Los clubes de motociclistas de los 60’s no querían cambiar el mundo, pero inventaron uno a su medida: un espacio primitivo hecho de carreteras, velocidad, camperas de cuero y testosterona. De alguna manera, representan la contracultura sin eufemismos: una alternativa a la vida oficinista que ofrece el sistema, donde obedecer es una muestra de buena educación. Inspirada en el legendario libro de Danny Lyon de 1968 -una serie de imágenes y entrevistas al Chicago Outlaws Motorcycle Club– The Bikeriders (El Club de los Vándalos) de Jeff Nichols es una ópera callejera, hecha a partir de los fragmentos de un trip de ácido malo y la resaca de whisky barato, una fiesta de hombres en pleno motín existencial contra las normas: la utopía de la marginalidad.
The Bikeriders narra la vida de una banda de motociclistas ficticia llamada los Vándalos, desde su comienzos en los 60’s hasta su desaparición a mediados de los 70’s, cuando las drogas duras y las almas perdidas los llevaron en direcciones que se alejaban del idealismo en estado salvaje original a una criminalidad cada vez más explícita.
The Bikeriders, la utopía de libertad de Jeff Nichols
El grupo está liderado por Johnny (Tom Hardy) -un hombre de familia de clase trabajadora, con ínfulas de Marlon Brando en The Wild One-, una especie de figura mitológica para los rebeldes sin causa del Medio Oeste. Benny (Austin Butler) es su heredero, un proto punk capaz de iniciar una pelea y recibir una paliza con la misma filosofía. Uno encarna una forma tradicional de virilidad (Johnny tiene un trabajo, una casa, una familia y una visión bastante estructurada de lo que debería ser su pequeño clan masculino), mientras que el otro es la personificación del ideal motoquero (juventud, libertad y vida dedicada a la emoción).
La belleza ingenua y salvaje de Austin Butler le da a Benny un relajado fatalismo -como un hombre que carga mucha oscuridad, que solo se revela en momentos de violencia impulsiva- y una tranquila majestuosidad -como objeto de las proyecciones de su esposa y de su jefe, una idealización erótica y simbólica al mismo tiempo-.
Pero la verdadera estrella de The Bikeriders es Kathy (Jodie Comer), la esposa de Benny. Ella es una especie de Ariadna que con su tono confesional nos guía por este submundo masculino. Kathy que encarna una clase de feminidad capturada en las películas de Martin Scorsese: una mujer criada como burguesa canónica, pero con preferencia por los chicos malos. “Pensé que podía cambiarlo, ¿sabes?”. Y sí, lo sabemos. El papel de Comer le da a la película conciencia de sí misma y una sensación permanente de desencanto. Si los Vándalos están condenados por su propia arrogancia, Kathy es su historiadora amorosa y su testigo horrorizada.
The Bikeriders ofrece un retrato consciente de la masculinidad y sus limitaciones: es menos una glorificación de una subcultura que una exploración de la muerte de las utopías. Esta sucia banda motociclistas vestidos de cuero no son simplemente criminales, sino románticos guiados por un ideal que siempre está fuera de su alcance. La historia de Los Vándalos funciona como sinécdoque del estado de ánimo de una época: el sueño multicolor y las fantasía comunales de los 60’s daban paso a la década del yo, con todo su desencanto, su violencia y nihilismo.
Los Vándalos -un plantel extravagante que incluye a Zipco (Michael Shannon), Funny Sonny (Norman Reedus), Brucie (Damon Herriman), Wahoo (Beau Knapp), Cockroach (Emory Cohen) y Corky (Karl Glusman)- son el el fondo hombres perdidos en el tiempo y la tragedia. No son gánsteres automitificados al estilo de Henry Hill: tienen el ego y la actitud, pero no la imaginación. Viven y mueren en un momento. Aunque es fácil predecir lo que les espera, nosotros, como Kathy, esperamos algo mejor. Ella les da una profundidad y complejidad mezcladas con humor, dolor y empatía desgarrada.
La deconstrucción de la violencia
The Bikeriders logra momentos de ansiedad resplandeciente y emoción cruda, incluso cuando sus personajes hacen del culto a la virilidad un estilo de vida y no tienen la conciencia interior necesaria para expresar sus motivaciones o sus deseos profundos en voz alta. Nichols los trata como una especie exquisita y moribunda y en el mismo movimiento captura una época en la que la libertad no era solo una palabra sino un concepto llevado al límite. Son samuráis modernos, que viven según un código sagrado: se les permite romper todas las leyes, excepto las suyas.
Al igual que Scorsese y Robert Altman, Nichols trabaja en el arte perdido del contrasentido: si en un nivel venera el estilo de vida salvaje de los motociclistas con imágenes seductoras, en otro deconstruye su sentido, cuestionando su moralidad desde adentro hacia afuera, buscando un núcleo de verdad en la suciedad.
Nietzsche decía que el hombre débil se recuesta en un orden extraño al suyo, que el fuerte se afirma en su propio hacer después de amado sus propias debilidades. En definitiva, los Vándalos tienen algo del superhombre: saben que todo acomodamiento es mediocre, que no hay que entregarse como la época ansía, que hay que sacarse la sensación de estar domesticado.
The Bikeriders respira un anhelo de escapar de entornos rancios. Mientras somos testigos del ascenso y la caída de un club que alguna vez representó algo puro, se intercambian lealtades, surgen luchas de poder y una nueva generación criada al calor de la Guerra de Vietnam quiere ganarse su lugar.
No hay nada peor que una promesa que no se cumple: Nichols crea una fábula fantasmal sobre la tragedia de las utopías, la pérdida de la inocencia en un país que se ha desmoronado y las consecuencias de vivir en los márgenes del sistema, donde la libertad está siempre a la altura de la violencia necesaria para conseguirla.