Elvis fue la fantasía porno romántica de una generación. Puro deseo, amenaza y urgencia. Ese ritmo plebeyo y salvaje era obsceno para una época reprimida en que las pulsiones vivían bajo el estado de sitio moral y religioso de los adultos. Baz Luhrmann pone en escena una revolución pop a través de una figura que con un solo movimiento prendió fuego la cultura, generó un nuevo estado de ánimo, activó la mecánica del goce. Elvis es una película caliente, excitante, hecha de imágenes que recorren las zonas erógenas de una juventud que parecía estar divirtiéndose por primera vez.
Luhrmann entiende que el rock n´roll es instinto hecho forma, que sin emoción es ruido blanco. Por eso acierta allí donde fallan la mayoría de las biopics de rock, que se limitan a hacer un prefabricado retrato naturalista de su personaje con las dosis indispensables de sordidez, superación personal, melodrama y épica final. La película no intenta ser una cronología precisa de la vida de Elvis, sino que busca su espíritu transgresor en un viaje anfetamínico donde la leyenda se mezcla con lo real y es todo tan alucinógeno y vivo que encuentra la esencia de su música y de su personalidad.
El Elvis plebeyo y salvaje de Baz Luhrmann
La primera parte de la película es una experiencia cinética vertiginosa, una estética del exceso marca Luhrmann, que en una escena -y muchos planos- puede hace convivir distintos tiempos y espacios que definen al personaje y su contexto. El director australiano esquiva las densas construcciones dramáticas, no le interesa profundizar en el manoseado tema de la pobreza, de la muerte del hermano gemelo, de la relación enferma con la madre, sino en el por qué Elvis fue Elvis y cómo cambió el mundo. A little less conversation, a little more action, please.
Una síntesis visual que sirve para retratar el mundo rural divido entre el pecado y la gracia divina del barrio negro donde vivía Elvis, un niño que solo necesita cruzar una calle baldía para pasar de espiar el garito donde una pareja baila y se deshace de deseo – mientras Arthur Crudup (el autor de It’s Allright, Mama, la primera canción que grabó Elvis para Sun en 1954) canta Black Snake Moan –, a meterse en una carpa-iglesia transformada en una Creamfields espiritual.
Nunca en el cine la distancia entre el cielo y el infierno fue tan corta. Allí están la poesía maldita y hedonista del blues y el éxtasis religioso del góspel para marcar las raíces musicales negras que Elvis absorbió en su infancia.
Elvis fue el primero, el más provocador, el sueño húmedo de las adolescentes y del coronel Parker (Tom Hanks), un villano tan perfecto que no es necesario inventar demasiado para dar una imagen precisa del pacto fáustico que el cantante hizo con él, de lo que significó en su ascenso abrupto hacia la fama y en la tragedia anunciada del final. Elvis está narrada desde el punto de vista alucinado del mánager, mientras un gotero de morfina anestesia su vejez y lo lleva del hospital donde se encuentra a las salas de un casino de Las Vegas para contar la historia de Elvis (Austin Butler), su mejor apuesta, el que le hizo ganar los millones que perdía en las ruletas.
Un personaje oscuro salido de las ferias ambulantes, que Hanks no trata de copiar sino que capta su mentalidad comercial, la manera de ver en Elvis la mejor commodity del pop. Como Fellini, el coronel pensaba que el mundo era un circo. Pero donde el italiano veía una celebración freak y marginal del arte, Parker ve una celebración del engaño, “el truco que te roba la billetera mientras te deja una sonrisa en la cara”.
Una interpretación que a veces cae en lo grotesco, pero que sirve para dar una mirada externa del fenómeno Elvis: “Pude ver en los ojos de esa chica que él era el fruto prohibido, que se lo quería comer vivo, y no sabía si le estaba permitido disfrutar eso que estaba sintiendo”. Hanks arrastra las palabras, tiene kilos de maquillaje, pero logra transmitir a un Parker al borde del orgasmo financiero cuando ve antes que nadie que no quedaba un asiento seco en todo el auditorio cuando Elvis se presentaba.
Sexo, Austin Butler y rock and roll
Austin Butler pasó tres años mirando los movimientos de Elvis, investigando su vida y su personalidad, perfeccionando el timbre tenor de su voz con profesores de canto. El resultado no es una imitación de Elvis: Butler lo vive. Se pueden sentir las endorfinas saliendo de la pantalla, la actitud desafiante, lo divertido que era estar inventando una cultura, la sensación de soledad permanente y la conciencia de haberse convertido en un chiste malo en los 70’s.
Un compromiso y un respeto total con su personaje, una actuación llena de matices que recorre los altibajos de la odisea emocional de alguien que no tenía un mapa de lo que podía ser el éxito, porque nadie lo había tenido antes a ese nivel.
Sus interpretaciones de las canciones de Elvis tienen el pulso y la intensidad de las originales, pero las dota de una fuerza demoledora proto punk, que además sirven para puntuar narrativamente la historia: si de Baby, Let’s Play House hace un power rock equivalente al desborde hormonal de sus recitales, transforma a Trouble en una declaración de guerra contra el coronel y los moralistas que lo querían prohibir por obsceno – ¿acaso importa que Elvis no la haya tocado en vivo hasta 1968? – y con Unchained Melody produce un momento de una intensidad dramática inigualable para una despedida llena de dignidad.
Cómo Baz Luhrmann deconstruye el mito de Elvis
La historia de Elvis es tan perfecta que es difícil separar al mito de la persona que hay detrás. Luhrmann elige mostrar esas dos caras a la vez, como si entendiera que la fama destruye, pero la leyenda conserva. Se anima incluso a retratar la decadencia del ídolo en los 70’s, cuando Elvis sólo necesitaba aparecer para hacer resurgir el mundo que había inventado pero que ya no le pertenecía. Pero Luhrmann lo libera de todo patetismo, convierte la fiesta de los 50’s en una tragedia griega en los 70’s, con un Elvis víctima de su propio éxito que aun en esos momentos oscuros posee una inocente transparencia.
El guion de Luhrmann -coescrito con Jeremy Doner, Sam Bromell y Craig Pearce– es indulgente con Elvis, y muestra el lado autodestructivo y conformista del cantante como una reacción a la explotación del mánager. A Elvis nunca lo abandonó el recuerdo de la miseria extrema que vivió en Tupelo, y dónde termina la manipulación de Parker y dónde empieza el temor de Elvis de no ser lo que todos esperaban que sea, es una cuestión que la película resuelve a través de la relación conflictiva entre el arte y el mercado.
El cantante encarna como nadie el american dream, pero la visión de Luhrmann de Estados Unidos no es romántica: Elvis muestra la pérdida de la virginidad de una nación puritana, represiva y paranoica, el país de la segregación racial, de los magnicidios y las batallas por la integración.
Luhrmann entiende el cine a través de la música: busca el ritmo emocional de la narración a través de planos cortos, enérgicos y nerviosos. Barroca, desacomplejada, efervescente, su película captura la electricidad de su personaje y del rock n´roll, el principio de placer que circulaba por la zona roja del deseo de una juventud que dejaba de sentirse embalsamada. Elvis es una fuerza centrífuga que transmite la capacidad infecciosa de la música mientras recorre una vida que se abrió camino en un mundo hostil mientras inventaba uno nuevo a su medida. Y si parece obvio es únicamente porque hemos heredado el mundo de Elvis. Y vivimos en él.