwe) es talento puro jugando al Gran Turismo de Playstation. Tiene la oportunidad de su vida cuando un ejecutivo de Nissan llamado Danny Moore (Orlando Bloom lo interpreta al borde del orgasmo publicitario), para demostrar que el videojuego es un producto tan perfecto que parece real, realiza un concurso en el que los mejores jugadores competirán para ser parte del equipo de pilotos del automovilismo profesional liderado por el ex corredor Jack Salter (David Harbour).
Desde su estructura general hasta cada interacción, Gran Turismo se adhiere a una fórmula gastada (padres escépticos, un hermano deportista real, un antagonista repulsivo en la pista de carreras, un amor inminente, el outsider que conquista el mundo tras su caída trágica y su inevitable resurrección) en la que Jann debe hacer su camino a la gloria entre el desprecio general y los innumerables “esto no es un juego, es la vida real”.
El triunfo de la virtualidad
Diseñado para no tener que prestar atención a la película, el guion de Jason Hall y Zach Baylin es un autospoiler en el que cada diálogo anticipa la acción (“Recuerda, tienes que quedar cuarto para clasificarte”, le dice Salter a través del comunicador cinco vueltas antes de que termine la carrera) y presenta a Jann como un chico común, sin carisma y obsesionado con la Playstation, que no sólo logra entrar al mundo de multimillonarios arrogantes que forma el ecosistema cerrado del automovilismo profesional, sino que también logra superarlos en su propio terreno. Es el triunfo de la virtualidad sobre la realidad.
A través de una edición dinámica, es en las escenas de carreras que la película cobra impulso dramático: choques antológicos, velocidad inmersiva de los autos que se deslizan a través del encuadre y la cámara gira sobre la acción o coloca al público al nivel del asfalto. Esas secuencias son la fórmula química de la adrenalina, que reproducen perfectamente la individualidad del juego más una perspectiva fragmentada que parece calcular cuántas decisiones por segundo debe tomar un piloto a 300 km/h.
Para Baudrillard, la sociedad ha construido para sí un simulacro que es más real que lo real (hiperrealidad). La autenticidad ha dejado de existir y ha sido reemplazada por la copia. Ya nada es real y somos incapaces de aceptar esta ilusión. Gran Turismo da un paso más hacia una virtualidad que se masturba mirándose en el espejo con satisfacción corporativa.