Pequeña Flor, el trip de Santiago Mitre
Como todo serial killer, José (Daniel Hendler) es fetichista: hace del asesinato un programa, que incluye un buen vino y una variación del estándar de jazz Petit Fleur de Sidney Bechet. Pero como ningún otro, mata a una sola persona. Muchas veces. Santiago Mitre hace del género fantástico un estudiado ambiente psicodélico para que los opuestos se encuentren, se enamoren o se maten como si fueran parte de un proceso cíclico.
Pequeña Flor es un tratado sobre las trampas de la libido, sobre los hábitos y costumbres que distancian a una pareja y cómo reconstruir ese frágil mundo doméstico a través de un loop gore que se instala entre la percepción y la alucinación, entre el principio de realidad y el principio de placer, entre la vida y la muerte.
A José la rutina le llega a nivel sanguíneo. Es una de esas personas que tienen la particularidad de estar en un lugar sin que se note, que temen mancharse con la vida, que observan la realidad a una distancia segura. Un personaje inexpresivo a la medida de Hendler, que maneja bien los matices para pasar del confort de la nada a la inquietud alérgica ante cualquier propuesta de cambio. José es un talentoso dibujante rosarino casado con Lucie (una enorme Vimala Pons), una fuerza de la naturaleza made in France que exuda euforia y ganas de vida, pero atada a un bebé que no puede domesticar y a la distancia emocional e idiomática con su marido.
Si el nacimiento de Antonia no fue una experiencia del shock para José -refugiado en su tarea de rediseñar el logotipo de una famosa fábrica de neumáticos-, sí lo es quedarse sin trabajo y tener que cuidarla, mientras Lucie aprovecha para escapar de ese ambiente materno tóxico cuando encuentra un puesto como redactora de un diario local. Pero un bebé es un animalito de hábitos y José encuentra en su hija un ser con sus mismos intereses rutinarios, hechos de paseos por Clermont-Ferrand -el pueblo antiturístico francés donde viven-, siestas y comidas programadas.
Hay un fusilado que vive
En su cuarta película, Santiago Mitre (El Estudiante, La Cordillera, Argentina, 1985) hace un inteligente dispositivo cinematográfico en el que encuadra pares opuestos para hacer girar la historia en torno a un concepto: para que algo viva, primero debe morir. O viceversa.
José es un no-vivo, una especie de zombie sin necesidades que bajo esa superficie de conformismo supura algo insano. Su vecino Jean Claude (Melvil Poupaud) es todo lo que él no es: un refinado dandy cosmopolita, cuya amabilidad, ostentación, y una tendencia a dar lecciones de vida -que van del jazz (que hace recordar a las disertaciones sobre el pop de los 80’s de Patrick Bateman en American Psycho) al existencialismo y a la terapia de pareja-, lo hacen muy asesinable. Es lo que hace José, que antes de consumirse de terror y de culpa descubre al otro día que su vecino está tan predispuesto como siempre a invitarlo a su casa.
Hay un fusilado que vive. El comienzo de Operación Masacre –ese monumento non-fiction de Rodolfo Walsh-, puede describir el centro de gravedad de Pequeña Flor. Pero la película también parte desde su reverso: el cadáver exquisito beberá el vino nuevo, como escribieron los surrealistas en su primer juego grupal. Es que en los pliegues de esos dos movimientos -el realismo y el surrealismo- se encuentra el género fantástico, que introduce un elemento extraño, misterioso o sobrenatural que hace una grieta en la realidad y se instala de manera natural en la vida cotidiana.
Jean Claude es un cadáver viviente, el Eterno Retorno de Nietzsche, el llamado a lo dionisíaco. Esa furia asesina erotiza a José, que vuelve a dibujar después de una larga crisis artística y tiene un segundo romance nocturno y sexual con Lucie. Pero en la pareja algo se había roto y su esposa encuentra en las “aventuras psíquicas” que propone el gurú Bruno Rodríguez (un genial Sergi López) una sublimación a sus problemas conyugales masturbándose en medio de ese grupo tan new age power.
El cadáver exquisito beberá el vino nuevo
Mitre juega con los géneros -el thriller, la comedia negra, el fantástico- para no establecerse en ninguno. Desestabiliza el relato, pero acierta en no jerarquizar el ritual homicida, sino que coloca todos los elementos narrativos en un mismo plano de realidad, para terminar recreando un mundo cerrado que se abastece a sí mismo. Junto al coguionista Mariano Llinás, hacen de la novela de Iosi Havilio una fantasía morbosa que encuentra su equilibrio en las fronteras del consciente y del inconsciente.
Pequeña Flor tiene el ritmo de un jazz tradicional, que cuando amenaza con desbordarse en un improvisado bop freudiano mantiene el inconsciente controlado, insertando imágenes cotidianas pero que contienen la promesa de alteridad en su reverso. Llinás – como demostró en Azor (Andreas Fontana, 2021) – es un maestro de lo no dicho, de armar una trama con lo invisible que circula por los agujeros del relato, un escritor de preguntas más que de explicaciones.
En francés al orgasmo se lo denomina petite mort, y la película pone en escena la relación entre violencia y sexo, goce y dolor, el exceso libidinal que une a la vida y a la muerte. Después de todo, una pequeña flor nace de muerte inminente.