Crítica The Good Neighbor (El Buen Vecino) 2021
The Good Neighbor (El Buen Vecino) es uno de esos thrillers old school en la que la trama responde menos a una secuencia de sucesos naturalista que a una forzada lógica del azar, que coloca a cada personaje y a cada hecho significativo en el lugar y momento precisos para que avance una historia que se va diluyendo en una espiral de previsibilidad.
El director alemán Stephan Rick es un aplicado estudiante del cine norteamericano, pero sin la creatividad suficiente para entregar algo que se sienta nuevo: en The Good Neighbor es todo tan formal, tan pulido y oportunista que es una película que nació vieja en su intento de construir una narrativa psyco-queer.
Para su segundo film en inglés -el primero fue The Super en 2017-, Rick elige hacer una remake de su debut como director en 2011. Con la colaboración del actor de Stranger Things, Ross Partridge retocan mínimamente el guion original. Otros actores y un nuevo ambiente para la misma historia, que esta vez transcurre en Europa del Este, en Riga, la capital de Letonia. Allí se muda David (Luke Kleintank), un periodista estadounidense que atraviesa el duelo de una separación después de 6 años de noviazgo, para trabajar en el diario local que dirige Grant (Bruce Davinson), un contacto del mundo de las noticias que le presta su casa en las afueras para que se instale.
Kleintank se siente cómodo en su papel mezcla de turista y trabajador dispuesto a ganarse un lugar en el diario, que cree que ha tomado una buena decisión al dejar su país y sus problemas personales atrás. Su vecino Robert (Jonathan Rhys Meyers), es un demasiado bien predispuesto colaborador en temas domésticos y sociales. Cuando regresan de una de sus salidas nocturnas, David atropella a una ciclista, la misma chica con la que había estado a los besos un rato antes en un bar. Robert lo convence de que denunciar el hecho con ese nivel de alcohol en sangre no es una buena idea en Letonia.
Robert se encarga de borrar todo rastro de la participación de ambos en la muerte, mientras David se divide entre la culpa y el romance que empieza con Vanessa (Eloise Smyth), la hermana de la víctima, a quien conoce por cubrir la noticia para el diario. La ausencia de una historia de fondo hace que no queden claros los motivos que llevan a Robert a ese compromiso total con exonerar a su vecino, una tarea que lentamente se va convirtiendo en una espiral de violencia y malas decisiones para cubrir su fuga del accidente.
Rhys Meyers (Match Point, Velvet Goldmine, 97 minutes) se compromete con su papel de vecino demente, pero le falta un guion categórico para su intención de ser un serial killer recordable. Kleintank se queda en la superficie atormentada de su personaje: no le da el registro para llevar a un nivel inconsciente su tendencia a tomar las decisiones que más lo perjudican. Parece siempre estar al borde de la confesión, como si buscara autosabotear subliminalmente su coartada, pero lo hace de una manera tan unidimensional que solo transmite nerviosismo y una ausencia total de sentido común.
Todos los subtemas que podrían haber sido explorados se quedan a mitad de camino: ¿Robert es un trastornado que encontró una excusa para su violencia homicida? ¿Es un gay celoso, con una idea retorcida de conquista? ¿Es el doppelganger, el lado reprimido de David? El problema no es que el guion no de una respuesta precisa, sino que no de ninguna respuesta, como si le alcanzara con acumular situaciones repetitivas de acoso vecinal en ese triángulo que forman con Vanessa.
Rick es un director que tiende a la antiespectacularidad, dejando fuera de campo la mayor parte de la violencia y apostando a las implicaciones psicológicas de la trama, que toma elementos del Hitchcock conspirativo de Strangers on a Train (1951) y superyoico de Psyco (1960). Pero The Good Neighbor no tiene la capacidad hipnótica del género, y allí donde debería haber suspenso hay lentitud para definir una historia que depende de que todo lo improbable suceda. La película se sostiene por Rhys Meyers y su coeficiente Norman Bates, que deja ver desde el primer momento que debajo de su vocación de servicio vibra algo insano, que siempre circula por los agujeros del relato.