Son tiempos de los asesinos del gore urbano. El true crime se instaló definitivamente como el paisaje narrativo que mejor vehiculiza las tensiones propias del cuerpo social y de la subjetividad, de los mundos oscuros y las pasiones tóxicas, de la estética de la violencia y las paranoias sombrías que siguen marcando profundamente el imaginario contemporáneo. Un subgénero que permite domesticar el horror y ratificar los crímenes como un acto natural no exento de cierto iluminismo moral.
Toda serie o película es una ficción, un recorte de la realidad, una mirada. La diferencia con el true crime es el pacto de lectura, el canibalismo emocional establecido por el slogan Basado en Hechos Reales. Pero mientras que la mayor parte de este cine individualiza lo primitivo y animal del ser humano para poner en escena un estado de paranoia social, Candy: Una Historia de Pasión y Crimen va más allá: es una radiografía de la inestabilidad de la vida doméstica, de la falta de conflicto como sinónimo de represión de los sentimientos, de la alienación como el orden subterráneo de la monotonía.
El 13 de junio de 1980, Candy Montgomery asesinó a su amiga Betty Gore. Utilizó un hacha. 41 veces. La serie representa a la víctima y a la victimaria en un proceso de identificación mutua: amas de casas frustradas sexualmente, insatisfechas emocionales encerradas en la cárcel abstracta de la familia. La diferencia entre las dos es carismática: mientras que Betty (Melanie Lynskey) es depresiva y parece anestesiada e incapaz de gobernar su vida, Candy (Jessica Biel) es hiperactiva, sexy, egoísta, alguien que oculta sus problemas debajo de una sonrisa rápida y un trato superficialmente amable.
La serie no intenta mostrar una verdad definitiva sobre el caso, sino que explora las circunstancias por las cuales una mujer modelo de su comunidad, con la vida que la sociedad le dice que es perfecta, puede terminar siendo una versión ovulante de Michael Myers. Jessica Biel está perfecta como alguien que tiene impulsos contradictorios, que necesita representar el papel de ama de casa, madre y creyente ante los demás pero esconde algo insano debajo de la piel. Candy es mitad dulzura y mitad crueldad, pero Biel no nos deja entrar en sus verdaderos deseos.
Su esposo Pat (Timothy Simons) es un simpático adolescente tardío que prefiere Star Wars al sexo. Candy se masturba con novelas porno soft, hasta que decide tener un affaire. Pero para ellaes como comprarse una remera nueva: estudia los candidatos, elige, hace un cronograma, inventa reglas que los dos deben cumplir. No hay pasión, hay orden; no hay sorpresas, sino una obligación consigo misma. Los encuentros son con Allan Gore, el esposo de Betty, un hombre menos malicioso que intrascendente pero que cumple su función fálica.
Las producciones true crime intentan difuminar la relación entre la realidad y el espectáculo, pero Candy sobresale por su tratamiento narrativo y visual: el director Michael Uppendahl (Mad Men, The Walking Dead, American Horror Story) por momentos envuelve la trama en una niebla psicodélica con el uso del gran angular, planos aberrantes, travellings bajos y una fotografía dorada uniforme, como si las casas suburbanas de Wylie, en Texas, fueran una topografía de lo siniestro.
Candy: Una Historia de Pasión y Crimen es una miniserie de 5 horas irónica y perversa, que retrasa la violencia hasta el último capítulo pero que captura perfectamente el estado de ánimo de dos mujeres que pronto se convertirán en psicópata y en animal de presa y la desesperación silenciosa que se esconde en la normalidad, donde la barbarie se purifica entre las apariencias y el descontento.