La homosexualidad había dejado de ser ilegal en Inglaterra en 1967, pero la homofobia de alguna manera se institucionaliza en 1988: Primera Ministra con ínfulas de reina, Margaret Thatcher acaba de prohibir en las escuelas promover “la aceptabilidad de la homosexualidad”. La ópera prima de Georgia Oakley, Blue Jean, es un sensible retrato de una generación marcada por esas políticas reaccionarias que crean una cultura de vigilancia y violencia hacia afuera y de silencio y vergüenza hacia dentro de la comunidad homosexual.
Jean (Rosy McEwen) es una profesora de educación física en una escuela secundaria. Tiene una doble vida: en una intenta ocultar su orientación sexual por miedo a perder su trabajo; en la otra disfruta de los bares gay, donde puede finalmente ser quien es en medio de un grupo de amigas militantes, que incluye a su novia Viv (Kerrie Hayes). Filmado en 16 mm granulado y vibrante, ese espacio nocturno es más que un decorado: la presencia de lo oscuro con su capacidad para disolver los límites, los contornos, las formas, los cuerpos. Entre tinieblas el cuerpo individual puede devenir colectivo, más confuso, más cósmico.
Blue Jean, la primera película de Georgia Oakley
La película se mueve entre lo diurno y lo nocturno de estos dos mundos -la escuela cada vez más claustrofóbica y la comunidad queer más liberada- pero también en ese intersticio donde la sociedad se convierte en una cárcel abstracta: todo lo que Jean tiene que hacer es mirar por la ventana, encender la televisión o la radio para que el contexto represivo invada algo más que su privacidad: toda su psique.
Jean maneja el arte de disimular la ansiedad, pero vive con la angustia de alguien que debe estar atento en todo momento, cuidando sus palabras, sus gestos, sus compañías. Su pequeño hábitat natural -la escuela, su barrio, su familia- se ha convertido en un comisaría. Cuando su nueva alumna, Lois (Lucy Halliday), aparece en el bar y descubre que su profesora es lesbiana, Jean entra en pánico: la adolescente es una una mancha tóxica, una extraña y permanente forma de amenaza para su vida.
Georgia Oakley describe a una compleja heroína queer en un mundo heterosexual, una criatura perseguida que oculta su angustia bajo un disfraz de feminidad socialmente aceptable, que se ve empujada a transformar sus días en una serie de agotadores dilemas morales y malas decisiones. Clásica sin ser académica, la dirección es precisa, captura la época y se mantiene al servicio de su tema, enfocándose en las relaciones que Jean mantiene con los demás y el sentimiento de culpa que se desprende de ella.
Rosy McEwen se mete en el personaje como si fuera una segunda piel. Con cada gesto y expresión sugiere a alguien completamente paralizado por el miedo, con destellos fugaces de horror en los ojos y ese rostro de una impasibilidad a veces tan forzada que tiembla. El elemento humano es lo que sangra en la pantalla.
Toda película habla de su tiempo: en un mundo que peligrosamente se corre hacia la derecha, Blue Jean habla de los 80’s con la urgencia del presente, cuando ciertas formas de tolerancia se consideran perjudiciales para la familia tradicional y se materializan en leyes que prohíben la información sobre la orientación sexual e identidad de género a niños y adolescentes.
Pero si la película es un eco de la represión de la homosexualidad que sigue vigente en el mundo actual, se niega a ser activista, y plantea sus temas en términos pasionales en vez de discursivos. El centro de gravedad es Jean y el vía crucis que recorre, sumando al clima homofóbico de la era Thatcher sus propias elecciones de vida: toda lesbiana es política.