En Azor, hay dos maneras distintas de hacer lo mismo, y una sola funciona. Yvan es un cuerpo entumecido bajo la apariencia de sobriedad y diplomacia; Keys es una fuerza carismática que entendió los códigos de una aristocracia decadente, y ahora es un fantasma. Dos banqueros suizos en su viaje al centro de la última dictadura argentina, al mundo cerrado del palco en el hipódromo, el campo terrateniente y el lujo vencido con pileta en el jardín.
Azor parte de un guion inteligente, construido sobre lo no dicho, un gran fuera de campo hecho de enigmas, pistas falsas y rumores contradictorios, que forman un relato subterráneo en el que se mueve un hombre de negocios en su tour de force por los miedos y angustias de una elite que ha perdido el monopolio del saqueo, el control de las víctimas de la represión.
Yvan de Weil (Fabrizio Rongione) trabaja para un banco privado de Suiza. Viaja con su esposa Ines (Stéphanie Cléau) a la Argentina en plena dictadura. Mientras va camino a su hotel, el país lo recibe con una muestra gratis de lo que pasa en las calles: dos jóvenes contra la pared, apuntados por rifles militares. Ines se conmueve: “Son solo niños”. El chofer es pura clase media argenta: “No se preocupen, en seguida nos dejan pasar”. Se llama Dante. Bienvenidos al infierno.
Pero en Azor Fontana evita todo cliché de espectacularidad de la violencia para crear un clima de tensión que no está sostenido por la acción, sino por sus comentarios. Yvan ha viajado para convencer a sus clientes de no retirar sus activos del banco, después de que desapareciera su socio Keys, la ausencia alrededor de la cual gira toda la trama. Porque Keys era el hombre que sabía demasiado, el que no sabía nada, el perverso, el que volvió a Suiza, el que está escondido en Argentina, el que se juntó con los zurdos, el cómplice de la Junta: un hombre del que sólo quedan versiones disonantes.
Azor, la ópera prima de Andreas Fontana
Un Rongione enorme, que despoja la actuación de cualquier accesorio -el estilo Bresson, que utilizó en sus películas con Eugene Green-, es capaz de transmitir todas las emociones de un personaje que lucha contra sí mismo, contra su pasividad y moderación naturales que le hacen perder clientes y el respeto de su esposa. Un cordero rodeado de lobos.
Va asimilando las maneras afectadas de sus anfitriones, desde la arrogancia de un empresario que ahora se dedica a sus caballos, la vulgaridad de su abogado -su jefe estaba apegado a Keys “como un adicto que le chupa la pija a su dealer”-, la nostalgia de un estanciero con una hija desaparecida, la soledad de una anciana que ya pasó sus días de gloria, el monseñor que habla de la necesaria “purificación” de la nación mientras hace inversiones de alto riesgo en Wall Street.
“Eres mediocre porque tienes miedo”, le dice Inés, la personalidad fuerte en la pareja, la que parece haber nacido para tener una copa de champagne en la mano mientras escucha la tristeza de los ricos. Yvan trata de ser pragmático con una clase social que solo confía en los de su especie. El cambio es sutil, pero definitivo: debe evitar juzgarlos, eliminar todo rastro de la ética que le queda. Azor, en la jerga bancaria, es eso: callarse, cuidarse de lo que uno dice. En definitiva, el deporte preferido de la época: mirar para otro lado.
Azor es la opera prima de Andreas Fontana, que toma la mejor tradición del cuento de Hemingway y Quiroga para hacer dos relatos, uno el de Yvan y otro hecho de silencios, de murmullos, de cosas a dichas en voz baja.
Una película que trabaja en varios niveles de clandestinidad: el del régimen militar, el de la corrupción de una elite que saca su dinero de contrabando, el de Keys, una figura enigmática como el Harry Lime de The Third Man (Carol Reed, 1949) y compleja como Charles Foster de Citizen Kane (Orson Welles, 1941). Con una puesta en escena lúgubre -que hace recordar a La Ciénaga (Lucrecia Martel, 2001) y un guion sofisticado -con el aporte con conocimiento de causa de Mariano Llinás– Azor opera en la insinuación para hacer un thriller absorbente en el escenario de un país donde sólo queda una cosa por hacer: no decir nada. Say no more.