Virus 32, el ritual homicida de Gustavo Hernández
Una especie de orgasmo de 32 segundos: eso es lo que les provoca la intensidad homicida a los zombies de Virus 32 después de una descarga de violencia. Es un estado parecido a la catatonia, que puede significar para las víctimas un paréntesis en el asedio, una oportunidad de contraataque, un arriesgado intento de escape.
Con esas premisas, Gustavo Hernández no intenta reescribir el género, pero le toma el pulso al terror con una puesta de escena estilizada, que aprovecha al máximo sus recursos para crear la atmósfera saturada de un espacio oscuro y cerrado que transpira desesperación.
Iris (Paula Silva) pasa su tarde entre el ron y el porro antes de ponerse el uniforme para ir a trabajar. No sabe que en el piso de arriba su vecino acaba de matar a su canario. Que observa al pájaro con la mirada ausente de los que ya no son parte de este mundo. Tampoco sabe que ese día tenía que cuidar a su hija Tata (Pilar García), que está por llegar a su casa. Decide llevarla al club deportivo que vigila de noche, mientras Montevideo es infectada por un extraño virus y se va convirtiendo en una zombie land tribal en estado de violencia permanente.
Tata juega en una cancha mientras Iris hace su ronda por el inmenso club semiabandonado. Por una ventana ve en la calle a un hombre matando a otro a golpes. Desde la garita de seguridad la tranquilizan: “Son los paqueros”. Cuando empiezan forzar las puertas y logran entrar el lugar se convierte en una topografía de lo siniestro habitado por sombras nocturnas que recorren los pasillos. Hernández utiliza a los zombies como una presencia amenazante más que material: no busca hacer cine gore y solo los representa para mostrar cómo su comportamiento rabioso provoca angustia psicológica ante un asedio intolerable.
Virus 32 sigue la línea viral de World War Z (Mar Foster, 2013) -sus 12 segundos de reposo-, 28 Days Later (Danny Boyle, 2002) -con un claro homenaje a sus chimpancés- y The Sadness (Rob Jabbaz, 2021) -con sus mutantes que ejercen la violencia como un goce en sí mismo-, pero no se preocupa en explicar las causas de la pandemia, sino sólo sus efectos.
La barbarie con rostro humano
Un mundo menos expansivo que sus predecesoras, pero que tiene el signo de la época: estos zombies no están muertos, son seres humanos infectados que no atacan por necesidad sino que se mueven en masa para liberar la obscenidad y el sadismo como el punto ciego donde se refleja la sociedad en su derecho a la agresión irracional.
Hernández hace del encierro un territorio mental inestable. Si con La Casa Muda (2010) había utilizado el plano secuencia para transformar una hacienda rural en un lugar fantasmático donde la protagonista era la espectadora de su propia esquizofrenia, en Virus 32 vuelve a crear un ambiente claustrofóbico con recursos narrativos más variados, que da como resultado una película más prolija, menos nerviosa, pero que mantiene la tensión a través de una concepción precisa del espacio, de la iluminación y del registro actoral.
Paula Silva destila ansiedad, incertidumbre y miedo como madre que trata de localizar a su hija perdida y ayuda a parir a la esposa infectada de Luis –Daniel Hendler (25 Watts, Los Suicidas, Pequeña Flor, El Sistema -K.E.OP/S) en modo de tipo duro dispuesto a todo para proteger a su familia- mientras el club se convierte en una zona de cacería dramática.
Para el director uruguayo, el cine es una experiencia del shock, y con Virus 32 propone un ritual inquietante ante la voracidad destructora de un extraño grupo ligado por los mismos deseos de violencia que escenifica el imaginario de un mundo en plena resaca post pandemia, donde ya no hay un lugar seguro y la barbarie tiene rostro humano.