Priscilla es Sofia Coppola en estado puro. Una película en la que vuelve a filmar el espacio negativo que hay entre una mujer joven y el mundo que habita. Es otro manifiesto sobre los efectos destructivos de la fama, sobre la alienación y el aislamiento, en el que una niña privilegiada intenta liberarse de su opresiva cárcel de oro. La historia de Priscilla Presley es la historia de una chica que quiere dejar de tener la sensación de estar embalsamada, de ser simplemente una imagen de ella misma, siempre observada, pero nunca vista.
Priscilla de Sofia Coppola: la esclava del amor
La intro de la película es marca Coppola: cada paso que dan esos pies descalzos, de uñas shocking coral brillantes, se hunden en la esponjosidad rosa de la alfombra. Hay algo de inestabilidad en ese blando confort, una felicidad color pastel que depende de la capacidad de representar un ideal de pestañas postizas hechas a mano, delineador felino, spray Aqua Net y labios rojo carmesí. Los pies, los ojos, el pelo, el cuerpo pertenecen a Priscilla Beaulieu. El ideal a Elvis Presley.
Como el hombre invisible de H. G. Wells -que debe refugiarse en pelucas, en quevedos ahumados, narices de carnaval y sospechosas barbas para que nadie vea que es invisible-, Priscilla debe vestir su traje a medida de esposa para ocultar el vacío de su inexistencia. Ella es la encarnación del concepto de Lacan de la mujer como síntoma del hombre. Sólo en la medida en que lleva a cabo su motín existencial contra todos y todo lo que intentó definirla antes de que ella pudiera definirse a sí misma, es que finalmente inventa su identidad individual y asume plenamente su propio destino.
Priscilla presenta el mito de origen de la pareja, en el que una colegiala de 14 años (Cailee Spaeny, ganadora del premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cine de Venecia), perfectamente aburrida en la base del ejército de EE.UU. en Alemania al que fue destinado su padrastro, es invitada por un integrante del séquito de Elvis (Jacob Elordi) a conocer al cantante. Elvis ya es la fantasía porno romántica de una generación, el hombre que había prendido fuego la cultura y activado la mecánica del goce de la juventud con el deseo, la amenaza y la urgencia del rock and roll.
Si Presley había desvirgado a una nación puritana, represiva y paranoica con un ritmo plebeyo y obsceno para la época -como muestra Baz Luhrmann en la eléctrica Elvis-, el plan del coronel Parker era lavar la imagen de Elvis con un par de temporadas en el ejército. Hacerlo aceptable. Lo consiguió. Tanto que lo volvió inofensivo, asimilado. Lo que nadie sabía en 1959 -cuando Elvis conoce a Priscilla- es que su carrera como cantante estaba terminada -a excepción de ese milagro retrospectivo que fue el especial de Navidad de 1968- y solo quedaba en su futuro un catálogo de discos y películas mediocres e intercambiables.
Priscilla y Elvis, entre el deseo y la castidad
En esa primera fiesta en casa de Elvis en Alemania, Priscilla tiene la cualidad de una aparición: una figura inocente, recatada, virginal, que se recorta sobre el humo, las caras de siempre y el ruido blanco de las conversaciones. Un ángel para tu soledad. Ella se convierte en un receptáculo para que Elvis descargue sus presiones, confiese frustraciones y esperanzas. Uno de esos egos que adornan la conversación de palabras dulces, pero incapaces de imaginar una pregunta acerca de los sentimientos de los demás. Coppola ubica a Priscilla en ese intersticio que hay entre entre el pudor y el sueño húmedo, entre la conformidad y el miedo que nacen de vivir la fantasía de toda adolescente.
Coppola nunca intenta justificar la relación entre Elvis y Priscilla, sino que inscribe a este cortejo/romance/matrimonio en un proceso desequilibrado, marcado diferencia de edad, de poder y de estatus entre los dos. Elvis es un chico sureño educado, un galán respetuoso y un misógino controlador. Mientras él reflexiona sobre su carrera, ella hace los deberes. Pronto, como una versión pop de Pigmalión, Elvis le indica a Priscilla cómo vestirse, cómo teñirse el cabello y cómo usar más maquillaje, mientras se niega sistemáticamente a coger con ella a pesar de las continuas demandas -casi súplicas- de intimidad.
Aunque la relación estuviera intervenida por diversos factores (el dinero, la fama, las drogas, la edad, la infidelidad), Coppola pone en escena una dinámica abusiva que se vuelve amarga gradualmente y la imagen de la pareja irradia un aura entre conmovedor y siniestro. Elvis es el artista eléctrico, menos una persona que un planeta sobre el que gira un plantel de aduladores profesionales; Priscilla es algo más que una mascota y algo menos que una mujer: un proyecto, una figura de diseño resiliente, bondadosa y cariñosa, dispuesta a no ser nada para nadie más.
En las películas de Sofia Coppola, el matrimonio es el primer paso del purgatorio en el camino de la heroína para encontrar su identidad. Sólo a medida que crece en medio del tedio de un ecosistema masculino, Priscilla se da cuenta de que necesita más de lo que Elvis está dispuesto a darle. Pero Coppola está más interesada en el cautiverio que en la liberación, en mostrar el canibalismo emocional que acecha en cada fantasía adolescente, en la tensión que se esconde en la purpurina de una carta firmada con un beso con olor a chicle.
A little less conversation: love (and fuck) me tender.