Una paradoja contamina toda la estructura de Emilia Pérez: es una película sobre la autenticidad construida sobre lo artificial. En el último trabajo de Jacques Audiard, hay riesgo en la forma: un narco-musical que cruza estética camp con tragedia, pulso onírico con excesos de melodrama; hay riesgo también en el contenido: la historia de un capo de la droga mexicano que realiza su transición de género y busca redimir su pasado criminal, reconectarse con su familia y transformar su cuerpo en el prólogo de una renovación moral.
Emilia Pérez es un acto de imaginación radical, como si la mutación del cuerpo requiriera la también mutación de las formas narrativas tradicionales; como si el criminal transformado en mujer exigiera que el thriller se convierta en ópera, que el realismo sucio del narcotráfico se disuelva en las purpurina de las coreografías de Broadway. Un simulacro donde la verdad surge de su declarada falsedad.
¿De qué trata Emilia Pérez?
Rita (Zoe Saldaña) es una abogada frustrada, demasiado buena en su trabajo: acaba de defender con éxito a un hombre poderoso acusado de asesinar a su esposa, aunque probablemente haya sido él quien la empujó del balcón de su penthouse. Antes de que su autodesprecio se solidifique en un hábito, recibe una llamada: una entidad misteriosa quiere reunirse con ella. El líder de un cartel de drogas, Juan “Manitas” Del Monte (Karla Sofía Gascón) le describe una misión delicada pero lucrativa para ella: quiere hacer la transición a una vida como mujer y que Rita organice la cirugía, reubique a su familia fuera de México y falsifique su desaparición.
Emilia Pérez nace de la muerte de Manitas. Pero Audiard sabe que toda transformación arrastra consigo los fantasmas del pasado. Así como del Monte no puede desprenderse completamente de su violencia narco original, la película no pretende deshacerse de su ADN melo-noir. El resultado es un híbrido donde los números musicales no anulan la brutalidad sino que la subrayan en un collage de géneros que parecen pelear entre sí, como si cada renovación —física, moral, narrativa— estuviera destinada a ser incompleta.
Solo Rita conoce el secreto de del Monte. Ni siquiera su esposa, Jessi (Selena Gomez), ni sus dos hijos saben la verdad. Jessi es un cliché que aporta una dimensión melodramática que conecta directamente con la tradición de la telenovela mexicana: un personaje que queda atrapado entre el duelo por la muerte de su esposo y el deseo de una nueva vida con un viejo amor.
Karla Sofía Gascón logra una dualidad fascinante: como Manitas, es un tirano atrapado en la máscara hiperbólica de la masculinidad tóxica; como Emilia Pérez, despliega una vulnerabilidad que nunca deja de estar atravesada por las sombras de su pasado. Su transición es presentada no solo como un cambio físico, sino como un intento desesperado de renovación espiritual. Emilia quiere ser santa, madre, amante y redentora. Pero, como dice el doctor que la opera, “no hay cirugía capaz de arreglar el alma”. El monstruo no desaparece, solo muta.
El director francés no pretende capturar el verdadero México —empresa imposible y colonialista— sino crear un espacio operístico donde la verdad emerge de su carácter prefabricado. La banda sonora, compuesta por Camille y Clément Ducol, materializa esta tensión entre lo auténtico y lo artificial. Las canciones, que van desde la ópera hasta el reguetón, pasando por el bolero y el hip-hop, conforman un pastiche musical que refleja la identidad fragmentada de un país, que carga con cien mil desaparecidos por la violencia del narcotráfico.
Emilia Pérez y la identidad de género
En tiempos donde el debate sobre la identidad de género se ha vuelto un campo de batalla ideológico, Emilia Pérez propone algo radical: un abordaje que no busca ni la corrección política ni la provocación gratuita, sino que encuentra en la falsedad sintética del musical un vehículo para explorar las complejidades del yo contemporáneo.
Emilia Pérez es, en definitiva, una película sobre la imposibilidad de la pureza —genérica, identitaria, moral—. Como su protagonista, la película existe en un espacio intermedio, en una zona de transformación perpetua donde las categorías fijas —de género cinematográfico y de género sexual— se disuelven para dar lugar a algo nuevo, híbrido y psicodélico.
El dilema de Emilia Pérez es cómo conciliar el compromiso ético con las exigencias del espectáculo exuberante. Su representación de la transición de del Monte a Emilia tiene momentos de lucidez -como la canción Deseo, un lamento íntimo por la imposibilidad de reconciliar el cuerpo con el alma-, pero también episodios en los que el mensaje parece diluirse entre el artificio del musical.
En este punto, Audiard parece ser consciente de su propio extrañamiento. Siendo un outsider -tanto en términos geográficos como culturales-, utiliza esta distancia como herramienta creativa. En lugar de aspirar a una representación fiel, Emilia Pérez se permite ser una fantasía que roza temas profundos: la culpa, el deseo de transformación y la imposibilidad de escapar de uno mismo.
La película es un objeto cultural que hace de la contradicción su principio constructivo. De alguna manera, logra que sus contradicciones aparentes trabajen a su favor. Abraza lo camp sin renunciar al comentario social, celebra la transformación sin romantizarla, y aborda la transexualidad con una mezcla de ligereza y profundidad. Su audacia reside menos en abordar el tema trans que en hacerlo a través de una forma cinematográfica que es ella misma una transición: del thriller al musical, del realismo a la fantasía, de la violencia a la redención.
En su caos formal, en su mezcla de géneros y en su audacia, encuentra un espacio para una celebración de la transformación como acto radical y profundamente humano. Es una obra que desafía las categorías, que fracasa y acierta, sin dejar nunca de ser sugestiva. Emilia Pérez es un recordatorio de que el cine, como la vida, necesita tanto de la audacia como de la imperfección para alcanzar algo que se acerque a la verdad.