Edward Berger reescribe el género de dramas religiosos con Cónclave, un oscuro viaje a los pasillos secretos del Vaticano. La película es una máquina de precisión narrativa, que se instala en ese territorio liminal donde se juntan lo sagrado y lo profano, un espacio de negociación donde los ritos se convierten en estrategias y la fe en manipulación política.
El Papa está muerto. El cónclave, ese ritual hermético que congrega a los cardenales para elegir al nuevo pontífice, no es solo un proceso de sucesión, sino un microcosmos que condensa todas las tensiones de un mundo impenetrable, atravesado por disputas ideológicas, ambiciones personales y la constante fricción entre tradición y progresismo.
Ralph Fiennes: manual de supervivencia cardenalicia
El cardinal Lawrence (Ralph Fiennes) es el encargado de organizar el evento. Esta figura ambigua es el punto de fuga desde donde se despliega la trama. Lawrence no es solo un burócrata eclesiástico, sino el termómetro de las contradicciones de una institución convertida en un campo de batalla diplomático. Un sujeto atravesado por una crisis que es tanto existencial como institucional. Su duda es menos teológica que política: ¿cómo administrar una institución milenaria cuando sus cimientos parecen romperse con cada revelación de sus secretos?
Stanley Tucci, como el cardenal Bellini, podría ser el jefe de una campaña política. Sus diálogos son puñaladas verbales servidas con la elegancia de un martini. “Seré el Richard Nixon de los papas”. Para él, la tradición no es incompatible con cierta modernidad light. Un simulacro de transformación, cambiar algo para que no cambie nada. Bellini representa la idea de un liberalismo que opera desde las entrañas de una estructura hiper conservadora: es el síntoma de una institución obsoleta que intenta renovarse sin transformarse.
El contrapunto lo establece Sergio Castellitto como Tedesco, representante de la derecha eclesiástica que busca restaurar un orden perdido, ser fiel a las Escrituras. También hay otros candidatos a tener en cuenta, como el cardenal Adeyemi (Lucian Misamati), que podría convertirse en el primer papa negro, una victoria visual para los progresistas, socavada por sus opiniones brutalmente regresivas. Luego está el último hombre que se reunió con el papa antes de su muerte, el cardenal Tremblay (John Lithgow), y un misterioso recién llegado de Kabul, ascendido en secreto, el cardenal Benítez (Carlos Diehz).
Cónclave, un thriller papal
Berger —tras arrasar con Sin Novedad en el Frente— ofrece un dispositivo audiovisual donde cada encuadre es una declaración política. La película funciona como un thriller político. La cámara se mueve como un periodista infiltrado, revelando que la pompa vaticana supura algo insano por debajo, que tiene un corazón tan sucio como el de Wall Street.
El director alemán no construye la tensión con grandes momentos dramáticos, sino a través de una acumulación de climas. La película respira en los intersticios, en esos espacios donde el poder no es exhibicionista, sino que se ejerce en la negociación silenciosa. Aquí, la realpolitik son las filtraciones de información, las alianzas, los murmullos y las miradas.
En Cónclave, la elección papal se convierte en una operación algebraica, donde cada voto es un vector de fuerzas y cada candidato una hipótesis a verificar. La liturgia es cálculo, el sacramento, estrategia. Y sin embargo, la película sugiere que por debajo de esta maquinaria late algo que escapa a toda planificación: lo impredecible.
El guion de Peter Straughan juega permanentemente con esa tensión entre lo racional y lo aleatorio. Los cardenales son presentados como sujetos terrenales —con sus mezquindades, sus ambiciones, sus conflictos internos— y al mismo tiempo como portadores de una misión que los trasciende. Son burócratas de lo sagrado.
La puesta en escena trabaja en esa zona de fricción entre lo espiritual y lo mundano. Los rojos cardenalicios, los rituales milenarios, las ceremonias, conviven con un tratamiento casi documental, antropológico. No hay reverencia, pero tampoco descalificación. Lo que hay es una mirada materialista: la que entiende que el mito es solo comprensible desde lo estratégico. No se trata de juzgar, sino de comprender; no se trata de denunciar, sino de deconstruir la maquinaria que gestiona la creencia de millones de personas.
Cónclave: el Vaticano por dentro
La revelación final —un giro narrativo que parece sacado de un episodio de La Dimensión Desconocida— funciona menos como un golpe de efecto que como una confirmación de la lógica de la incertidumbre que atraviesa toda la película. No se trata de un mero recurso de suspense, sino de una declaración sobre la naturaleza contingente de cualquier proceso de poder.
En tiempos donde las instituciones parecen estar en un estado de crisis permanente, Cónclave propone una reflexión sobre la incapacidad de las estructuras para procesar sus propias contradicciones. La película es, en definitiva, una radiografía de la duda. No la sospecha de la inexistencia de Dios, sino algo más complejo: la duda como método de conocimiento, como herramienta política, como posición ética. En un mundo cada vez más binario y desinformado, donde las opiniones adquieren la cualidad de una certeza incontestable, Berger propone un regreso a la duda cartesiana como un espacio de apertura.
Cónclave no es un drama religioso con anestesia: es un ring de boxeo donde la tradición y el progresismo (o todo lo progresista que puede ser una institución tan rancia como la Iglesia) pelean por la fe de una parte del mundo. ¿Quién elige realmente? ¿Los cardenales? ¿Las estructuras? ¿El Espíritu Santo? ¿O la contingencia, ese dios menor que habita en todos los procesos de decisión? Cónclave demuestra que la política —sea en el Senado, en un banco o en el Vaticano— siempre será un reality show mezquino y fascinante.