Una película mala, al fallar en reproducir el modelo de representación tradicional, puede convertir la incompetencia y la falta de presupuesto en una maravilla surrealista. Todo lo que necesita es alguna dosis de locura o ingenio. Pero eso es lo que falta en The Blackout Experiment (El Último Juego) para adaptar el formato Battle Royale a una propuesta más o menos convincente: todo lo que vemos es a seis malos actores en lo que parece una sesión improvisada de histeria grupal, haciendo con el sadismo psicológico de la trama una extraña transferencia de tortura hacia el espectador.
La película es una combinación de las ideas de dos clásicos del terror contemporáneo, como si fuera una versión lumpen y ridícula de Cube (El Cubo, Vincenzo Natali, 1997) y de Saw (El Juego del Miedo, James Wan, 2004). The Blackout Experiment parte del mismo concepto de ambos films -personas que no se conocen aparecen en un lugar extraño-, dejando de lado el tema de la supervivencia a través de la lógica y la colaboración que plantea Cube, para recaer en el argumento central de Saw: Vivir o morir. Es tu decisión.
Seis jóvenes se despiertan en una especie de galpón despojado. No saben cómo ni por qué llegaron hasta allí. Una está embarazada. Las paredes de concreto y ladrillo están manchadas de sangre y hay cinco armas -desde un cuchillo a un revólver- ubicadas en distintos lugares. La pantalla de un viejo televisor muestra a la doctora Kasuma (Cheverly Amalia), que les comunica cómo pueden salir de ahí: tienen que matar a alguien en esa habitación, mientras en otra algún familiar espera la muerte si no lo hacen.
The Blackout Experiment, el grado cero del cine
Quizás en la traducción del título esté una clave del desastre: no se termina de entender si es un experimento o un juego. Un experimento debe estar precedido por un hipótesis; un juego debe tener ciertas reglas. En The Blackout Experiment no hay ninguna teoría y la única regla que se expone -mata para salvarte a ti y a tu ser querido- se hace elástica, indefinida, va cambiando sin una coherencia interna, como si fuera dependiente de la interacción en el recinto, que es prácticamente una larga función primal scream, una improvisación de gritos hecha por gente que ni siquiera sabe gritar.
Si el director John Moffat IV lleva a The Blackout Experiment al grado cero de la puesta en escena, los protagonistas llevan sus interpretaciones al grado cero actoral. La película está sostenida por Alice (Yasmin Irvini) y Sean (Troy Jones): ella es una histérica armada -es la que agarró el revolver-; él es el que intenta ser el racional del grupo. Pero Irvini no será la Meryl Streep de su generación ni Jones un Robert de Niro. Todos parecen egresados de la escuela de actuación Bredice / Lamothe. Por lo único que vale la pena seguir viendo es para esperar la recompensa emocional de que alguien los mate de una maldita vez.
La película parece retomar un diálogo de Cube para terminar invirtiéndolo: “Nos han quitado la vida, pero seguimos siendo humanos. Es lo único que nos queda.” Moffat IV intenta rebajar a la especie a su animalidad escondida -un concepto subrayado por las repetidas imágenes de ratas que aparecen en el film- pero como todo lo que parece una idea -hay algunas insinuaciones sobre el racismo, los campos de concentración, la obediencia debida, la concepción vintage de la televisión como Big Brother- se desvanece en la superficialidad barata de la falta de creatividad y de presupuesto.
La obediencia a la autoridad en The Blackout Experiment
En los años 60’s, el juicio en Jerusalén al oficial nazi Adolf Eichmann -el arquitecto del Holocausto- y el posterior ensayo filosófico de Hanna Harendt sobre la banalización del mal, abrieron un nuevo campo psicológico sobre la exploración de la obediencia a la autoridad, aun cuando las órdenes recibidas entraban en conflicto con la conciencia moral de los participantes.
Algunos de esos estudios fueron llevados al cine con films sociales de un realismo brutal y estremecedor, como las alemanas Das Experiment (El Experimento, Oliver Hirschbiegel, 2001) -sobre un grupo de voluntarios divididos en policías y presos habitando el espacio de una prisión simulada- y Die Welle (La Ola, Dennis Gansel, 2008) -en el que un grupo de alumnos, bajo ciertas consignas autocráticas, reproducen una comunidad fascista en su escuela-.
En The Blackout Experiment, la optimista doctora Kasuma explica a los protagonistas que fueron elegidos “para que descubran quiénes son en realidad. Este experimento cambiará lo que pensamos de la humanidad, de la moralidad, de la vida, el amor y, por supuesto, de la muerte”. Pero la película carece de todo principio filosófico, y parece tirar eslóganes provocadores al azar, que después se pierden en un guion sin estructura que solo acumula capas de situaciones forzadas entre los participantes.
Moffat IV no maneja la tensión de las secuencias, las muertes son fuera de campo, y las historias de fondo -cuando las hay- tienen la imaginación de un coma farmacológico.
Las películas malas, al obligarnos a decodificar los signos deformados que ofrece para encontrarles algún sentido coherente a la propuesta, pueden convertirse en oro modernista. Como dijo el director Douglas Sirk: “Hay una distancia muy corta entre el arte elevado y la basura”. Pero el único experimento de The Blackout Experiment parece ser el de medir el grado de tolerancia de los espectadores ante estos 80 minutos de basura a 24 fotogramas por segundo.