La fascinación que generan las películas de Hayao Miyazaki, más allá de la precisión y la riqueza de la animación, descansa en los viajes fantásticos que despliegan sus historias y que llevan a los personajes a ver el mundo que dejaron con una nueva perspectiva.
Un ejemplo notable de esto es la trama de la icónica Mi Vecino Totoro, donde la irrupción de una alteridad y la sucesión de aventuras invitan a los protagonistas a reconsiderar la mirada que tienen sobre su hogar, a menudo representado por el cineasta como un círculo familiar roto o incompleto. La belleza del cine de Miyazaki reside en la colisión de los mundos que crea, cuando estos universos chocan o, por el contrario, se desvinculan.
En El Niño y la Garza, Miyazaki vuelve a su infancia una vez más
En El Niño y la Garza, la más reciente obra del director, el orfebre de la animación construye un fascinante mundo de fantasía que incorpora elementos como la guerra, la conmovedora historia de un niño y el trauma causado por la pérdida de su madre, tejidos con la experiencia de su propia infancia.
La película, estrenada en Japón el pasado mes de julio y presentada por Studio Ghibli como “la última película de Miyazaki”, a pesar de la falta de campaña publicitaria –ninguna promoción ni tráiler, pocas proyecciones para la prensa– inmediatamente se hizo popular entre la audiencia global como un evento cinematográfico imperdible. Y, sin dudas, lo es.
No es la primera vez que se anuncia el retiro del fundador de Ghibli, él mismo lo hizo hace unos diez años, durante el estreno de The Wind Rises (2013) –presentada en el Festival de Cine de Venecia–. Ya entonces Miyazaki había declarado, hablando de la realización de aquella película que le había ocupado durante cinco años: “No sé si tendré tiempo suficiente para lanzarme a una nueva aventura”.
Y en su lugar, el director, que hoy tiene 82 años, superando los dolores articulares y el cansancio, volvió a tomar los lápices para llevarnos de nuevo a su mundo plagado de imágenes asombrosas que recurren –aún más que en otras ocasiones– a sus recuerdos de la niñez.
Así surge El Niño y la Garza, inspirada en parte en la novela ¿Y Cómo Vives? publicada en 1937 y escrita por Genzaburo Yoshino, una especie de historia sobre la mayoría de edad que habla de la humanidad, la libertad y aborda el sentimiento de vida en años de ascenso militarista y que expone una vez más la visión antimilitarista de Miyazaki, quien siempre criticó las políticas de rearme y extensión de la autodefensa impulsadas por la derecha japonesa, especialmente después de la segunda mandato de Shinzo Abe, y acentuado con Fumio Kishida.
Pero El Niño y la Garza no es una adaptación fiel del libro de Yoshino, en realidad se alimenta de la memoria del director mezclando la autobiografía con una dimensión fantástica, con una cosmogonía íntima y universal en la que las historias se multiplican entre sí, detienen el tiempo, lo suspenden para hacerlo más real.
¿Qué película es entonces El Niño y la Garza? Es la experiencia de Miyazaki, empezando por aquel libro que le regaló su madre, junto con el sentimiento de miedo a la guerra, de alguien que como él vivió los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial que obligaron a su familia a mudarse varias veces. Y también vuelve en ella a ese vacío sobre la falta de una figura materna: su madre permaneció mucho tiempo en el hospital debido a una forma grave de tuberculosis.
Al mismo tiempo, la película está construida de esas ansiedades infantiles, suspendidas entre el sueño y la realidad, que plantean preguntas universales sin encontrar respuestas claras, en las que todo puede ser verdad y se amplifica como los sonidos de una puerta o la brutalidad de la violencia.
La primera mitad de la película sigue la llegada de Mahito a una extraña casona. El joven de once años, atormentado por la muerte de su madre en un incendio, se muda con su padre lejos de Tokio durante la guerra. La película destaca por la presencia de una hermosa garza, cuyas acciones indican la existencia de un mundo oculto, materializado por una misteriosa torre en ruinas que captura la atención del niño desde su llegada.
Este pájaro, típicamente miyazakiano –habla, juega y se burla de Mahito con una voz estridente y perturbadora–, encarna la dinámica central de las mejores películas del director. Su primera y sublime aparición, emergiendo desde la profundidad de la imagen para atravesar el encuadre, rompe la fijeza del plano con un panorámico lateral.
Este movimiento refleja el principio de deslizamiento fundamental en el cine fantástico de Miyazaki: la casona, inicialmente tranquila hasta la petrificación, se reconfigura desde adentro cuando la criatura monstruosa se destaca del fondo estático. La garza, un verdadero agente disruptor, rompe la dicotomía entre los fondos estáticos de las imágenes y los personajes en movimiento en primer plano, y rápidamente se convierte en uno de los elementos más hermosos y estimulantes de la película.
Esta primera parte, rica en escenas silenciosas que demoran el inicio del viaje, revela la destreza de Miyazaki para introducir toques de extrañeza en la imponente casona. La película cuida meticulosamente el elemento fantástico ya presente en el cine de animación, donde cada silueta, criatura y arquitectura pueden cambiar de forma con un simple trazo. Las contorsiones un tanto monstruosas de las sirvientas, así como las numerosas aberturas que atraen al niño hacia lo desconocido, demuestran la atención a lo fantástico siempre presente en el cine del director japonés.
La introducción, centrada en el incendio en el que Mahito pierde a su madre, representa la amenaza latente de un cambio de lo real a lo onírico. El estilo garabateado de este prólogo –llamas, rostros deformados de los transeúntes, cenizas volando al viento– o más adelante, la postura animal que adopta Mahito repentinamente para subir escaleras, esbozan un universo perturbado y desequilibrado desde el principio.
Aunque aparentemente tranquilo, el mundo presentado amenaza con resquebrajarse en cualquier momento. En una escena en la que Mahito espera que su padre regrese del trabajo, la paz en la casa se ve violentamente interrumpida por las visiones traumáticas de su madre envuelta en llamas. Al final de su sueño despierto, regresa lentamente a su habitación tratando de no ser escuchado.
Es entonces cuando hay que prestar atención: en la mezcla del sonido, la película resalta tanto el caos del incendio como los crujidos apenas audibles de la madera bajo los pasos apagados del niño. El tumulto del sueño y los susurros de la realidad, aunque no se fusionan por completo, están animados y sonorizados con un cuidado casi fetichista: en Miyazaki, el surgimiento de un sueño y una puerta que se cierra alimentan por igual la textura de una realidad bicéfala cuyas diferentes capas se comunican y entran en contacto.
La primera mitad es aún más convincente porque contrasta en muchos aspectos con la continuación de la historia. Mahito descubre el mundo de los muertos con la esperanza de volver a ver a su difunta madre, quien según la Garza, se esconde allí, y de encontrar a su madrastra, desaparecida sin explicación. A lo largo de una odisea vertiginosa en la que el joven atraviesa una serie de umbrales y portales, Miyazaki entrelaza varios universos.
El cineasta despliega una imaginación abundante y heterogénea en la que revisita sus películas anteriores y rinde homenaje a sus influencias, mezclando diferentes estilos y técnicas de animación. Los silvanos de La Princesa Mononoke regresan en forma de warawaras, pequeñas criaturas blancas capaces de inflarse para volar en el aire, mientras que un segmento se dedica a una imaginario medieval que evoca explícitamente los contornos de El Rey y el Ruiseñor de Paul Grimault, una de las películas favoritas del cineasta. Al cruzar el camino de varios personajes secundarios que sirven de guías en el más allá, Mahito recorre una multitud de escenarios y espacios al estilo de Orfeo.
Miyazaki reabre así las puertas de su singular imaginación para nutrir su duodécimo largometraje de sus principales obsesiones temáticas: la naturaleza, la infancia, el duelo, los trastornos sociales de Japón y el contraste entre la ciudad y el campo. Podríamos hacer un recuento de todos los motivos que reflejan sus películas anteriores o contabilizar los innumerables hilos rojos de su obra, pero este nuevo sueño despierto merece algo mejor que una simple comparación.
Sobre todo porque esta acumulación de autorreferencias y elementos familiares es menos autohomenaje que un posible cuestionamiento. Sin embargo, los dos ejemplos más llamativos son, por un lado, este gran castillo en ruinas, casi maldito, donde el tío abuelo del protagonista fue encerrado y acabó desapareciendo, como un viejo Miyazaki convertido en prisionero de su propio universo. Por el otro, está esta inmensa roca levitante, fuente de los poderes de este mundo intermedio, que también puede verse como la forma más refinada y elemental de las complejas máquinas voladoras que han sobrevolado toda su obra. Pero entonces, ¿qué significado deberíamos darle a todo esto?
Como está escrito en el portal a la entrada de esta dimensión en expansión: “Todos los que busquen comprender perecerán”. Si realmente hay una respuesta en la que confiar y, paradójicamente, en la que basar el comienzo de un análisis, bien podría ser ésta. Al final de una sencilla frase, Miyazaki invita con picardía a su público a confiar en él, a dejarse llevar, a aceptar perderse con él sin necesariamente captarlo todo, como Mahito vagando de un lugar a otro, de una realidad a otra, sin ningún control real sobre los acontecimientos.
La narración es, por tanto, un flujo incontrolable, que no sigue una línea recta, sino que se permite desvíos, a veces más agradables que útiles, algunos cambios de sentido y cruces completamente nebulosos. El viaje se convierte así en una odisea y la fe del público en una especie de faro en la noche. Pero resulta imposible resistir el impulso de intelectualizar una experiencia tan rica e intrigante, sobre todo cuando el ejercicio de la crítica lo impone de alguna manera.
El díptico autobiográfico del cineasta japonés
Porque durante gran parte de la película, Miyazaki da la impresión de hablar solo, como si mirara hacia atrás con tristeza esperando la muerte, cuyo mundo crepuscular y a menudo inquietante tiene todos los ingredientes de una metáfora. Por lo tanto, la historia de El Niño y la Garza puede ser pesada y contemplativa, incluso a veces cruel.
Sin embargo, la película está lejos de ser pesimista. Incluso podríamos verla como la segunda pieza de un díptico autobiográfico formado con The Wind Rises, que sigue siendo en comparación su obra más atormentada y la que se convertiría, paradójicamente, en la contraparte luminosa de El Niño y la Garza.
El Niño y la Garza tiene todas las características de un cuento iniciático casi banal en su construcción, pero esta historia sobre la mayoría de edad dice mucho más. De hecho, las dos combinadas evocan una dinámica cíclica, una promesa de renovación e incluso renacimiento después de la muerte. Entre la Segunda Guerra Mundial, el nuevo matrimonio de Shoichi y su partida al campo, Mahito se enfrenta a agitaciones inevitables. Y esta nueva vida que lo angustia y entristece recuerda la situación actual en Studio Ghibli.
Hace tiempo que se habla de encontrar al “heredero” de Miyazaki, el que podrá hacerse cargo y llevar a Ghibli tras su muerte y la de Isao Takahata en 2018. Pero el director parece descartar sus preocupaciones. El tío abuelo busca a su sucesor, el que recuperará el control de la Piedra, continuará su trabajo y, por tanto, abandonará el mundo de los Hombres para permanecer solo e insensible en el castillo.
La película sugiere así que este resultado no es una solución deseable, sino más bien una carga y una privación de libertad evitables. No habrá un “próximo Miyazaki”, sólo habrá nuevos cineastas que construirán su propio universo, desarrollarán su propia iconografía y encontrarán sus propias sensibilidades.
Así, el castillo, cuyo equilibrio ya era precario, acabó derrumbándose, aunque algunas criaturas y elementos permanecieron a pesar de todo. Por lo tanto, el cine de Miyazaki seguirá siendo una gran influencia y una fuente de inspiración para las generaciones futuras, del mismo modo que él mismo fue influenciado e inspirado por sus mayores, Walt Disney y Paul Grimault. Por lo tanto, se desprende una humildad conmovedora, casi reconfortante, de esta historia que, sin embargo, resulta muy elegíaca a primera vista.