Crítica de ‘Beetlejuice Beetlejuice’ de Tim Burton
Para Tim Burton, estar vivo está sobrevalorado. Por eso dedicó su carrera a construir una quimera delirante y melancólica entre dos mundos: el de los vivos, frío y siniestro, repleto de seres preocupados por la apariencia y el dinero y el otro, el de los muertos, una fiesta de calaveras, esqueletos y todo tipo de figuras esperpénticas: una Creamfields teratológica.
Dentro de ese inventario de lo anormal que es su filmografía, ‘Beetlejuice’ de 1988 ocupa el lugar preferencial como condición de posibilidad de sus obras maestras posteriores: un caleidoscopio de lo extravagante, con el que Burton creaba un mundo cerrado que se abastecía a sí mismo y asumía su gusto por lo insólito y la alteridad radical.
‘Beetlejuice Beetlejuice’ es más que una secuela, que un entretenimiento obsoleto pour la galerie: es el exorcismo delirante e irónico de Burton de los demonios que lo han poseído en los últimos años, desde que Disney secuestró su creatividad. Una película terapéutica, otro freak show que mantiene el pulso surrealista de dibujos animados de la original, al tiempo que expande el reino de los muertos y ofrece nuevos personajes espeluznantes y gags de una histérica extrañeza subversiva.
‘Beetlejuice Beetlejuice’ retoma la historia 35 años después, con Lydia (Winona Ryder) convertida en una médium de televisión; tiene una hija, Astrid (Jenna Ortega), adolescente y escéptica, con la que mantiene una relación tempestuosa (un espejo de la dinámica maternal de la primera película). Después de la muerte de su padre en un accidente aéreo, Lydia se reúne con su hija y su madrastra (Catherine O’Hara) para un funeral familiar en la casa gótica original. Su novio/manager, Rory (Justin Theroux), quiere aprovechar el duelo para su beneficio.
Mientras tanto, en los subsuelos del más allá, el bioexorcista titular (Michael Keaton) evita su propia reunión familiar: su ex esposa Dolores (Monica Belluci), busca venganza -es una chupa almas, capaz de matar a los muertos- con el actor de películas policiales clase B devenido detective fantasmal, Wolf Jackson (Willem Dafoe), investigando el caso.
En ‘Beetlejuice Beetlejuice’, el concepto de culpa es el hilo conductor que une a los vivos con los muertos. Si Lydia es una especie de alter ego de Burton, su hija Astrid es un avatar de la Generación Z, saturada de información e incapaz de creer en la magia, en los sueños, en el más allá. La invocación del espíritu de Beetlejuice es, por lo tanto, simbólica: representa el retorno de lo reprimido en la sociedad contemporánea, de la imaginación como antídoto a una manera algorítmica de pensar la realidad.
El más allá de ‘Beetlejuice Beetlejuice’ vuelve a convertirse en el Jardín de las Delicias de Burton. Es Kafka a través del espejo, un purgatorio burocrático y psicodélico que apela a la exaltación del espectáculo hiperactivo y la rareza visual maximalista. Las reglas que permiten a los personajes moverse entre los dos mundos es un tratado de teratología barroca, donde el relato de detectives se funde con clásicos Hammer, el terror gótico con el cuento de hadas, el drama sentimental con historias de brujería, el gore de Mario Bava con las vagas sombras de un western del cine mudo.
Los personajes de Burton, al igual que sus películas, están compuestos de múltiples referencias, de costuras diversas: Betelgeuse de Keaton pertenece a su panteón de criaturas extravagantes, un monstruo solipsista y monomaníaco, un criptograma de lo viviente que puede asumir diversas formas como maestro de ceremonias de este circo gótico.
La ligereza caótica de ‘Beetlejuice Beetlejuice’ sugiere que Burton está menos preocupado por contar una historia que por hacer una celebración de la creatividad y la artesanía. Con un humor disperso, sobreabundancia de ideas y Danny Elfman como doppelgänger musical, es una película mejor ejecutada y disfrutable de lo que debería ser, encantadoramente reverente y referencial, con la que este artista de la autopsia, Tim Burton, demuestra, una vez más, que hay vida después de la muerte.