La nueva adaptación de Pedro Páramo es un espejismo que se desvanece mientras intentamos alcanzarlo. Como los fantasmas que pueblan Comala, la película de Rodrigo Prieto existe en un estado de perpetua disolución, mientras se mueve entre la materialidad deslumbrante de su fotografía y la evanescencia de sus personajes.
El debut del célebre director de fotografía mexicano no es solo una exhibición de destreza visual construida sobre los restos de la obra maestra de Juan Rulfo: Prieto entiende que la verdadero desafío no está en fotografiar fantasmas, sino en capturar el peso específico de la ausencia. Comala no es sólo un pueblo fantasma, sino un purgatorio físico y emocional. La cámara flota entre calles desoladas, interiores desmoronados y panorámicas que evocan un desierto de almas perdidas. La fidelidad a la atmósfera del texto original es palpable: cada rincón del pueblo parece respirar los murmullos de sus muertos.
Pedro Páramo (Netflix), explicado
Juan Preciado (Tenoch Huerta) llega a Comala en busca de su padre, Pedro Páramo. Pronto descubre que el lugar responde a otra lógica. La gente cruza la calle como si no existiera, la frontera entre lo terrenal y lo espectral es delgada, y su búsqueda es menos una investigación que un descenso a los infiernos de la historia mexicana, donde se confunden el poder, la violencia y el deseo.
Pedro Páramo se estructura como una serie de episodios impresionistas, conectados por la memoria, donde cada puerta que se abre es un salto temporal. Juan Preciado atraviesa estos umbrales como quien hojea un álbum familiar maldito. Prieto maneja las transiciones temporales – un trabajo de cámara que recuerda al trabajo de Tarkovsky en El Espejo -, con un relato se mueve entre distintas décadas con naturalidad, como si quisiera sugerir que en México el pasado nunca es realmente pasado, sino una herida que supura en el presente.
La película logra que la simultaneidad temporal de Rulfo adquiera una cualidad física, casi táctil. Los fantasmas de Comala no atraviesan paredes: son las paredes las que se vuelven porosas, transformando el espacio en la membrana permeable del eterno presente de los muertos, un plano donde todo ocurre desde siempre.
Manuel García Rulfo interpreta a Pedro Páramo con una intensidad contenida. No es un villano hiperbólico, sino un depredador que se mueve con gracia indolente, un hombre que ocupa el espacio como si todo el pueblo de Comala fuera una extensión de su voluntad. La película deconstruye esa toxicidad del poder patriarcal en los pequeños gestos cotidianos: una mirada oblicua, el modo en que sirve con una copa de mezcal, la manera en que acepta reconocer a un hijo suyo sin preguntar el nombre de la madre que acaba de morir.
El guion de Mateo Gil es fiel a la estructura fragmentaria de Rulfo. Pero los flashbacks sobre la vida de Pedro Páramo y su obsesión con Susana San Juan (Ilse Salas) se expanden hasta dominar la narrativa, relegando la interacción de Juan Preciado con los espectros de Comala a un segundo plano. Aquí la película pierde algo fundamental: la sensación de que la historia es una red de voces rotas, no la biografía de un hombre cuyo desencanto se tradujo en ambiciones y deseos destructivos para toda la comunidad.
Igualmente, Pedro Páramo captura la fragilidad de un mundo donde los muertos siguen aferrados a sus historias, incapaces de liberarse de sus propios pecados o dolores. El catolicismo que impregna la película – menos como doctrina que como atmósfera moral – funciona como un prisma que descompone la luz de la culpa. El Padre Rentería (Roberto Sosa) encarna la bancarrota moral de una institución que ha convertido el perdón en una transacción. Sus dilemas morales sugieren que la verdadera tragedia de Comala no es solo la ausencia de Dios, sino su complicidad en el sistema de poder que Pedro Páramo representa.
Como los habitantes de Comala, quedamos atrapados en un ciclo de repetición y variación, donde cada nueva escena es un eco distorsionado de algo que ya hemos visto. La película se convierte así en un comentario sobre la imposibilidad de adaptar realmente a Rulfo, como si el texto original fuera un fantasma que se resiste a materializarse. Lo que queda es una meditación sobre la herencia y el trauma histórico que trasciende sus propias limitaciones. Si el Pedro Páramo de Rulfo era una novela sobre la imposibilidad de contar ciertas historias, la versión de Prieto es una película sobre la imposibilidad de mostrar ciertos fantasmas. Y en esa paradoja reside su belleza.