En Anora, hay una mujer que baila. No: hay muchas mujeres que bailan. Es Nueva York, de noche, en un club donde los hombres pagan para mirar. Los cuerpos se doblan bajo las luces de neón. Los billetes se deslizan bajo la tela mínima. En Estados Unidos, todo tiene un precio.
Ella se llama Anora pero prefiere que le digan Ani. El nombre es lo primero que alguien se cambia cuando quiere ser otro. Mikey Madison – la actriz – tiene ese tipo de cara que los estadounidenses llaman tough: dura, sobreviviente. En la película, es una stripper rusa-americana que habla ese inglés de Brooklyn que mastica las palabras, que las hace sonar como si dolieran. En Estados Unidos todo duele, pero algunos dolores vienen con vestidos de lentejuelas.
Ivan es el hijo disfuncional de un oligarca ruso. Va al club y suelta billetes como quien da de comer a las palomas. Es el típico millonario que tiene todo excepto un propósito. Mark Eydelshteyn – el actor – logra que nos importe alguien que no debería importarnos.
Anora es una historia vieja: chica pobre conoce chico rico. Un relato que Hollywood contó mil veces. Pero Sean Baker sabe que las historias viejas pueden decir cosas nuevas. Madison es Julia Roberts en Pretty Woman pero con garras y dientes, lista para luchar por su pedazo de sueño americano. Con Eydelshteyn tiene una química explosiva. Sus escenas juntos son como fuegos artificiales en una gasolinera. El sexo es candente, el romance es tóxico y el dinero es el afrodisíaco que mantiene todo en movimiento.
Anora, un cuento de hadas al revés
Baker filma Nueva York como si fuera un parque de diversiones para adultos enloquecidos, donde el dinero es el boleto de entrada y el amor un juego peligroso. La cámara de Drew Daniels se mueve como un depredador que caza momentos de belleza cruda en medio del caos. Las escenas del club de striptease hacen que Hustlers parezca un documental de Crónica TV. La ciudad es un animal nocturno que respira neón. Las calles están mojadas – en las películas las calles siempre están mojadas, aunque no llueva – . Es el sudor de una ciudad eufórica, sonámbula.
Ani e Ivan se casan en Las Vegas (¿por qué no?), ese monumento al mal gusto, donde el dinero es dios y todo lo demás sacrificio. La felicidad les dura lo que se tarda en decir perestroika. Los padres rusos mandan a sus perros guardianes: un armenio estresado (Karren Karagulian) que parece salido de una novela de Dostoievski, dos matones (Vache Tovmasyan y Yura Borisov) que parecen sacados de un chiste malo. Pero Baker no hace chistes: hace preguntas. Es como si los hermanos Coen hubieran leído El Capital y ésta fuera su película sobre el materialismo dialéctico.
¿Cuánto vale el amor en el capitalismo salvaje? ¿Qué significa casarse cuando todo es mercancía? ¿Por qué seguir creyendo en los cuentos de hadas si la realidad es un film de terror dirigido por el mercado?
Ani baila. Ani coge. Ani se casa. Ani pelea. Ani llora. La película es como ella: salvaje, tierna, desesperada. Baker filma como si fuera el último día de una civilización. Tal vez lo sea. Anora es como una noche de fiesta que comienza con champagne y termina con lágrimas en un taxi bajo la nieve. Es Casablanca pero sin el “siempre nos quedará París”. El tipo de historia que te hace creer en el poder del cine independiente mientras te recuerda por qué el amor es el negocio más arriesgado de todos.
Sean Baker, el humanista del margen
Anora ganó la Palma de Oro en Cannes. Los franceses aman las películas norteamericanas que hablan mal de Estados Unidos. Pero esta no es solo una historia yanqui: es una historia del mundo que construimos, donde todo tiene precio y nada tiene valor. Baker continúa siendo el cronista más compasivo de la América marginada. Sus películas encuentran dignidad en los bordes afilados del sistema.
La nieve sigue cayendo. Estados Unidos sigue vendiendo sueños. Los cuerpos siguen bailando bajo las luces de neón. Todo sigue teniendo un precio, pero Baker nos muestra que algunas cosas deberían ser invaluables. Su cámara encuentra grandeza donde otros solo ven mercancía. Su guion encuentra verdad donde otros solo ven clichés. Anora encuentra humanidad donde otros solo ven transacciones.
Anora no es solo una película sobre una stripper que se casa con un millonario. Es una película sobre lo que nos hemos convertido: sobre lo que estamos dispuestos a vender y lo que todavía queremos comprar. Es una historia de amor con códigos de barras, un cuento de hadas para la era de OnlyFans, un réquiem por todos los sueños que Estados Unidos prometió y nunca cumplió.
La nieve sigue cayendo en Nueva York. Los cuerpos siguen bailando. Todo sigue en venta. Y nosotros seguimos mirando, esperando que esta vez, solo esta vez, el cuento termine diferente.