Crítica El Jockey (Luis Ortega) | El alien con ojos de Bowie

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El Jockey de Luis Ortega es un viaje al otro lado del espejo, que explora las propiedades surrealistas de la vida real con una parábola sobre la identidad y la memoria.
4/5

Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección.

Los Cantos de Maldoror – Lautréamont

Crítica de El Jockey (2024) de Luis Ortega

Las películas de Luis Ortega parten de la inadecuación entre el personaje y su vida: seres que buscan algo más de sí mismos, mientras el mundo siempre parece estar a punto de devorarlos por completo. El Jockey es un estudio alucinado sobre la identidad, en el que Remo Manfredini, interpretado por Nahuel Pérez Biscayart, es un Ulises psicodélico que recorre las zonas borrosas de una cultura y un país donde la realidad se pliega sobre sí misma y muestra su otredad. El Jockey es bella como el encuentro fortuito de Roberto Arlt y David Bowie sobre la mesa de disección de una Argentina fantasmagórica. Fuck art. Let’s dance.

Remo es el jockey kamikaze de tendencias autodestructivas. Una gloria del turf en decadencia, más cerca de morir que de ganar otra carrera. “Sabemos todo acerca de tu insaciable sed de desastre”, le dice su mentor, Rubén Sirena (Daniel Giménez Cacho), un capo mafia que necesita que Remo gane la próxima carrera. Para eso compra un caballo japonés, de nombre premonitorio: Mishima. Durante la competencia, Remo sufre un grave accidente que le produce daño cerebral: sus funciones cognoscitivas quedan en blanco. Vestido de mujer escapa del hospital y comienza a vagar por las calles de Buenos Aires, mientras lo busca su novia embarazada, Abril (Úrsula Corberó) y Sirena manda a sus secuaces (el eterno Daniel Fanego, Roberto Carnaghi, Osmar Núñez) a encontrarlo, vivo o muerto.

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Nahuel Pérez Biscayart como Remo Manfredini en El Jockey

Los ojos ciegos bien abiertos

Si la primera parte de El Jockey es un extraña comedia negra deportiva saturada de una iconografía masculina anacrónica y camp, el accidente de Remo cambia el signo de la película, que se vuelve seductoramente enigmática para ofrecer una visión queer de la identidad. En definitiva, El Jockey es la historia de una metamorfosis. Remo, despojado de toda convención social -una especie de alien con ojos de Bowie-, comienza a asimilarse a su alter ego femenino, Dolores: es un pasajero en trance en búsqueda de encontrar un sentido existencial, con su memoria corporal como única brújula para recuperar su alma.

Luis Ortega es alguien fascinado por las propiedades surrealistas de la vida real. Su preferencia por la estética camp, su estilo medido y pictórico, adornado por composiciones oníricas y un sutil e irónico sentido del humor, ofrece una cosmovisión de la marginalidad atravesada por la idea de que el orden social se impone a las biografías de los cuerpos, de que la única salida es la transgresión que hace colapsar la realidad para revelarla como simulacro.

Después del accidente, Remo Manfredini entra en un estado crepuscular que le permite a su mirada recuperar un asombro casi infantil (mirar con ojos nuevos, el mandato de Buñuel en Un Perro Andaluz) y descubre que lo irracional es el fundamento de todo lo que acontece en el mundo, que la verdadera obscenidad está en las perversiones que aprendimos a naturalizar -desde el mecanicismo de lo cotidiano y la hipocresía como norma de convivencia, hasta la pobreza extrema y la calle como única vivienda-.

Polaroids de locura ordinaria: Ortega filma la odisea de Remo por Buenos Aires como un desfile de cuadros impresionistas para capturar el absurdo y la comedia involuntaria que llenan cada existencia. Pero por momentos, El Jockey también propone una arquitectura de la memoria argentina, que recuerda que después de los granaderos libertadores de San Martín vinieron los militares de Uriburu, de Aramburu, Onganía, Videla y Galtieri. Al igual que el país, Remo asume la búsqueda de una nueva identidad luego de una serie interminable de crisis.

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Úrsula Corberó en El Jockey de Luis ortega

Luis Ortega, Roberto Arlt y Borges

En el principio fue el caballo. La retórica criollista le atribuye características físicas y psicológicas de los más variados rasgos antropomórficos, y ocupa en la imaginación argentina un lugar semejante al del gentleman en la de los ingleses. Como recuerda Juan José Saer, gracias al caballo, la pampa -ese “vértigo horizontal”-, se volvió transitable y se convirtió en espacio humano, paisaje y lugar.

En El Jockey, el caballo -al igual que las personas- devino máquina competitiva. En una secuencia, vemos a Mishima galopar de manera psicótica sobre una cinta: un ciclo continuo que permanece igual a sí mismo y sin embargo, en constante movimiento. Como la vida. Este simulacro de movilidad es de lo que Remo intenta escapar cambiando de piel, evitando la cristalización ilusoria de una identidad decidida por otros. No es el éxito lo que define a un hombre, sino su inevitable caída.

Si el modelo literario de El Ángel era El Juguete Rabioso (Carlos Puch como una versión moderna de Silvio Astier), donde la vida revela sus misterios cuando transcurren al margen de la ley y el mal y la traición son el camino hacia la trascendencia, el de El Jockey es Los Siete Locos, en el sentido en que Remo Manfredini y Remo Erdosain buscan en la degradación aquello que les permite una apariencia del ser: una perversidad que al menos les da la certeza de existir en la humillación.

La novela de Arlt y la película de Ortega plantean conflictos que no pueden resolverse sino por la violencia o la aniquilación. Al comienzo de El Jockey, Remo no puede escapar de su propio mito. La única salida: un cóctel de whisky malo y 250 miligramos de ketamina líquida. O bailar. El canto de sirena del éxito lo hizo prisionero de su propio cuerpo, incapaz de trascenderlo y encontrar un sentido más allá de su profesión. Los drogas sirven como anestesia antes de que pueda alcanzar una libertad que está a la altura de la de su dolor.

Pero la película con la que más puntos en común tiene El Jockey es una inspirada en la obra de Borges, Performance (Nicolas Roeg y Donald Cammell, 1970), en la que un gángster perseguido por su propia banda termina escondido en la casa de un rockstar en decadencia (Mick Jagger) y comienza a revelar su identidad femenina. Pero si el catalizador de la transformación en Performance son los psicotrópicos, en El Jockey es el accidente que lo deja en estado barbárico, pre social. “Sus heridas no son compatibles con la vida”, dice el doctor. Cuando Remo se pesa, la balanza marca cero: la inconsistencia de su vida dentro del ciclo social y productivo.

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Nahuel Pérez Biscayart en El Jockey de Luis Ortega

Volver a nacer

Nahuel Pérez Biscayart es hipnótico: con una inexpresividad elocuente, ofrece una actuación de cine mudo -como si fuera una reencarnación trash de Buster Keaton– que transmite ciertos grados de tristeza, no como nostalgia por la gloria perdida, sino como subversión existencial de los que no se acomodan al mundo ni a sus limitaciones. Un paisaje anímico que decodifica el clima, los accidentes, las tormentas, las explosiones de esa zona del espíritu que la razón no puede dar a conocer en toda su belleza y violencia primitiva.

“¿Qué tengo que hacer para que me ames otra vez?” Le había preguntado Remo a Abril antes de la carrera decisiva. “Debes morir y nacer de nuevo”. A medida que las fronteras entre Remo y Dolores comienzan a desdibujarse, El Jockey explora la fluidez de género no como muerte sino como renacimiento.

Ortega pone en escena el poder significante del cine y del cuerpo, de tal manera que cada uno alcanza su propio límite que lo separa del otro y que permiten exteriorizar los procesos internos de Remo. Superado el compromiso entre la acción y la imagen, el director regresa a ese lugar de la espera, del experimento y del fracaso, el lugar del que siempre hay que volver a partir y en el que yace, al mismo tiempo que su ausencia, la promesa de sentido. A través de su euforia desconcertante, El Jockey ejerce el horror de la lógica diferida para construir una parábola del hombre contemporáneo, fragmentado y leve, en pleno motín existencial contra todos y todo lo que intentó definirlo antes de que él pudiera definirse a sí mismo.

“El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”, escribió Rimbaud. El Jockey propone aprender a mirar con ojos nuevos, a bailar para sacarse la sensación de estar embalsamado. O morir en el intento.

CRÉDITOS

EL JOCKEY

4/5
critica el jockey 2024

Dirección

Luis Ortega

Guion

Luis Ortega, Fabián Casas, Rodolfo Palacios

Fotografía

Timo Salminen

Música

Sune Wagner

País

Argentina

Duración

97 minutos

Reparto

Nahuel Pérez Biscayart, Úrsula Corberó, Daniel Giménez Cacho, Mariana Di Girolamo, Daniel Fanego, Luis Ziembrowski, Rolly Serrano

TRÁILER

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