La carrera de Hayao Miyazaki es una escalada de irresistible genialidad, en la que cada obra supera a la anterior. Asimismo, constituye la crónica de la fatiga de un hombre que ha superado los ochenta años y que ha expresado en varias ocasiones su deseo de retirarse. El año pasado, se presentó El Niño y la Garza, la cual llegará a los cines argentinos el 11 de enero. Esta película también fue anunciada como la última colaboración de Miyazaki con Studio Ghibli. Sin embargo, para sus admiradores, siempre es una incógnita saber si su nueva película será la última.
Génesis de una obra maestra
Después de La Princesa Mononoke (1997), se dio uno de esos momentos críticos en los que el maestro, menos impulsado por un éxito sin precedentes y más agotado por un trabajo de producción y dirección que duró tres largos años, quiso retirarse y dejar paso a una generación más joven. Sin embargo, aquel que todos consideraban su sucesor, Yoshifumi Kondô, animador principal en varias películas de Miyazaki y Takahata, falleció por una aneurisma en 1998, probablemente causada por un trabajo demasiado intenso y agotador.
Después de la muerte de Kondô, Miyazaki regresó, pero con la intención de trabajar con menos estrés y agotamiento que antes. Así, El Viaje de Chihiro, cuya producción comenzó a finales de 1999 y duró un año y medio, es la primera película de Studio Ghibli que no se realizó completamente en Japón; la creación de algunas escenas fue confiada a un estudio coreano.
Sin embargo, el punto de partida de la obra fue la imaginación desbordante del cineasta, quien elaboró el guion gráfico al mismo tiempo que dio forma a la historia, como si estuviera sometido a su inconsciente del cual brotaron de manera autónoma las formas y colores exuberantes, el bestiario y los decorados inimitables propios de su universo.
Sin embargo, el desencadenante del génesis de la película fue el sentimiento que experimentó Miyazaki frente a la hija de un amigo con quien vacacionó algunos veranos, una niña de unos diez años. El director experimentó una impotencia, una incapacidad para maravillar a esta pequeña que juzgaba a todos los personajes infantiles que veía en el cine, especialmente en sus propias películas, como demasiado ficticios, demasiado irreales, y poco propicios a una identificación que facilitara la inmersión de los espectadores en el universo fantástico de la obra.
Así surgió en el director el deseo de hablar sobre y a estos niños del Japón contemporáneo, a estas niñas desencantadas a pesar de los esfuerzos de sus padres, sobre presionadas por una sociedad de satisfacción inmediata, llena de narrativas preconcebidas y reflexiones pre masticadas, velocidad soberana y pérdida de conexión con las culturas ancestrales. Mientras que sus otras heroínas tuvieron hasta entonces algo extraordinario, Miyazaki presentó en Chihiro a su personaje más común. Pero esto es naturalmente para servir mejor como vínculo entre el espectador y un universo fantástico, encantador y amenazante, atravesado por una población abundante de majestuosas criaturas, mezcla de mitología shintoísta y pura imaginación desbordada.
Para un espectador de diez años, a quien el cineasta apunta principalmente, El Viaje de Chihiro es una completa desorientación, una entrega a un mundo cuyos engranajes y secretos descubre de la mano de la heroína, sin poder asimilarlo por completo, lo que también contribuye a la fuerte impresión que deja la película. El misterio persiste para el espectador adulto, pero ahora se vincula menos con el universo, ya que las múltiples visualizaciones podrían ofrecerle una sensación de apropiación. En cambio, el enigma pleno permanece en torno al genio de su creador.
Así que Miyazaki no solo no subestima a sus jóvenes espectadores, sino que el alter ego que les presenta revela, desde el comienzo de la película, una densidad emocional interesante. Chihiro es nostálgica. El cineasta destaca que esta melancolía no es exclusiva de las personas mayores, los niños también la sienten, porque vivir siempre implica dejar atrás a alguien, perder algo.
El Viaje de Chihiro, perderse para encontrarse
La primera imagen de la película es una representación trillada de esta melancolía: son flores marchitas, las que Chihiro recibió como regalo de despedida de sus amigos. Encogida en la parte trasera del auto familiar, con la mirada perdida, la niña se dirige con sus padres hacia su nueva casa. Ven esta última en lo alto de una colina y se adentran en un sendero que parece ser un atajo.
Muy accidentado y bordeado de misteriosas estatuas, el camino resulta ser un callejón sin salida: una vez más, una estatua está presente frente a un alto muro de contención perforado por un túnel largo y oscuro en el que los padres, curiosos, y Chihiro, reacia pero asustada de quedarse sola en el borde del bosque, se adentran.
A la temeraria inconsciencia de los adultos se opone el presentimiento negativo de la niña, a la tendencia paterna a racionalizar todo, la intuición de Chihiro. Y a su falta de tacto, cuando se lanzan sobre un buffet que no les está destinado, su malestar y reserva. Este es el punto de partida de las aventuras de Chihiro. Al caer la noche, sus padres se transforman en cerdos, y el supuesto parque de diversiones abandonado se convierte en una suerte de spa espiritual en el que extraños individuos vienen a curarse…
En un primer momento, se podría creer en la posibilidad de un sueño de la protagonista. Este universo que se materializa cuando cae la noche bien podría ser el fruto de su imaginación infantil. Primero, porque antes de que todo se desate, Chihiro parece estar dotada de una clarividencia casi sobrenatural: los elementos que indican la proximidad de un universo fantástico solo atraen su atención, no la de sus padres. Como esa corriente de aire que parece aspirarlos en el largo túnel, ese extraño ruido que hace la capilla, o simplemente el hecho de que las casitas del supuesto parque de atracciones no se corresponden en absoluto con lo que habían visto desde abajo.
Mientras sus padres se atragantan, la niña se preocupa. Más tarde, cuando intenta escapar, encontrará la llanura que acababa de cruzar invadida por el agua y se topará con criaturas fantasmales. Incrédula y desesperada nota que su cuerpo se torna translúcido y que ve, descendiendo de un barco, seres transparentes, cuya única indicación de presencia son las ropas que visten. Parecería entonces que ella misma, sin saberlo, es la artífice del universo que la rodea, del cual determinaría inconscientemente, mediante la palabra o el pensamiento, las reglas. Sin embargo, esta hipótesis, por interesante que sea, se descarta con rapidez por falta de elementos que la respalden.
Por lo tanto, Miyazaki no juega la carta del psiquismo, pero conjura las verdaderas fobias infantiles para lanzar de lleno las aventuras de su heroína. Las amenazas son múltiples: la noche y los miedos primarios que despierta, el temor a desaparecer, el de seres inmateriales y fantasmales, pero también el exceso de información, la velocidad de acción que exige un misterioso chico, Haku.
Sorprendida, la niña descubre casi corriendo el universo en el que se adentró: la Casa de Baños que es su corazón parece acoger a dioses que vienen a descansar. Una caída por una escalera vertiginosa, el encuentro con Kamaji –un anciano con seis brazos que trabaja en la caldera, ayudado por los hollines de patas, pequeñas bolas de hollín vivientes que intentan rebelarse–, y finalmente el encuentro con Lin, una joven empleada que la toma bajo su protección: todo se sucede con velocidad y estruendo.
Yubâba y la conjura de la infancia
Solo la primera media hora de la película es en sí misma una masterclass de cine, por la forma en que Miyazaki nos presenta un universo extremadamente singular casi al vuelo, con elementos que no necesitan ser mostrados durante mucho tiempo para quedar grabados de manera duradera en nuestra retina.
Es importante destacar que una de las razones del uso, para esta película, de imágenes generadas por computadora fue precisamente esta voluntad de rapidez en los movimientos del personaje y, por lo tanto, en el desplazamiento de los escenarios. El ritmo solo se detiene cuando Chihiro se encuentra en un ascensor, encogida debido al poco espacio que le deja la inmensidad del dios que está a su lado.
La aprehensión de la niña, que debe pedir trabajo a Yubâba, la bruja que gobierna este mundo espiritual llamado Arubaya, contrasta con la apatía de la criatura y la calma de esta escena con la furia que la precedía. Este breve pasaje es uno de esos pequeños misterios suspendidos en los que arraiga la verdadera singularidad de la película, uno de esos breves momentos de contemplación en el que nos olvidamos casi los objetivos de la historia, fascinados por la extraña e inimitable poesía de lo que se nos muestra.
Una vez que Chihiro firma el contrato con Yubâba que la obliga a trabajar en la Casa de Baños para no ser condenada a desaparecer, ve que su nombre –cuyo significado es “mil brazos”–, se reduce a Sen (“mil”). La historia, por lo tanto, es solo parcialmente lineal: por supuesto, la niña tiene en mente la transformación de sus padres en cerdos, pero bastante pronto –la película tiene lugar en menos de tres días–, su búsqueda cambia de objeto: intenta desentrañar el misterio de Haku, el joven de humor volátil que se desvanece después de consolarla y del que dicen que es “el alma maldita de Yubâba”.
Mientras tanto, ocurre un día de trabajo en los baños durante el cual varias deidades llaman la atención de la heroína y abren una especie de paréntesis en la trama principal. Hay motivos para ello: la secuencia del dios pútrido cubierto de barro, que es el primer cliente cuyo baño debe preparar, es uno de los puntos culminantes de la película.
Aquí se manifiesta un aspecto de la película que nos recuerda a La Princesa Mononoke: la capacidad sobrenatural de los personajes para sentir las cosas venir. Esto da lugar a un suspense particular: primero, con gran calma, Yubâba percibe la aproximación de un intruso, de un cliente inusual. La espera se instala, silenciosa, y luego se vuelve paniquiada a medida que el insoportable olor de la criatura se extiende alrededor del establecimiento. Este efecto de anticipación, reforzado por una puesta en escena que explota todo el potencial del fuera de campo y el misterio de la oscuridad, sólo amplifica la llegada de aquel a quien se le reserva el título de “venerable pútrido”.
Porque, una vez más, al igual que en La Princesa Mononoke, cada deidad, por repulsiva que sea, merece ser honrada y respetada. Estos innumerables dioses locales, tutores de todas las cosas que nos rodean, que poblaron las historias de Miyazaki, se llaman kamis en Japón. Incluso se cree que aquí se encuentra la noción clave de tatari presente en la película anterior: es una maldición o castigo que puede afectar a un kami, provocado en el universo miyazakiano por un exceso de odio o ira que alcanza su apogeo en el sufrimiento físico.
De hecho, el dios pútrido parece, bajo su gruesa capa de barro, estar cubierto de esos gusanos negros que materializaban un tatari en los dioses malévolos de La Princesa Mononoke. Cuando Sen ve una espina en la piel del dios, Yubâba cree saber de qué se trata y le pide que se la quite. Podríamos pensar que también nosotros estamos viendo la materialización de un maleficio.
Pero no es así: tirando todos juntos de una cuerda unida al extremo de lo que resulta ser un manillar de bicicleta, los empleados descubren que la divinidad estaba en realidad contaminada con todo tipo de objetos que parecen salir de un vertedero y que es en realidad un poderoso dios del agua que se va, gratificando a Sen con una bola de composición y al establecimiento con pepitas de oro.
La mitología japonesa según Hayao Miyazaki
Así, el cineasta no da tanta importancia a la mitología shintoísta aquí como en su película anterior, pero una vez más expresa sus preocupaciones ambientales. Se dice que este episodio fue inspirado por el hecho de que, cerca de su casa, una asociación dedicada a la preservación de los ríos tuvo un día grandes dificultades para sacar de un curso de agua una bicicleta que se había hundido profundamente en el barro. Más tarde se volverá a abordar este tema de la contaminación en la evocación del río Kohaku, rellenado y cubierto de edificios desde que Chihiro estuvo a punto de ahogarse en él.
El desarrollo menor de los elementos mitológicos o del tema ecológico de su película deja espacio para un regreso del humor, que estaba casi ausente, se comprende por qué, de la película anterior. Así, las bolas de hollín vivientes que ayudan a Kamaji en su trabajo evocan inmediatamente a los hollines de Mi Vecino Totoro (1988), pero resultan estar más humanizadas y, por lo tanto, más propensas a las bromas.
También, cuando Zeniba, la hermana gemela de Yubâba, transforma a los secuaces de su hermana, que amenazaban a Sen, en adorables criaturas, la heroína encuentra simpáticos compañeros de viaje, cuyas travesuras aportan la dosis de humor necesaria para equilibrar la película cuando esta se vuelve cada vez más melancólica. La violencia del destino que golpea a Haku por robar el sello mágico de Zeniba para adquirir sus poderes, o la de los estragos del Sin Rostro que devora enteros a varios empleados de los baños, ciertamente está lejos de la de los enfrentamientos o agonías de La Princesa Mononoké, pero nuevamente es suficiente para otorgar a ciertos giros de la película la amplitud dramática que se esperaba de Miyazaki.
Esto también refleja el compromiso del director con la consideración de los aspectos oscuros de la humanidad, lejos de los productos demasiado edulcorados del cine de animación mainstream. De hecho, todas estas componentes cruciales de la historia –mitología, ecología, violencia, humor–, todas las recurrencias de la obra del cineasta, parecen estar presentes aquí a un grado más accesible para un público joven. Además, todo esto parece estar a la escala de Chihiro/Sen, quien, más que el universo en el que entra y los seres asombrosos que encuentra, es el verdadero sujeto de la película.
Miyazaki dijo en una entrevista: ‘Dos escenas son quizás más simbólicas que otras. Aquella en la que Chihiro está acurrucada en la parte trasera del automóvil, al principio, y aquella, al final, donde aparece sola pero madura. Entre las dos está el significado de la película.’ El corazón de la obra, por lo tanto, es el que mira más que el que es mirado, es Chihiro, su evolución interna.
El viaje inmóvil de Hayao Miyazaki
De una sensibilidad notable, la película dibuja por toques sucesivos un viaje más abstracto que el que se nos presenta: el que emprende la heroína hacia una mayor madurez sin necesariamente ser consciente de ello. En varias ocasiones, la acción parece suspenderse para llamar nuestra atención sobre el impacto emocional de lo que atraviesa. La emoción nos abruma cuando dos manchas blancas en el iris de sus ojos son suficientes, por algún milagro de la animación, para señalar su emoción, la inminencia de sus lágrimas. Y recordarnos, porque, atrapados por la secuencia de eventos, podríamos haber tendido a olvidarlo, que ella es solo una niña de diez años embarcada en aventuras agotadoras.
También está ese momento en el que Linn tiene dificultades para encontrarle un uniforme porque todos son demasiado grandes para ella; aquel en el que Sen casi se desploma, agotada por una dura tarde; o ese despertar, la primera mañana, donde la heroína tiembla en silencio bajo sus sábanas, dándose cuenta una vez más de que no, todo esto no es un sueño.
Frente a Yubâba por primera vez, no tiene nada de la niña mimada, llorona y torpe que su empleadora denigra. Ciertamente, es su corta edad la que la impulsa a ejecutar al pie de la letra lo que le aconsejaron –insistir sin descanso para obtener trabajo en los baños–, y ella soporta los accesos de rabia de la bruja con una rectitud, una fuerza silenciosa que nos impacta.
Es la fuerza viva que revela un poco más en cada momento lo que le permite sobrevivir en Arubaya, y no alguna cualidad ejemplar con la que muchos héroes de cuentos para niños están dotados desde el principio. Sus reacciones espontáneas a los eventos en cascada dan forma por sí mismas a un aprendizaje sobre la amistad y la dedicación, e influyen en el curso de la historia, especialmente cuando se trata del Sin Rostro al que dejó entrar inocentemente en los baños y que se aprovecha de la codicia de los empleados.
Un simple rechazo de cualquier regalo que le ofrece –y la famosa bola mágica que le da, decidiendo así sacrificar, al menos temporalmente, a sus padres–, es suficiente para sumir al Sin Rostro en una profunda melancolía. Poco a poco, la niña encuentra su lugar, al margen del consumismo o individualismo que prevalecen en los baños. Su primera sonrisa se esboza cuando quiere salir a ver a sus padres transformados en cerdos y las bolas de hollín de la caldera le sacan amistosamente sus zapatillas de debajo del suelo, es decir, cuando experimenta por primera vez una verdadera solidaridad.
Incluso Yubâba orquesta un hermoso gesto colectivo cuando pide la unión de todos los empleados de los baños para liberar al dios pútrido de los desechos que lo contaminan. Cada personaje revela una dualidad que es una contribución adicional a la riqueza de la película. Esta organización social de los baños de Arubaya corresponde, según las propias palabras de Miyazaki, a la mirada matizada que él tiene sobre la intensa actividad de los estudios Ghibli (Yubâba se refiere al productor Toshio Suzuki, Kamaji a Miyazaki mismo y el miedo a la desaparición a la de ser despedido).
El último tren a ninguna parte
La cima de la película, no solo en términos puramente visuales sino también en cuanto al desarrollo interno del personaje, es sin duda el viaje en tren hacia la casa de Zeniba. Esta secuencia silenciosa, acompañada por una suave partitura de Joe Hisaishi, marca a los ojos de Miyazaki el final de la película, sin que pueda explicarlo con precisión y a pesar de que esta continúe durante más de veinte minutos después de ella.
A través de esta escena, parece al menos que la madurez de la heroína se ha alcanzado. Una prueba de ello es la calma que muestra al tomar el tren sola, aunque esta situación sería probablemente motivo de preocupación para alguien de su edad. Miyazaki explica que cuando se toma el tren por primera vez solo, a menudo sucede que no se recuerdan los paisajes que se han cruzado. Así que el horizonte está vacío aquí, todo ha sido inundado en los alrededores de los baños, como Linn explicaba a Sen algunas escenas antes.
No importan los otros pasajeros del tren, esas siluetas oscuras y translúcidas que la rodean o esos letreros luminosos con apariencia citadina que se ven afuera, Sen ha vuelto de alguna manera a ser Chihiro, llena de aplomo, dueña de su búsqueda amorosa y de sus movimientos, ya no sometida a las reglas de Yubâba que roba los nombres de sus empleados para mantenerlos prisioneros y esclavizados. Un plano la muestra de perfil, con un aire tranquilo y decidido, mirando lejos mientras el sol se pone sobre un paisaje de belleza sobrenatural.
El final de El Viaje de Chihiro
Encontraremos casi el mismo plano al final de la película, una vez que Chihiro haya salido y encontrado a sus padres ilesos, estos últimos preguntándose dónde pudo haber estado durante los pocos minutos en que no podían encontrarla. La duda invade entonces a la niña, pero al salir del largo túnel, el coche está cubierto de polvo y hojas. Los últimos días fueron reales. Se nota en su cabello, como confirmación final, el elástico brillante que Zeniba le tejió.
En este plano, al igual que en el del tren, un ligero zoom adelante indica que algo se aclara en ella: primero el objeto de su búsqueda y la importancia de sus sentimientos por Haku, luego el hecho de que sale diferente del túnel, madura.
En estos dos momentos cruciales, la película nos parece ser la historia de un viaje inmóvil. Es una hermosa paradoja, entre la imperceptibilidad de lo que ocurrió en Chihiro durante esos pocos días y la opulencia de los decorados, la extrañeza de las criaturas de Arubaya, la amplitud de sus aventuras. Después de este breve instante en el que nos damos cuenta al mismo tiempo que la heroína de la riqueza de lo que acabamos de ver, o más bien de vivir, Chihiro sube al coche que continúa el viaje hacia la nueva casa, de la manera más sencilla posible.
En la modestia de este final, El Viaje de Chihiro tiene más que nunca la tranquilidad segura de las grandes obras imperecederas. Nos deja el corazón roto, pero seguramente a la heroína de Arubaya solo le quedará el recuerdo, sólo algunas huellas que encontrará a su alrededor y que la llevarán de vuelta a lo que fue tanto una prueba como un encantamiento. Cuando todo está terminado y apaciguado, solo queda la melancolía, sólo el genérico final que recorre una última vez los escenarios clave de la película, vacíos pero de alguna manera aún cálidos por la presencia de los personajes y la canción de Yumi Kimura que expresa magníficamente lo que se siente como logrado para Chihiro.